Miniussir y Giorgeta: Batalla de Waterloo (1815) por Isabel Saiz Giorgeta y Francisco Coloma Colomer



Miniussir y Giorgeta: Capitán y Diplomático.
 
Batalla Waterloo
(1815)

Extracto modificado y adaptado de los hechos referidos a Nicolás de Miniussir y Giorgeta en las novelas: Álava en Waterloo (Edhasa,2012 ISBN 978-84-350-6260-2) y La Duquesa de Sagan (Edhasa, 2014 ISBN 978-84-350-6275-6) de Ildefonso Arenas.
(Gran parte de los datos narrados son fabulados por el autor al novelar el personaje).

Autores: Isabel Saiz Giorgeta y Francisco Coloma Colomer.
Prólogo: Francisco Coloma Saiz (Historiador, chozno de Miniussir).
Colaborador: Luis Cencillo.

Nota de los autores:

La mayor parte del texto corresponde a fragmentos extraídos de la novela: Álava en Waterloo de Ildefonso Arenas. El resto se compone de extractos de la novela: La duquesa de Sagan del mismo autor.

Las anotaciones que aparecen en letra cursiva son traducciones del original, realizadas por los autores.

Cuando la letra cursiva está acotada por signos de paréntesis, representa explicación al texto original realizada por los autores.

Los títulos de los distintos fragmentos son originales de los autores y forman parte, también, del espíritu explicativo de la obra.

Las anotaciones incluidas por los autores pretenden facilitar la comprensión del texto; ya que, de otro modo, su lectura sería engorrosa al carecer de la información de las obras completas de donde procede.



* * *

PRÓLOGO

La presente obra es, de nuevo, un regalo familiar de los autores. El aforismo que encabeza la dedicatoria del volumen anterior “Mariscal de Campo Nicolás de Miniussir y Giorgeta, Origen de los Giorgeta de Valencia”, resume el propósito de un trabajo que no tiene visos de concluir, porque es testigo a recoger por nosotros, los que venimos a continuación.
Dice la frase: La historia general y personal enriquece y da sentido al hombre.
Nos da la vez. Eso sí es algo importante.
Es la columna vertebral de lo que se gestaba en el ideario de Nicolás de Miniussir, en la Europa del siglo XIX. La libertad, naciente, complicada de entender también hoy. Libertad que, si se hacía a golpes de espada, balbucía, con todo; empezaba a conformarse. Es aquella edad o nación adonde son dichosos mayor número de individuos la que contempla el filósofo; una que verifica imparcialmente la suma de goces morales, físicos e intelectuales repartidos entre todos.
Son palabras del Mariscal; y fue militar.
No es extraño que la figura de Nicolás de Miniussir y Giorgeta entusiasmara al escritor Ildefonso Arenas. Estudiada la biografía oficial del Mariscal (blogcoloma.blogspot.com), era el personaje que necesitaba para construir Álava en Waterloo (2012) y La Duquesa de Sagan (2014). Poco importa si le ha confiado una altura y un porte más gallardos o si ha propiciado un amor ardiente entre éste y la duquesa. Es algo que no sabemos si es cierto. Tampoco si no lo es. El autor fabula a partir de los datos que sí quedan. Pero el nombre del Mariscal salpica ambos escritos. Y es un personaje atractivo que se asienta sobre una base histórica. Apetece investigar.
Por eso, los autores del volumen a continuación han compuesto una novela corta extraída de entre las páginas de las dos anteriores de Arenas. El protagonista de la misma es Miniussir y Giorgeta. Son fragmentos que explican las andanzas del militar en la campaña de Waterloo (1815), sus hazañas durante la misma, sus acciones tras de la victoria y su idilio con la duquesa. Por aclarar los escenarios, cada fragmento abre con encabezamientos en mayúsculas y negrita; y siempre que aparecen nombres, sucesos, fechas y demás, una cursiva entre paréntesis explica qué cosa son. No hay pérdida posible.
El resultado es sorprendente. Miniussir, originalmente un personaje más de las novelas de Arenas, se convierte verdaderamente en el centro de la acción y ésta gira a su alrededor. Es la confección de un puzzle o de un collage que, a la postre, no lo parecen porque la narración tiene sentido en todo momento, es directa y sin rodeos; y engancha.
La trama da comienzo unos meses antes del inicio de los Cien Días. Napoleón Bonaparte escapará de su confinamiento en la isla de Elba y retornará a su imperio. Las potencias europeas (Inglaterra, Prusia, Rusia, Austria, Países Bajos) se verán obligadas a plantar cara al emperador. El conflicto quedará resuelto tras la batalla de Waterloo (Bélgica), donde un Nicolás de Miniussir y Giorgeta de escasos veintiún años, a las órdenes del general Álava y del duque de Wellington, hará las veces de diplomático, habida cuenta de su poliglotía, comandará tropas y ayudará decisivamente en la consecución de la victoria contra Bonaparte. Más tarde, rescatará para la corona española una valiosa remesa de obras de arte previamente expoliadas por Francia y guardadas entre los muros del Museo del Louvre. Conocerá de cerca los entresijos de la Restauración del Antiguo Régimen y vivirá un idilio con la influyente Duquesa de Sagan.
La historia general a partir de la personal del Mariscal de Campo hace posible una mejor comprensión del complejo siglo XIX europeo. Somos herederos de ese naciente pensamiento liberal que postuló la Ilustración y que, desde su nacimiento mismo con las Revoluciones Americana y Francesa, se ha probado tan difícil de concretar y de disfrutar. En la hoja de la espada de Nicolás de Miniussir y Giorgeta queda grabada la leyenda: “No me saques sin rasón, no me envaines sin honor”. No nos permitimos juzgar. Tiempos otros eran. Tiempos en que se desenvainaba para satisfacer la honra. Pero leyendo lo que dejó escrito el Mariscal, no parece que se tratara de orgullo personal. Más bien de un intento, seguramente forzoso, de hacer que la razón se hiciera eco.
Por eso nos humaniza la Historia. Porque al estudiarla comprendemos de qué estamos hechos. Alcanzamos a entender qué se pensó y cómo se llevó a término este pensamiento. Así, escuchamos la Historia escrita. Pero no toda lo está. El resto vive dormida, a la espera de que la despertemos, porque también quiere explicarse.
Francisco Coloma Saiz (Profesor de Historia. Chozno de Miniussir y Giorgeta).


Mariscal de Campo Nicolás de Miniussir y Giorgeta
Óleo sobre lienzo de 86 x 75 cm.
Autor: Federico de Madrazo y Küntz. Fechado en julio de 1843.


INICIO DE LA NARRACIÓN


EL SECRETARIO DE ESTADO Y DEL DESPACHO CEVALLOS DA INSTRUCCIONES AL GENERAL ÁLAVA DE TRASLADARSE A BRUSELAS, COMO EMBAJADOR ESPAÑOL EN EL RECIÉN ESTRENADO REINO UNIDO DE LOS PAÍSES BAJOS, LLEVÁNDOSE CON ÉL A MINIUSSIR.
Madrid, sábado 28 de enero de 1815.

Cevallos (Primer Secretario de Estado y del Despacho de Fernando VII de España, equivalente al actual Presidente del Gobierno de España) se preguntaba si no sería momento de renunciar al cargo y abandonar el país a su destino, bajo el patán de su monarca y la «chusma vil». Sabía que a Fernando (Fernando VII de España) no convenía dimitirle, pues su mejor suerte sería ser asesinado. Ante sí tenía dos cartas. Una estaba escrita en el seco castellano de Álava, inequívocamente militar (por entonces Mariscal de Campo y representante de España en el París del recién reintegrado Borbón Luis XVIII). La otra, en el confuso y leguleyístico de Labrador (mediocre Embajador de España en el Congreso de Viena). De la primera se desprendía que la realidad (en el Congreso de Viena) era peor de lo que se suponía en Madrid. De la segunda, y con dificultad, entresacaba un panorama tan florido como ilusorio. Álava no sería un diplomático de carrera, pero difícilmente habría podido emprenderla mejor.



Pedro Cevallos
Primer Secretario de Estado y del Despacho de Fernando VII de España,
(equivalente al actual Presidente del Gobierno).
Fotografía extraída del libro "Historia Argentina". Autor: Diego Abad de Santillán.

(Cevallos) Tras tomar la pluma empezó por celebrar lo bien que marchaba la misión de Álava, para después autorizarle a trasladarse a Bruselas y residir en la excelente casa de la princesa de Chimay (Teresa de Riquet); le autorizaba también a usar su dirección, Rue de l’Empereur 8, en el papel de cartas que hiciese imprimir, con el título Residencia del Ministro Español. Por último, le comunicaba que Su Católica Majestad había ordenado la incorporación a su embajada del consejero de cuarta categoría Nicolás de Miniussir y Giorgeta, incorporado a la carrera diplomática en excedencia de los tiradores de Doyle (Regimiento de Infantería Ligera. Fue una obra personal del general británico Sir Charles Doyle, al servicio de la Regencia española. En su última reorganización, la unidad estuvo bajo el mando directo del coronel Torrijos, futuro general y cuñado de Miniussir). Aun siendo ése su primer destino, algún conocimiento de la carrera sí tenía, pues era hijo de un diplomático austríaco y había vivido en diversas capitales europeas; gracias a eso poseía un gran conocimiento de la lengua germana y un dominio razonable de los idiomas español, francés, inglés e italiano. Tanto Su Católica Majestad  como él confiaban en que, una vez ganara experiencia, le sería de ayuda en sus funciones y cometidos. Miniussir le había causado una impresión mejor de la esperada. No poseía una gran cultura legal, pero un hombre de veintiún años que había llegado a capitán en la división de Morillo por lo menos debía de saber cuidar de sí mismo, lo que para empezar no estaba mal. Si valía o no para diplomático el tiempo lo diría, pero al menos hablaba cinco idiomas, bagaje ciertamente raro.

En cuanto a su propuesta (de Álava) de marchar con Wellington (por entonces, Embajador Británico en Francia y Plenipotenciario en el Congreso de Viena) a Viena, ni se planteó comentarla con el rey. Labrador (Embajador de España en Viena) era hombre de la plena confianza de Fernando (VII de España). La defensa de sus intereses en Viena no podía estar en peores manos.

Quedaba un punto. Le pedía que buscase a un cierto José Martínez Hervás (Marqués de Almenara), un antiguo ministro del Plazuelas (Rey José Bonaparte) que trataba de comprar el perdón dando datos del paradero de noventa y seis cuadros de gran valor, pertenecientes a la Real Academia de San Fernando, que fueron rapiñados por Napoleón en persona. Según hacía saber el tal marqués, figuraban inventariados en los fondos del antiguo museo imperial del Louvre. Una vez hechas las gestiones razonables, le rogaba que dejara en la embajada (de París) razón de su domicilio en Bruselas, de forma que, si apareciera (Almenara) y fuera cierto que podía ejercer alguna influencia sobre un tal Jean-Dominique Vivant-Denon (conservador del museo del Louvre), se desplazase desde allí para comprobar que se podían recuperar, toda vez que las gestiones efectuadas ante Su Majestad el rey Luis XVIII (de Francia) ni daban resultado ni creía que pudieran darlo. Las esperanzas de recuperar las obras de arte rapiñadas por los Bonaparte y sus mariscales eran nulas, pues en el Tratado de París se pactó que ninguna potencia reclamaría las suyas, pudiendo Francia quedarse con todas.


MINIUSSIR SE DIRIGE A BRUSELAS.
Madrid, viernes 3 de febrero de 1815.

(El nuevo diplomático Miniussir iba destinado a Bruselas). No era un lugar adecuado para sentirse bien. Si además debía cargarse con un saco que contenía lo poquito que uno poseía, se padecía una gran desconfianza en el futuro y se disfrutaba el dolor insoportable de un corazón hecho pedazos, resultaba comprensible que la búsqueda del coche 17, Aranda-Burgos-Vitoria, se hiciera dolorosa. El 17 no tenía mal aspecto, pero eso no consolaba demasiado a un joven diplomático cuya vida llevaba dados tantos tumbos que la única de sus alegrías, al menos esa mañana, era estar en una pieza. Suspirando con disimulo, pues no quería exhibir su estado de ánimo, se acurrucó en la parte de banco que le correspondía. Su saco estaba sujeto en la trasera, donde ya se le unían los que aportaban los otros pasajeros.

MINIUSSIR RECUERDA EL FINAL DE LA GUERRA DE INDEPENDENCIA (1814).
Los cristales de las ventanillas se habían empañado. El joven diplomático se dijo que lo natural sería dormirse, pues aquella noche no había podido pegar ojo, pero el traqueteo lo hacía imposible. (Recordó la escena del) cruce del Bidasoa, el de año y pico antes. Él era, por entonces, un capitán adscrito a la plana mayor de Morillo (General Pablo Morillo). Vivía bien, con un estatus privilegiado gracias a su dominio del inglés, que le servía para que su inusitado general (Morillo) no sólo entendiera los mensajes del DQMG (Intendente General Adjunto inglés), sino para que sus respuestas y sugerencias tuvieran alguna esperanza de ser valoradas. Gracias a tan valioso bagaje su vida en la I División era bastante cómoda, pero nada más entrar en Francia pasó a tener mucho trabajo. La I División era la más desabastecida del cuerpo español, al punto que no pocas veces el DQMG (Intendente General Adjunto) de Wellington, un coronel De Lancey con el que a menudo parlamentaba, les desviaba pertrechos de los adquiridos para las tropas inglesas a cuenta del dinero que, se suponía, un día u otro llegaría de la olvidadiza Junta Central (española). También acompañaba al intendente para comprar las escasas vituallas que la I División podía obtener en los pueblos que atravesaba, con lo cual aprendió a regatear en francés. La campaña de Francia no fue dura para los ingleses, ni para los alemanes, ni para los portugueses. Para los españoles, sí. Él no creía que fuera culpa del vesánico Wellington, que les elegía para lanzar los peores ataques o cubrir las posiciones más expuestas. Sólo sucedió que sus generales disponían de sus tropas con total desprecio por sus vidas. De ahí la matanza de Toulouse: tres mil muertos, en su mayoría de las divisiones de Freire-Andrade. La guerra terminó para él a primeros de mayo (1814). Desde ahí todo fue malvivir sin apenas dinero, con su sable, las dos mudas que le quedaban, dos camisas y dos uniformes. Aun así la guerra, para él, no fue un episodio trágico. La paz sí podría serlo, pues aparte de sus idiomas no sabía nada ni poseía nada.

MINIUSSIR REMEMORA SU INFANCIA Y JUVENTUD.
(Más información: Mariscal de Campo Nicolás de Miniussir y Giorgeta, origen de los Giorgeta de Valencia por Isabel Saiz Giorgeta y Francisco Coloma Colomer).
Con frecuencia reflexionaba sobre lo injusto de la vida. Él, nacido en Trieste (fue parte del Imperio Austríaco entre 1382 y 1918) y educado en Dresde y Viena, se manejaba en español no tan bien como en alemán, en inglés, en francés y en triestino (dialecto del veneciano); aun así le convenía ser español, pues a pesar de su sombrío porvenir más negro lo tendría si regresase a su casa. Gracias al apoyo de su mejor valedor, el teniente general José de Zayas y Chacón, había conseguido ingresar en el cuerpo diplomático sin dejar de ser militar de carrera. En apariencia sonaba bien, pero ser capitán a media paga y consejero de cuarta categoría le supondría unos ingresos con los que tendría garantizado comer cada dos días. Lo cierto era, reflexionaba con alguna congoja, que su historial sólo decía que tras enviudar su madre del Edler Roque von Miniussir (título nobiliario austríaco de segunda categoría; era equivalente al inglés Esquire o al español Señor), secretario de la embajada en Dresde, había ingresado en la academia de oficiales con apenas once años, a los quince ya era subteniente y, sin saber nada de la vida, se vio formando parte del ejército del Archiduque Carlos de Austria (Hijo del emperador Leopoldo II y María Luisa de España y hermano menor del emperador Francisco I de Austria) en la campaña de Wagram (Batalla acaecida entre el 5 y 6 de julio de 1809. Enfrentó a los ejércitos franceses de Napoleón contra el austriaco del Archiduque Carlos en la localidad de Wagram, actualmente en Austria, en el marco de las Guerras Napoleónicas de la Quinta Coalición).


Napoleón en Wagram
por Horace Vernet (1789-1863).

Tras aquel desastre Austria capituló, aceptando, entre otras calamidades, ceder a Francia el Litoral Adriático (conjunto de Iliria y de las posesiones austríacas en el Adriático), lo que incluía no sólo Trieste, sino el puerto de Fiume, donde su compañía de cazadores ilíricos estaba de guarnición. A él, como a los demás oficiales oriundos de Iliria, no le quedaban más opciones que ingresar en el ejército francés o volverse un proscrito, pero sucedió que antes de llegar las fuerzas de ocupación lo hicieron el embajador español en Viena (Eusebio Bardají), el secretario de la embajada (Joaquín Campuzano) y la fragata Paz, cuya misión era llevarlos a Cádiz junto con algunos funcionarios que no querían ser súbditos del rey José (I de España, hermano de Napoleón) y con los oficiales ilíricos que no quisieran ingresar en el Ejército Francés, a los cuales se ofrecía licencia del Emperador (no serían considerados desertores), el ingreso en los Reales Ejércitos (españoles), unos haberes que tal y como estaban las cosas no parecían despreciables y, en particular, una prima de incorporación.

Llegó a Cádiz en mayo de 1810, para incorporarse como teniente a la compañía de cazadores de las Guardias Valonas. Ocupando ese puesto participó en el combate de Chiclana del 5 de marzo de 1811, donde mostró un arrojo y una temeridad cuya causa, bravuras aparte, sólo podía ser la inconsciencia de sus recién cumplidos diecisiete.


El General Pascual Zayas y Chacón.
Óleo de Vicente López.



El mariscal Zayas, que le había observado en acción, le puso a sus órdenes, proponiéndole para posiciones de mayor responsabilidad pese a ser evidente que sólo era un crío medio imberbe y, eso sí, bastante apuesto. La guerra le llevó a combatir en Albuera (tras lo que fue ascendido a capitán), Badajoz (allí obtuvo plaza en el regimiento de tiradores de Doyle), Salamanca (trasladado en comisión a la plana mayor del Brigadier Morillo), Vitoria, Sorauren, Aribelza (donde sufrió su bautismo de sangre, del cual conservaba una cicatriz en la mejilla izquierda que no pocas señoritas encontraban irresistible) y Toulouse. Al término de la campaña podía envanecerse de ser un capitán joven, de haber sido citado en varias ocasiones y de haberle felicitado el mismísimo Wellington tras el día de Vitoria.


MINIUSSIR EN ESPERA DE DESTINO.
Mayo de 1814 a febrero de 1815.
Un historial como para sentir alguna esperanza de reconocimiento, pero la realidad, ya lo presentía, era lúgubre. En expectativa de un destino, que sin duda sería malo, rezaba para que sus angustiadas cartas al recién ascendido teniente general Zayas dieran fruto. Ya se planteaba regresar a Trieste cuando un suboficial le trajo una nota de Zayas (mentor de Miniussir), invitándole a cenar. Tras una larga sobremesa, el buen general decidió que la mejor salida para su joven protegido era la carrera diplomática. Sobre la marcha escribió a su amigo, el cardenal arzobispo de Toledo Luis de Borbón y Vallabriga, pidiéndole su mejor recomendación para el joven Miniussir. Al tiempo él haría lo propio, en la idea de que si las dos cartas llegaban a palacio más o menos a la vez habría posibilidad de que no cayeran en saco roto. Tras eso nada más podía recetar al joven Miniussir, salvo paciencia, y también mudarse a una casa donde le dieran mejor de comer y le llevaran algo más limpio. Había un Antonio Cabal que le debía no sólo su excelente situación, sino algún oscuro favor que mejor era no comentar, de modo que a la semana Miniussir se veía de invitado en el hogar de un Don Antonio que sin duda disfrutaba de magníficos ingresos, pues en su casa-palacio del paseo de Hortaleza no sólo no hacía frío, sino que se comía muy bien, lo que su juvenil estómago valoraba con alborozo. Seguía desesperado por la falta de noticias, pero un día, cercana ya la Navidad, recibió un oficio del secretario de Estado y del Despacho (Pedro Cevallos), convocándole a palacio. Su destino sería la embajada en el aún por nacer Reino Unido de los Países Bajos y su jefe sería el general Álava. No tenía mala fama, y hasta se comentaba su buen detalle de no abandonar al truhán que le hacía de criado y que siempre marchaba tras él con dos pistolas atravesadas en el cinturón y un trabuco en bandolera (Zurraspas). Dado que habría de tener un jefe era preferible que fuese un general herido repetidas veces y no un marqués cualquiera de los que habían pasado la guerra en un dorado exilio. (El) director del Servicio Exterior le (dio) un sobre con sus papeles de viaje y una bolsa muy flaca con unos pocos reales y todavía menos francos.


MINIUSSIR SE ENAMORA DE LA HIJA DE SU CASERO.
Las semanas que aún permaneció en casa (del señor Cabal), a la espera de ser llamado por el director del Servicio Exterior, las entretuvo estudiando unos abstrusos textos sobre relaciones internacionales que le hizo llegar Don Pedro (Cevallos), si bien el grueso de sus energías se le fueron en enamorarse hasta la desesperación de la hija segunda de Don Antonio, la señorita María Teresa Cabal y Arteche. A eso se debía el pésimo estado de su corazón, aceptaba meneando la cabeza con profundo desánimo. Si hubiera sido un amor imposible, tragedia que no era inhabitual en su vida, el sufrimiento habría sido menor, pero lo terrible fue que la bella Maite le correspondió. Una reciprocidad explicable, opinaba una de las doncellas de la casa, que también le ponía ojitos y que amén de bastante bruta era nativa de Plasencia, por lo cual padecía una lamentable predisposición a la sinceridad extrema.

«Usted es guapo, sabe hablar, sabe bailar, sabe hacer reír, es un oficial y casi un embajador, pero no tiene un real y tardará usted en tener bastantes para que aquí le miren bien.»

Habría debido hacer caso a la cariñosa Manolita, pero los corazones sangrantes necesitan estrellarse, así que dos días antes de marchar se armó de valor y pidió a Don Antonio (Cabal) le concediera unos minutos. Éste lo debía ver venir, ya que ni pestañeó al escuchar la descabellada pretensión: que le concediera la mano de Maite, que les otorgara su bendición y que tras una boda por poderes, pues el peticionario tendría difícil regresar a Madrid en un plazo predecible, la facturase a Bruselas. El buen hombre, tras oír la enamorada deposición, comenzó a desgranar unas ideas que debía tener meditadas. Ni siquiera preguntó si su hija estaba en favor de aquella barbaridad; aún menos si tan ardiente pasión era correspondida; le debía constar que sí, pues María Teresa era la segunda de cuatro hermanas, la clase de comunidad en que si una de las integrantes pierde la cabeza es inevitable que las otras lo hagan saber. La posición de Don Antonio era muy civilizada: sentía por el declarante la mayor simpatía y no dudaba que su porvenir era inmejorable, pero Maite acababa de cumplir dieciséis y él sólo tenía veintiuno. Unas edades en que los corazones acostumbran estafar a las cabezas. De ahí que sugiriese al esforzado enamorado que marchase a Bruselas con su mejor ánimo y sus ilusiones intactas, que se abriese camino y que regresara cuando se sintiera un diplomático de provecho, que allí siempre sería bien recibido.

Una postura muy razonable, comentó Manolita cuando pudo confesarse con ella, pero aun así su alma sollozaba. Un suplicio incrementado por una maniobra de la prudente madre: a partir de aquel momento le fue imposible verse con Maite a solas. Una Maite, por cierto, que no le parecía particularmente atribulada. Igual su desaforada pasión, ahora que lo pensaba, no era tan correspondida. Quizá la bondadosa extremeña tuviera razón en lo último que le dijo:

«No le dé más vueltas, señorito. Despreocúpese, olvídela y piense nada más en lo que habrá en Bruselas» (ahí aprovechó para llevarse a su pecho, dimensionado para criar a mucha gente, una de las manos del inconsolable joven). Lo que sucedió a continuación merecía ser evocado, y se dedicó a evocarlo. La buena de Manolita, qué gran corazón demostró tener.


VUELTA AL INICIO DEL VIAJE DE MINIUSSIR A BRUSELAS.
Viernes 3 de febrero de 1815.
Un punto más entonado volvió a mirar por la ventanilla. Quizá se había dormido, porque los montes que divisaba no demasiado lejos eran la sierra de la Cabrera. La primera posta debía ser inminente. De ahí que su estómago carraspease. La vida sigue, se dijo a título de telón, despedida y cierre. Dios quisiera que Bruselas rebosara de aquello que tan gráficamente describiera la buena de Manolita. Dados sus veintiún muy saludables años, le hacía verdadera falta.


ÁLAVA SE INSTALA EN BRUSELAS.
Bruselas, miércoles 8 de febrero de 1815.
Álava llevaba dos días en Bruselas. Apenas había salido de la que algún día sería su embajada. La pareja que lo cuidaba no era un modelo de simpatía, si bien eran dispuestos y obedientes. El ignoto Miniussir cualquier día entraría por la puerta. Costaría esfuerzo, pero en unos días aquel caserón podría empezar a llamarse Residencia del Ministro Español sin que sintiera excesiva vergüenza.

General Álava y Esquivel

Aquella mañana se había levantado con la satisfacción de saberse al fin en casa. El día era magnífico para empezar su trabajo, pues cenar con el Príncipe Guillermo (heredero del Reino Unido de los Países Bajos), por placentero que pudiera ser, era su trabajo. Guillermo era un chico simpático, superficial y absolutamente britanizado, aunque sólo en la vertiente frívola del término. Para la «familia», el selecto grupo de aristocráticos ADC (Ayudantes de Campo) del que se rodeaba Wellington, era Slender Billy (Delgado Billy), y también Joven Sapo, en contraposición al Estatúder (Jefe Hereditario de las Siete Provincias) Guillermo (el Rey), su padre, de siempre Viejo Sapo. La mejor propiedad del Príncipe de Orange-Nassau (que cuando su padre recibiera la corona sería Príncipe de Orange a secas) era su capacidad de abrir puertas. Álava no creía que fuese a disfrutar en exceso de su compañía, pues los veinte años que le llevaba separaban demasiado sus gustos y sus aficiones, pero aquel era su buey, el único que poseía en aquella tierra extraña, y con él tendría que arar.


Guillermo I del Reino Unido de los Países Bajos
(Viejo Sapo) por Joseph Paelinck

ÁLAVA RECIBE A MINIUSSIR.
Bruselas, domingo 19 de febrero de 1815.
La casa número 8 de la Rue de l’Empereur ya se parecía bastante a lo que debería ser una embajada. Cuando menos eso pensaba el embajador, y de ahí que planease ofrecer un discreto banquete a sus dos cabezas de playa, el Príncipe Guillermo y Sir Thomas Graham (Teniente General Británico), a las tres o cuatro autoridades que de momento constituían su segunda línea de desembarco, encabezadas por el duque de Richmond (Secretario de Wellington) y Sir Charles Stuart (Embajador Británico), y a los que por entonces figuraban más arriba en su lista de caza, comenzando por el previsible primer ministro, el honorable Leopoldo de Limburg-Stirum (General de los Países Bajos que instauró la monarquía). A tal efecto estudiaba el comedor de la casa, cuya mesa era lo bastante grande como para sentar veinte comensales no excesivamente apretados entre sí. Estaba un tanto ajada por culpa de los siglos, aunque sus numerosas cicatrices bien podrían ocultarse bajo un gran mantel de hilo que la princesa (Teresa de Chimay, dueña del edificio) olvidó llevarse a París. Aquella labor de inspección la realizaba caminando lentamente con las manos cruzadas a la espalda, en compañía de su recién incorporado consejero de cuarta categoría (Miniussir).

–¿Qué tal el viaje? ¿Algún incidente?
–Nada de particular, Excelencia.
–Según creo, fue usted militar antes que diplomático, ¿no?
–Sí, Excelencia.
–Miniussir, cuando estemos solos me tratará de «mi general». En presencia de terceros, lo mismo. Ahora, cuando no esté yo presente y deba referirse a mí, dirá «el embajador». ¿Queda claro?
–Sí, mi general.
–¿Dónde sirvió?
–En la Guardia Valona, en los fusileros de Doyle, donde tengo plaza fija, y desde Salamanca en la plana mayor del general Morillo, cuarto ejército, primera división; así hasta mayo de 1814, mi general.

El embajador al fin comprendía lo bien que aquel granuja de Morillo se apañaba con los mensajes que le hacía llegar el golfo de Sir George Murray (el intendente de Wellington), o su segundo, el aún más alegre coronel De Lancey (Sir William De Lancey, futuro Intendente General de Wellington). Miniussir era la razón viviente de que nunca se quejara.

–¿Qué tal ha encontrado su cuarto?
–Excelente, mi general. La vista es muy hermosa.
(Álava) Sospechaba que la verdadera misión de (Miniussir) era informar cotidianamente a SCM (Su Católica Majestad). El caso era que, viéndole al natural, le inspiraba una cierta simpatía. Quizá por su manera de mirar, sorprendentemente noble.
–Cuénteme su vida. Toda. Desde que le destetaron hasta que llegó hace una hora.
Tono muy castrense, acompañado de un dedo índice que apuntaba, inquisitivo.
–Sí, mi general. A sus órdenes, mi general. Bien, pues…


ÁLAVA INDICA A MINIUSSIR SUS OBLIGACIONES.
El muchacho (Miniussir) se había ido a descansar, para después darse un baño y vestirse lo mejor que pudiera, pues aquella noche daría comienzo lo más duro de su incipiente vida profesional: asistir a una recepción del Príncipe Guillermo (hijo del rey). En ella (Álava) le presentaría en calidad de lo que a fin de cuentas era, un joven diplomático que hacía sus primeras armas, y tras eso le dejaría volar por su cuenta. (Álava) Le había explicado (a Miniussir) que aquella era una embajada equipada tan precariamente que no tenía secretario, de modo que las funciones administrativas serían su responsabilidad. Eso no significaba que fuese a privarle del derecho a padecer sus obligaciones diplomáticas, las cuales, por si no sabía en qué consistían, eran conocer a toda la gente que pudiera, mantenerse atento ante cualquier comentario que pudiese redundar en beneficio español, hacérselo saber para que resolviera si era o no de interés y, en general, ser consciente de que un diplomático no es otra cosa que un vendedor. De su patria, de su jefe y, siempre, de sí mismo, pues la influencia que pudiera ejercer sobre los demás no era otra que la de su país. Así pues, que se afanara en ser tan encantador como le fuera posible, aunque sin beber una gota.

Su instinto de militar le decía que si Fernando (Fernando VII) le había puesto allí era porque salía barato, porque así le dejarían en paz sus recomendadores y porque servir a las órdenes de un general mal visto debía repugnar a los elitistas diplomáticos de carrera.


RECEPCIÓN DEL PRÍNCIPE GUILLERMO.
La recepción que ofrecía el príncipe no era de las relajadas, sino muy formal, pues faltaba poco más de una semana para que se anunciara el nacimiento del Verenigd Koninkrijk der Nederlanden (VKN, Reino Unido de los Países Bajos).

Los embajadores importantes ya se habían establecido, y era obligatorio, por pocas ganas que tuviera el indolente Slender Billy (Billy el Esbelto. Príncipe Guillermo), ponerles a todos juntos y darles de beber, para que se fueran conociendo e hicieran lo propio con las fuerzas vivas del lugar, empezando por el nonato gobierno del VKN (Reino Unido de los Países Bajos), siguiendo con la corporación municipal, saltando a la nobleza local y acabando en la emigrada desde Inglaterra, con Su Gracia el Duque de Richmond encabezando la formación.

Sería una noche penosa y sin esperanzas de comer gran cosa, pero la vida diplomática es así de dura y a los dos (Álava y Miniussir) no les quedaba otra que resignarse. Los invitados a la recepción (lo mejor y más granado de la sociedad bruselense, la indígena y la británica) (proporcionarían) una excelente oportunidad para intercambiar información y también cotilleos, que si algo no escaseaba en Bruselas eran las murmuraciones.


EL REINO UNIDO DE LOS PAÍSES BAJOS (Apunte histórico).
Era, pues, un momento tan bueno como cualquier otro para explicar a su joven auxiliar (Miniussir) la razón de que la embajada existiera y a qué se debía que SCM (Su Católica Majestad) les hubiera enviado allí.

El VKN (Reino Unido de los Países Bajos) unificaría Holanda con las posesiones austríacas en Flandes y Valonia (Holanda, Bélgica y Luxemburgo).

Reino Unido de los Países Bajos

Nacía sostenido por Inglaterra, la cual lo consideraba vital. La Europa pos-1814 sería un lugar con muchos rescoldos e infinidad de cuentas por ajustar entre las potencias principales y las secundarias. Entre las más delicadas, las de Francia con Prusia. Francia era la potencia dominante de la Europa occidental, la más poblada y de industria más desarrollada. Prusia no se le acercaba, pero crecería si fagocitaba los principados y ducados de habla germana, gracias, sobre todo, a su ejército. Entraba en la lógica que volviese a dirimir sus diferencias con Francia en el campo de batalla, una costumbre que les entretenía con asiduidad desde hacía más de un siglo. Para evitarlo sería bueno interponerles una nación lo bastante grande para no ser un obstáculo despreciable y tan fiel a la Corona Británica que no diera un paso sin su consentimiento. La oportunidad se presentó a raíz de una sublevación contra los franceses a finales de 1813. Inglaterra, que la fomentaba, desplegó cuatro mil hombres en Amberes, bajo el mando de Sir Thomas Graham. Su propósito era establecer un estado títere; a eso se debía que los soldados de Sir Thomas aún siguieran allí. A Lord Castlereagh (Ministro de Exteriores Británico) no le costó convencer a los austríacos de ceder al que se llamaría Reino Unido de los Países Bajos sus posesiones en Flandes y Valonia, ni que los estados alemanes vecinos cedieran pequeñas fracciones de terreno a fin de que su territorio fuera viable. Castlereagh temía que la forzada unión entre los holandeses del norte, orgullosos de su idioma, comerciantes, industriosos y protestantes, con los valones del sur, francófonos, agricultores, encerrados en sí mismos y muy católicos, no acabaría bien, pero Inglaterra tenía práctica en aglutinar religiones, costumbres e idiomas diversos, de modo que a Lord Liverpool (Primer Ministro británico) no le parecía imposible que Guillermo I (Rey) lo pudiera conseguir, pese a lo difícil de su trato.

(La) disposición (de Guillermo) a no dejarse conducir por quienes le sentaron en su trono venía no sólo de la obstinación natural de los estatúder (La República de las Siete Provincias estaba presidida por un estatúder, cargo que sería el de un presidente de no ser hereditario. El último se llamó Guillermo V y fue expulsado en 1795 por los ejércitos de la Convención. Casado con la princesa Guillermina de Prusia, engendró al que con el tiempo sería Guillermo I del Reino Unido de los Países Bajos) sino de los vínculos familiares que le unían a Prusia, pues era hijo de una princesa prusiana (Guillermina) y cuñado del rey Federico Guillermo III. A eso se debía que la diplomacia británica se concentrara en su heredero (que) formado en Oxford, era más inglés que los ingleses.

Durante más de veinte años las provincias valonas fueron parte de Francia, sin desconsuelo de sus habitantes. Compartían idioma, religión, costumbres y sistemas administrativos, de modo que jamás constituyeron un problema para Bonaparte, a diferencia de Holanda y de las Provincias Flamencas. Unas realidades capaces de preocupar a cualquier estadista, de modo que la medida final de Wellington fue poner al mando de su ejército al Príncipe de Orange-Nassau (Guillermo, hijo del Rey), pretextando que su formación militar bajo las armas británicas le llevó a ser coronel en la Península (Ibérica) con apenas veintiún años. Al tiempo puso a sus órdenes (en realidad, lo contrario) al General Sir Thomas Graham y a su fuerza expedicionaria. El gobierno británico intuía que aquel VKN (Reino Unido de los Países Bajos) contra natura sólo se sostendría mientras sus bayonetas lo apuntalaran, lo que bien podría costar generaciones. Ésa era la razón de su fuerte presencia en Bruselas.


MINIUSSIR OFICIOSAMENTE COMANDANTE.
Castlereagh (Ministro de Exteriores Británico), tras la marcha de Wellington (al Congreso de Viena), designó embajador al avezado Sir Charles Stuart, a quien le bastaron dos semanas para controlar Bruselas, y con ella la creciente colonia de aristócratas en dificultades, con la suave firmeza de la diplomacia británica. Una labor en la que colaboraban, con fervor, las a juicio del Joven Sapo (Príncipe Guillermo, hijo del rey) verdaderas reinas de la ciudad, por demás afanosas en el servicio de la Corona: Lady Charlotte Greville (amiga y posible amante de Wellington), Lady Caroline Capel (autora, con sus hijas, de las famosas cartas de Bruselas) y la duquesa de Richmond (madre de varias hijas casaderas).

(Álava) -Esas tres brujas son las que mandan, mi joven amigo.
(Miniussir) -Esperan que las adoremos, a ellas y a sus temibles hijas.
(Álava) -Ándese con ojo, no le vayan a pescar. Su peligro no está en lo hechiceras que le puedan parecer. Es que sus dotes no valen nada. Y ahora (el carruaje se había detenido), al deber. Ah, por cierto: se va usted a zambullir en un barril que rebosa esnobs. Un capitán a media paga sería poco apreciado, de modo que a partir de ahora es usted mayor (comandante). ¿Se acordará? (el ascendido militar-diplomático sonrió al tiempo de asentir; le gustaba, el general Álava). Pues en marcha.


NACIMIENTO DE LA NUEVA NACIÓN.
Bruselas, martes 28 de febrero de 1815. Álava dormía plácidamente, pero una salva de cañonazos le devolvió a la vida. Era la manera que tenía Slender Billy (Príncipe Guillermo, hijo del rey) de hacer saber el nacimiento del VKN (Reino Unido de los Países Bajos) y que horas después tendría lugar la coronación del rey Guillermo I, en calidad de tal y de Gran Duque de Luxemburgo. Así también anunciaba que a lo largo del día se harían oficiales diversos nombramientos. El principal era el de Jefe Supremo de los Ejércitos, que recaería en él mismo, a partir de aquel momento Príncipe de Orange. Su lugarteniente sería Sir Thomas Graham, amablemente cedido por Inglaterra.

Príncipe Guillermo,
hijo de Guillermo I de los Países Bajos



NAPOLEÓN SE HA ESCAPADO DE ELBA.
Bruselas, domingo 5 de marzo de 1815.
Álava se había ido a la cama molesto por no izar su bandera, ya que la conformidad de Cevallos (Primer Secretario de Estado Español) seguía sin llegar. Quizá su jefe no tuviera claro cuál debería ondear en la Rue de l’Empereur 8 (Embajada Española), pues la que cien años antes implantara Felipe V (las armas de la casa de Borbón bordadas sobre un gran paño blanco), se vio tan arrastrada en Bayona que igual no convenía mostrarla. A todo eso se debía que, tras larga reflexión, decidiese izar la de Carlos III. En mayo de 1785 Don Carlos (Carlos III de España) eligió para los buques de guerra los colores rojo y amarillo, fáciles de identificar incluso en la peor de las nieblas. De ahí que aquel día se levantara con la decisión tomada. Acompañado de un consejero (Miniussir) que no veía la razón de tanta ceremonia, salieron a la calle y la izaron con toda la majestad que pudieron movilizar, que no fue mucha porque caían chuzos de punta.

–Mi general, ¿no estaremos metiendo la pata? Es que no sé si nadie reconocerá esta bandera.
–Ya lo harán. Es muy bonita, si se fija usted (el consejero levantó las cejas, escéptico). Es porque no es una bandera. Es una señal. Esta sólo nació para que nuestros serviolas distinguieran al amigo del enemigo. Es un instrumento funcional, no un símbolo dinástico. La belleza de los objetos, Miniussir, depende de su funcionalidad.


Napoleón escapa de Elba
por Joseph Beaume.

Habrían vuelto al interior de la embajada, pero se detuvieron al pararse frente a ellos el carruaje del Príncipe de Orange (hijo del Rey).
–Miguel (Álava), ¿no lo sabes? (el general negó con la cabeza, en gesto de perplejidad) Bonaparte se ha escapado. Más de un almirante debe andar preocupado por su pescuezo. ¿Qué cómo lo sé? Por un propio de Graham. Voy a verle, para que me cuente más. Vente luego y te pongo al día.

El embajador y su consejero (Miniussir) se miraban, perplejos.

–¿Y ahora qué pasará, mi general?
–Ni la menor idea. Sólo sé que debemos mandar un despacho. Además, nuestra embajada, la de Londres y la de Viena son las únicas en servicio con un embajador capaz de mandar mensajes. Bueno, y un consejero (se sonrieron).


MINIUSSIR SE ENAMORA DE LADY JANE.
Bruselas, martes 7 de marzo de 1815.
Miniussir caminaba de regreso a la embajada, tras haber pasado la velada en la casona de la Calle de la Blanchisserie (Residencia de la Duquesa de Richmond) que Lord Hay llamaba wash house (el lavadero). Lord Hay era un caballero dos años más joven y de similar apostura, si bien ahí acababan las similitudes. Como buen primer hijo varón de un duque riquísimo eligió la carrera de las armas, siendo su primera misión ocupar Amberes como ADC (Ayudante de Campo) de Sir Thomas Graham. La llegada (a Bruselas) de los Capel, los Creevey, los Lennox y muchos otros más fue muy celebrada por los oficiales de Sir Thomas, no sólo por su agradable talante, sino porque las jóvenes aborígenes se animaban a disputar a las vírgenes inglesas los mejores ejemplares, entre los que Hay destacaba con luz propia. Las señoritas Lennox (hijas de la duquesa de Richmond) ocupaban el centro de la vida social británica. Muy unidas a las Capel, entre todas controlaban no sólo a los más cotizados oficiales de Sir Thomas, sino a cualquiera en situación de ser cazado, aunque fuese cuarentón. De ahí que los seres exóticos, del estilo del joven consejero español (Miniussir) tan bien presentado por el general Álava, fuesen recibidos y aceptados con el mismo agrado que, por ejemplo, Lord Hay. La velada de aquella noche se había convocado para leer lo último de Londres. La mente que cocinaba el guiso, la emprendedora y resuelta Lady Mary Lennox (hija de la duquesa de Richmond), no pretendía crear un salón literario al estilo de la Récamier  pero sí organizar un club de lectura donde con alguna regularidad se reuniese la flor y la nata de los caballeros casaderos. A eso se debió que coincidieran Miniussir y Lord Hay.

Miniussir no era un tipo inseguro. Se sabía bendecido con el supremo don de ser muy guapo, aunque de sus escarceos en el círculo donde reinaba Lady Mary sacaba penosas conclusiones. Una, que no era el varón más hermoso. Dos, que tampoco era el más elegante. Tres, que sin duda era el que tenía menos dinero. Eran evidencias de las que determinan una comprensible contención y una prudente censura de las propias audacias, lo cual le hacía sentir un pesar considerable. La razón de que las encontrara poco llevaderas era Lady Jane, la cuarta de las Lennox. Bella, dulce, siempre sonriente aunque usualmente silenciosa, verla por vez primera le supuso un amor a primera vista del que no se recobraba. Como sucedió con todos sus amores anteriores, era incapaz de respirar si no estaba cerca de su amada, quien, a la hora de bailar un vals, no parecía molestarse si alguna vez la estrechaba un poquito más de lo protocolario. Lo malo era que Lord Hay la estrujaba mucho más, de lo que tampoco se quejaba. El maldito Hay, que no podía caerle mejor, parecía llevarle ventaja en la lucha por el corazón de la joven dama. Un suplicio, como casi todos los episodios de amor imposible que atesoraba en su memoria, pero algo bueno le debía: gracias a Lady Jane ni se acordaba de la ya difuminada Maite (hija de Don Antonio Cabal, de la casona del paseo de la Hortaleza de Madrid). Si algo hacía bien, era eso precisamente: olvidar.


ÁLAVA LEE SU CORRESPONDENCIA.
Bruselas, viernes 10 de marzo de 1815.
Álava (leía su correspondencia). Había invitado a cenar a Sir Thomas Graham, que acudiría con Lord Hay, su más distinguido ADC (Ayudante de Campo). Para equilibrar contaba con Miniussir, de quien sabía por terceros que no se orientaba mal en el proceloso mar de la sociedad británica. No lo criticaba, pues por algún sitio se ha de comenzar, aunque intuía que la presencia en sus aguas de jóvenes atractivas y tentadoras influía en su talante mucho más que la siempre aburrida necesidad de fabricarse contactos.

La primera carta interesante procedía de la semideshabitada embajada en París; la enviaba el mayordomo por cuenta del ignoto Almenara (José Martínez Hervás, marqués de Almenara, ministro afrancesado español que se exiló tras la caída de Napoleón), que al fin daba señales de vida. Según decía, la situación no era la mejor para reclamar los 96 cuadros sustraídos de la Real Academia de San Fernando. Añadía que allí, en París, los que pensaban que Napoleón prevalecería sobre Luis XVIII ya eran más que los defensores de lo contrario. Se despedía con gran cortesía, diciendo que, una vez viera claro, escribiría de nuevo. Álava se lo quedó pensando. Si al final del proceso iniciado en Golfo-Juan el inquilino de Las Tullerías fuese Bonaparte, aquel cínico Almenara no mostraría otra vez su desvergüenza, porque lo último que haría el otro sería devolver un cuadro, y menos aún a Fernando (VII de España). Debería explicárselo a Cevallos (Primer Secretario de Estado Español).

Reparó la (segunda) carta, en cuyo sobre figuraba no sólo su nombre y su dirección sino (el) escudo de los príncipes de Chimay (la Princesa Teresa de Chimay fue la que prestó alquilada su mansión de Bruselas al Embajador Álava). Comenzó a leer. La princesa dio a luz a la última de sus hijas. Con ella le vivirían siete cachorros de once paridos, estando la mayor en trance de casarse aquella primavera.

La (tercera) (carta, también de la Princesa de Chimay, decía) que la situación en París no podía ser peor; siendo preocupante antes de la fuga del Ogro (Bonaparte), había vuelto a los tiempos del Terror. Las calles volvían a verse tomadas por partidas de revolucionarios, la policía no se dejaba ver y el ejército tampoco. A eso se debía que no saliera de su hotel, pero según avanzaban los días veía que quizá no fuera suficiente cuando al populacho le diera por asaltar palacios. Si eso ya era espeluznante, pensar en un París con el Corso (Bonaparte) en Las Tullerías le daba pavor. De ahí su decisión de buscar refugio en su castillo (de Chimay), con sus hijos. Allí se quedarían en tanto la situación no evolucionase, para bien o para mal. Monsieur Riquet (marido de la Princesa de Chimay) se quedaría en París. Álava no dejaba de pensar que las cosas (en París) podrían estar peor de lo que se comentaba en Bruselas. La carta de la princesa decía que le gustaría muchísimo se dignara visitarla, se quedase algunos días y le trajese noticias de Bruselas. Lo más sospechoso era ese inquietante comentario de que allí, en Chimay, se vería muy sola, sin marido y sin amigos.


COMIENZAN LOS CIEN DÍAS.
París, lunes 20 de marzo.
Un día para recordar. (Napoleón) lo disfrutaba con morosidad, paladeando hasta el último de sus minutos. Lo inició temprano, al dejar Sens camino de Fontainebleau. Por doquier se le aplaudía y se le vitoreaba. El país se le rendía, y nadie que contemplara su paso podría ponerlo en duda. Dejó Fontainebleau a las dos de la tarde, hacia París, donde gualdrapeaban cientos de banderas tricolores. La carrera, lentísima y estrechada por la histérica multitud, la cubrían los regimientos de Cazadores a Caballo 1º, 4º y 6º, así como el 6º de Lanceros. Bajo un sol radiante, Napoleón en todo su esplendor.

Regreso de Napoleón de la isla de Elba
por el
barón Charles-Auguste-Guillaume de Steuben (1788–1856).


ÁLAVA CON LA PRINCESA DE CHIMAY.
Chimay, domingo 26 de marzo de 1815.
El embajador (Álava) había dejado Bruselas a la salida del sol. El propósito principal de su misión era pasar dos o tres noches en la hospitalaria compañía de su casera (la Princesa Teresa de Chimay), cuya última carta recordándole su promesa de visitarla era de seis días antes. El secundario era satisfacer una petición de Billy (Príncipe Guillermo): ver cómo de impenetrables eran las fronteras.

En otro tiempo (a Álava) le habría encantado ser seducido por una dama tan imponente como la princesa, pero desde aquel fatídico tiro en Dueñas (parece que Álava sufrió un disparo en los genitales que le mermó su virilidad) sentía una justificada desconfianza en el otrora más alegre de sus huesos; nada le horrorizaría más que no dar la talla en un encuentro que, cada minuto que pasaba, consideraba más y más de temer. La princesa le recibió con la ceremonia reservada para los grandes personajes. Su cortesía no sólo era cálida. Pese a que dos tercios de su vida los había pasado de francesa, la espontaneidad de sus modales, no podía ser más española. Tras la primera salva efusiva, celebrada en el jardín y a la vista de la servidumbre, tocaba presentar respetos a la prole del castillo, que formada en número de siete le observaba con frialdad.

Teresa Cabarrús
Madame Tallien. Teresa de Riquet.
Princesa de Chimay. Notre Dame Thermidor.


En el comedor había dispuesto la princesa una mesa para catorce comensales. Según aclaró mientras le mostraba la casa, ella y su marido mantenían en Chimay una pequeña corte con la que compartían los placeres de la vida, siendo la música el principal.

(Álava) –Su Majestad (Luis XVIII de Francia) cruzó la frontera el día 23 y la casa real lo hizo el 25. A estas horas están en Gante, cómodamente instalados (huida del Rey durante Los Cien Días).

–Le veo muy al corriente de lo que sucede, señor embajador, ¿por qué no nos pone al día?
(Álava) –Según parece, la vida en París ha mejorado. No hay disturbios ni protestas, ni a nadie le ofende que la bandera sea otra vez tricolor. Los puestos vuelven a estar abastecidos y los precios han bajado; no se debe a ninguna orden imperial (Napoleón), sino a que los intermediarios recuerdan cómo las gastaba Bonaparte con los especuladores. También se nota en la seguridad de las calles. El ejército vuelve a ser visible, además de la gendarmería, de modo que la gente ya se atreve a pasear sin temor.

–Dicen que ya no hay censura. ¿Sabe si es verdad?
(Álava) –Sí, desde hace una semana. Quizá Bonaparte se haya vuelto demócrata.
–¿Bonaparte demócrata? Nadie que le conozca podría pensarlo. Es del todo imposible. La princesa se mostraba categórica.
–¿Piensa que habrá guerra, embajador?
(Álava) –Me temo que sí. Las potencias han hecho público que de ningún modo le consideran legitimado para el trono de Francia, y que si el precio de volverle a enjaular es la guerra, pues habrá guerra.
–¿Cuándo piensa que comenzará?
(Álava) –Nadie puede contestar a eso. La situación es confusa, los planes de movilización de los aliados principales no han sido anunciados y no parece que los seiscientos mil hombres necesarios para marchar sobre Francia puedan estar listos antes del verano. En cuanto a Bonaparte, tampoco estará en condiciones de atacar antes de dos meses. Movilizar trescientos mil hombres no es cosa que se pueda improvisar, y no porque no los tenga, sino porque le faltan armas, municiones, caballos, artillería y carruajes. Dice que quiere la paz, pero bien sabe que no la tendrá. De ahí que se prepare para lo único donde se siente a sus anchas: la guerra.
Sabía más de lo que podía explicar, pues raro era el correo de Viena que no trajese algo de Wellington; en el último incluso le avanzó que dentro de poco se verían en Bruselas, donde le gustaría que se incorporase a «la familia», una expresión que para nadie significaría nada, salvo a sus próximos.
–¿Estaremos a salvo aquí?
(Álava) –Tomará la iniciativa contra los más peligrosos, los resueltos a llegar hasta el final, seguro de que si los derrota los demás negociarán.
–¿Y ésos son los ingleses?
(Álava) –No, los prusianos. Son los que más tienen que ganar.
–Pero están más al sur, ¿no?
(Álava) –Me temo que no. El camino natural de Bonaparte para vérselas con los prusianos, sacando del juego a los ingleses, pasa por Lieja y Aachen. Chimay no está en la senda lógica, pero sí Beaumont y Philippeville. Aunque lo normal será que aquí se oigan pocos tiros, alguno sonará.
–¿Por dónde andan ahora, los prusianos?
(Álava) –Entre Aachen y Koblenz. Son unos ciento cincuenta mil, según mis informes.
–¿Y quién los manda? ¿El mismo bestia de Blücher? (príncipe Gebhard-Leberecht von Blücher, alias Viejo Caballo de Guerra).
La mesa sufrió un estremecimiento colectivo; la mayoría de los sentados a ella vivieron el desdichado París de 1814, con las calles rebosantes de uniformes y donde todo el mundo pronto comprendió que los más de temer eran los prusianos.
(Álava) –Eso tengo entendido. Ahora es príncipe, por cierto.
–Príncipe o no, es un completo animal.
Desde ahí la princesa se lanzó en una catarata de anécdotas espantosas sobre la ocupación prusiana, la criminal permisividad de sus mandos y las nefandas acciones del cafre que los mandaba. Era claro que si algo temía no era un Napoleón que, dentro de lo que cabía, pasaba por civilizado; era ese dragón prusiano que respiraba fuego por los belfos.

* * *

La velada concluía. El general (Álava) suponía con optimismo que bastaría una leve inclinación de cabeza, junto a su mejor sonrisa, para desde ahí buscar el camino de su catre, pero la princesa tenía otros planes. El castillo, a la luz de la luna, ofrecía unos juegos de luces y sombras en verdad cautivadores. El general admitía que aquel panorama resultaba encantador. Contribuía bastante a su benévolo talante que la princesa siguiera colgada de su brazo. (Esto) causó en el noble general la inesperada sorpresa y la gran alegría de comprobar que había vuelto a sufrir efectos convencionales, lo que desde hacía treinta meses consideraba parte del pasado, de tiempos muy pretéritos que jamás regresarían

–Eres una mujer estupenda, Teresa.


ÁLAVA Y TERESA HABLAN DE NAPOLEÓN Y WELLINGTON.
Chimay, jueves 30 de marzo de 1815.
–¿De veras no puedes quedarte otro par de días?
–Mañana debo verme con Guillermo (Rey de los Países Bajos), y no será un simple acto social. Ahora, tú sí podrías venir por Bruselas.
–Bruselas no me gusta mucho. Bruselas es un burdel, y será peor a medida que lleguen más oficiales ingleses. Las que se afanan en cazarlos no son sólo las indígenas, sino las propias inglesas. Las que van de aristócratas excelsas, como la Richmond, son las más insoportables.
Álava la contemplaba con admiración. Teresa tenía trece años más que Loreto (esposa de Álava), pero a pesar de sus once partos era incomparablemente más atractiva que su devota, virtuosa y bondadosa esposa.
–Tú conoces a Napoleón, ¿verdad?
–Ya lo creo. Hace veinte años, recién llegadito de su pueblo, nadie le hacía caso. Era muy guapo, de facciones afiladas ciertamente lindas, pero muy bajito, y delgadísimo, como si sólo comiese un día de cada cuatro; tenía un aire insignificante, de pobre diablo acomplejado por su acento y por no tener un franco, aunque si reparabas en su mirada te dabas cuenta de que había en ella un punto de peligro, de ser capaz de ir mucho más lejos de donde cualquier otro frenaría. Si le conocí fue porque Barras (amante de Teresa y principal líder político del Directorio entre 1795-1799) le prohijaba. Necesitaba un perro de presa, y él quería morder a todo el mundo. En realidad nunca estuvimos juntos, al menos de un modo formal. Yo tenía veintiún años y estaba encantada de vivir. Justo lo que Napoleón jamás había vivido. No me lo tomaba en serio, pero me conmovía verle adorarme. Mientras estuviera como estaba debía labrarme un porvenir, porque después ya no habría oportunidad, e intuía que con él jamás tendría uno. Tampoco lo tendría con Barras. A él no le importaba con quién me veía ni qué cosas hacía, y aún menos que mimase a uno de sus protegidos. A eso se debió que durante un par de meses Napoleón y yo compartiéramos alguna siesta.

Barras Napoleón

–¿Y qué tal era?
–Pues aburrido. Secuencial. A él sólo le cabe una idea en la cabeza. Una cada vez. En ella deposita toda su energía. A veces resultaba gracioso. Llegaba por la tarde, impecablemente uniformado. Sin hacerse anunciar subía las escaleras de dos en dos y entraba en mis habitaciones. Su manera de hacer el amor era como asaltar una fortaleza. En ocasiones hasta me preguntaba cómo podría ser un futuro con él, pero una tarde cayó en la cuenta de que algo pasaba. Cuando supo que aquello sería mi tercer hijo, y Barras el padre, se levantó de un salto y se largó a la carrera. No volvió. De mi cama saltó a la de Rose (Josefina) y así desapareció de mi casa, que no de mi vida.
–¿Le seguiste viendo?
–Pues claro. Rose y yo éramos íntimas, cuando se casaron yo fui la testigo de Rose. Pero un buen día él volvió de Siria, o Egipto, y todo cambió. Semanas después dio su golpe de estado, el del 18 Brumario, y le hicieron cónsul. Al poco, yendo yo a ver a Rose, a quien siempre llamé así pese a que le cambiara el nombre, un coronel me dijo que tenía prohibido el acceso a la residencia consular. Él la repudió. Habría querido decirle adiós, pero se murió tan de repente que cuando me llegó la noticia ya estaba enterrada.
–Wellington me dijo que pasó por aquí en agosto, y que así fue como te conoció.
–Cierto. Es un gran tipo, Arthur. No sólo es un caballero, sino que además tiene algo muy bueno: en su cabeza caben muchas cosas. Por enamorado de Juliette (Madame de Récamier) que pueda estar, es capaz de hacer una vida normal, y hasta de amar a otras mujeres. Y de cuidar a sus amigos. Tú debes de ser de los que más quiere (Álava elevó las cejas, un punto sorprendido); lo digo porque no eres inglés. Los ingleses se sienten impelidos a venerarle; por eso él no acaba de fiarse de los suyos, pero tu caso es distinto, porque tú no tienes ninguna obligación para con él.


ÁLAVA INTENDENTE GENERAL DE WELLINGTON.
Bruselas, martes 4 de abril de 1815.
(Wellington) –Te apuntarías un tanto si fueras a ver a Luis (XVIII de Francia) y le rindieras pleitesía.
(Álava) –No podría decir que vengo como embajador, y siendo así lo normal será que ni me reciba.
–Mañana le hablaré de ti. Antes de salir para Bruselas escribí a Fernando (VII de España) para sugerirle que aprovechara tu presencia en Bruselas para una doble misión, en el criterio de que las realizarías a plena satisfacción, para él y para la causa común. La primera, incorporarte a mi ejército en calidad de comisionado suyo, en igualdad de condiciones con el ruso Pozzo di Borgo y el austríaco (Barón Karl von Vincent). La segunda, representarle ante la corte de Luis (XVIII). Necesito un QMG (Intendente General) de verdadera talla, y quería pedirte que lo fueras, en tanto me den uno que lo haga no mucho peor que tú.
–¿Por dónde anda Murray? (Barón Sir Jonh Murray, general de Wellington en la guerra de España).
–En Canadá. En cuanto a De Lancey (Sir William Howe De Lancey, Intendente de Wellington en la guerra de España), la situación no es mucho mejor, porque se casó hace unos días. Lowe (Sir Hudson Lowe, Intendente General de Wellington) ya sería nefasto de soldado raso, así que piensa en los efectos a que podría dar lugar en el segundo puesto del ejército. Mientras le deba soportar aquí le mantendré sepultado en papeles. Por eso me haces falta, Miguel. Mientras no llegue De Lancey necesito un QMG (Intendente General). No me dejes tirado, amigo mío.
–Sabes que puedes contar conmigo, pero no soy capaz de imaginar cómo lo haremos.
–Será fácil. Tendrás, como todos los comisionados, un despacho cerca del mío. Estarás presente cuando discutamos algo en lo que debas participar, te harás con la documentación, compondrás las órdenes y me las pasarás. Yo las firmaré y haré que se tramiten. Hill (General Rowland Hill, Jefe del 2º Cuerpo de Ejército de Wellington) tiene un teniente coronel, un tal Charlie Brokeal que quizá recuerdes de la Península. Se lo pediré prestado y lo pondré a tus órdenes, aunque formalmente a las mías. Cuando no deba firmar yo, que lo haga él, en mi nombre. Lowe pensará que me lo salto, pero no sospechará que su trabajo lo haces tú. Es, tras Labrador (Embajador de España en Viena), el tipo más idiota con el que me haya cruzado jamás.
–¿Conociste a Labrador?
–Para mi desdicha. Tardaréis lustros en valorar lo que os ha costado tenerle ahí, en Viena (Congreso de Viena).
–¿Damos un paseo hasta la wash house (el lavadero, residencia de la duquesa de Richmond)? Se ha quedado una noche magnífica.

General Álava Wellington
por sir Thomas Lawrence

PASEO INFORMATIVO DE ÁLAVA Y MINIUSSIR.
Bruselas, martes 25 de abril de 1815.
(Álava y Miniussir salieron) a pasear por el hermoso Warandepark (el nombre oficial del Parc Royal), para luego ir a dar cuenta de un vigorizante almuerzo,  tras una jarra de buena cerveza, en una taberna de la Grand Place que desde 1697 y en honor de Don Carlos II el Hechizado se llamaba El Rey de España.

(Álava) –Nuestro duque de Ciudad Rodrigo (Wellington) no sufre un jefe de estado mayor. Él es su propio jefe de estado mayor. Se sirve de un ayudante general, Sir Edward Barnes. Ah, ¿le conoce? ¿De la wash house? ¿Que anda detrás de Lady Georgiana Capel, sospecha usted? Lady Georgiana no creo haya cumplido los veinte, y Sir Edward tendrá dos o tres menos que yo. Como le contaba, Sir Edward se ocupa de los asuntos administrativos. Wellington, además de con él, cuenta con un secretario militar, Lord Fitz-Roy Somerset, cuya función es llevarle la correspondencia, contestar en su nombre las cosas que no le apetece contestar él mismo y recordarle sus compromisos. Se sirve también de un intendente general. Hoy por hoy es Sir Hudson Lowe, aunque no cuenta con él. Cuestión de confianza, ya sabe usted cómo es el duque, dentro de poco llegará un recambio de su gusto y al que usted conoce, Sir William de Lancey, con lo cual podré volver a dedicar tiempo a la embajada, pero ésa es otra historia.

A Miniussir le habría gustado saber para qué diablos el general le contaba todo eso. Se preguntaba cuándo acabaría la tortura cuando vio acercarse un alegre grupo. Lo acaudillaba Lord Hay, al que acompañaban tres oficiales igual de resplandecientes. Intercaladas entre los cuatro, Lady Georgiana Capel, Lady Sharah Lennox y su hermana Lady Jane (las dos últimas, hijas de la duquesa de Richmond), colgadas de los brazos de aquellos viriles, marciales y adinerados caballeros. Lady Jane escoraba más del lado de Lord Hay que del otro, el de Lord Saltoun, un coronel escocés que mandaba no sabía él cuántos puñeteros regimientos. Una escena que Miniussir contemplaba concentrado en los ojos de Lady Jane, que por entonces volcaba su no desdeñable arqueo en el también cuadrado Lord Hay, al que parecía observar con reprobable adoración. Era claro, convenía consigo mismo el apenado consejero (Miniussir), que mejor haría enamorándose de otra. Lo malo era que no podía. Le resultaba, simplemente, imposible.


ÁLAVA RECIBE LA CONFIRMACIÓN DE COMISIONADO ESPAÑOL ANTE LUIS XVIII Y ANTE WELLINGTON.
Bruselas, domingo 14 de mayo de 1815. Álava releía la última carta de Cevallos (Primer Secretario de Estado Español). Le comunicaba que, por orden de SCM (Su Católica Majestad, Fernando VII), a partir de aquel momento debería encargarse, adicionalmente, de su representación ante Su Majestad el rey Luis XVIII (de Francia). También le hacía saber que debería cuidar los intereses de Su Católica Majestad (Don Fernando) ante Su Excelencia el duque de Ciudad Rodrigo (Wellington), quedando facultado para participar en las acciones militares que requiriesen su presencia, lo cual había comunicado al secretario de Guerra, acompañando copia del oficio en que lo hacía:

Excmo. Señor:
El Rey NS
(Nuestro Señor) se ha servido resolber que por ahora e interin se determina que la partida de su embajador cerca de SMC (Su Majestad Católica) el Rey de la Francia pase al teniente general Dn Miguel de Alava, con el mismo carácter que en el dia de hoy tiene en la corte de Olanda cerca de aquel otro soberano, con el objeto de mantener las relaciones de amistad y buena armonia que de tiempo han subsistido entre ambos Gobiernos. Al mismo tiempo ha resuelto SM (Su Majestad) que el referido Dn Miguel de Alava, siempre que lo juzgue conveniente al Real Servicio, se traslade al quartel general del Duque de Ciudad Rodrigo (Wellington), para dar desde alli las noticias de las operaciones de este y de los demas ejercitos convinados, que pueden servir de mucha luz a las medidas de los nuestros, cuya disposicion comunico a VE (Vuestra Excelencia) de Real Orden, para su conocimiento y por si hubiese que comunicarle asuntos relativos al Ministerio de su cargo.

Dios guarde a VE muchos años
Palacio, 26 de Abril de 1815


Excmo. Sr. Dn. Francisco Ramón de Eguía, Secretario del Despacho de la Guerra.




WELLINGTON CONVERSA CON ÁLAVA SOBRE LAS TROPAS EN CONFLICTO.
Bruselas, domingo 14 de mayo de 1815.
(Wellington) –Las patrullas de Dörnberg (general, Baron Wilhelm Caspar Ferdinand de Dörnberg) confirman una importante concentración de infantería francesa, unos cincuenta mil hombres, entre Charleville y Valenciennes. Grant (Sir Colquhoun Grant, General de Caballería Británica) lo confirma, y añade que alrededor de Laon se ha reunido una fuerza que podría estimar en medio cuerpo de ejército. Zieten (Jeje del I Cuerpo del Ejército Prusiano) dice, a su vez, que unos ulanos suyos se toparon hace dos días con una columna francesa. Sucedió en Nalinnes, al sur de Charleroi. Nadie disparó. Los otros dieron media vuelta y volvieron a sus líneas, pero uno de sus infantes se quedó atrás, gracias a eso fue apresado, motivo por el cual sabemos que iban de Longwy a no sabía él dónde. Para ser el primer prisionero que hacemos, nos ha salido un perfecto idiota, el QMG (Intendente General Álava), de brazos cruzados, asentía. También informa que sus patrullas mantienen identificadas unas cuantas divisiones, desplegadas frente a su cuerpo de ejército y que suman no menos de treinta mil hombres. Ha enviado copias a Constant Rebecque (Jefe de Estado Mayor de Wellington), en la sospecha de que habrá otro tanto entre Beaumont y Maubeuge. ¿Cómo lo interpretarías?

Álava meditó las palabras.

(Álava) –Confirma que sus objetivos sois tú y Blücher (Jefe del Ejército Prusiano). Schwarzenberg (Jeje del Ejército Austríaco), no. Aun así no parece que haya movilizado gente suficiente, si bien se acerca, todavía le falta para llegar a situación de ataque. Lo difícil de profetizar es cuánto le falta, si son días o semanas.

Wellington torció el gesto. Sus datos señalaban la posición de casi toda la infantería de Bonaparte, aunque no su caballería y aún menos su artillería. Fouché no hacía del todo bien su trabajo (en aquel momento ejercía de espía contra Napoleón).

(Wellington) –Cambiando de asunto, ayer me llegó una indiscreción. Sucede que la situación económica de Blücher y Gneisenau (Ejército Prusiano) es catastrófica. La manutención la financian «a la prusiana», diciendo a los campesinos saqueados que presenten las facturas al Rey Guillermo (Reino Unido de los Países Bajos), pero su gente y sus caballos necesitan más cosas que alimento y forraje. Cuando se les acabó el dinero que traían no les quedó más remedio que avalar a su propio Ejército Prusiano, respondiendo con su patrimonio de las deudas en que se vean obligados a incurrir con la casa de banca que me ha dado el soplo.

(Álava) –No me lo puedo creer.
(Wellington) –¿Que se hayan entrampado por su rey (Federico-Guillermo de Prusia), o que su banquero me lo cuente?
(Álava) –Las dos cosas, aunque si me apuras encuentro peor la primera. Wellington asintió, pensativo. Le horrorizaba el sólo pensar en avalar la financiación del Ejército de los Países Bajos, mucho más caro que aquel espartano Ejército Prusiano. Cómo se comportaría la canalla prusiana cuando rompiese marcha por los idílicos campos de Francia. Lo último que necesitaba era una insurrección popular. Debería discutirlo con Blücher (Jefe del Ejército Prusiano), y mejor si Gneisenau estaba presente. A efectos prácticos, y aun siendo lamentable, Blücher no pintaba nada.


WELLINGTON RECIBE INFORMACIÓN SOBRE LA CABALLERÍA DE BONAPARTE.
Bruselas, miércoles 17 de mayo de 1815.
Wellington desayunaba con Pozzo (Pozzo di Borgo, Comisionado diplomático del Gobierno Ruso), el ejemplar que mejor ilustraba el concepto mercenario civil que tan caro debía de ser para el Zar. Vincent (Comisionado de Austria) y Álava (Comisionado de España) eran militares y sabían qué cosa eran las guerras. El mayor mérito de Pozzo era el haberse ganado la confianza de Luis XVIII, al punto que, según contó aquella mañana, le había designado miembro de su Consejo Privado pese a ser el embajador del Zar. Despidió a Pozzo tan delicadamente como pudo, recordándole que a la noche cenarían juntos. Ellos, el Príncipe Guillermo (hijo del Rey) y los embajadores en Bruselas, así como los otros dos comisionados.



* * *

Wellington se dirigió al despacho de Müffling (Representante de Blücher ante Wellington), donde supo que Blücher (Jefe del Ejército Prusiano) aceptaba la invitación que le transmitió a través de Hardinge (Comisionado Británico en el Ejército Prusiano) para revistar la caballería del Ejército de los Países Bajos los días 28 y 29 de mayo. Pretendía que fuera una buena oportunidad de mejorar relaciones. Así, pidió a Müffling que trasladase a Blücher lo encantado que se quedaba, y que Lord Fitz-Roy Somerset (Secretario Militar de Wellington) le haría llegar el programa.

* * *

La condesa Kielmansegge acababa de llegar. Traía en sus enaguas un informe de Fouché redactado en tinta invisible donde daba detalles de la fuerza de caballería con que Bonaparte reforzaría el ya desplegado Ejército del Norte Francés. El traslado a los puntos de concentración, Lille o Valenciennes, concluiría en los primeros días de junio; tras eso, decía Fouché, todo estaría listo para iniciar hostilidades. El Ejército del Norte contaría con veintidós mil jinetes, de los que cuatro mil seiscientos serían ligeros, ocho mil ochocientos medios y seis mil seiscientos pesados. A juicio de Wellington y de su QMG (Intendente General Álava), al que llamó nada más la dama desapareciera, la información era lo bastante importante como para compartirla con Uxbridge (Jefe de la Caballería de Wellington), que tras haber copado el Hotel d’Angleterre se afanaba en convertir los diez mil quinientos jinetes de sus ocho brigadas en una fuerza capaz de medirse con sus iguales franceses.


EXHIBICIÓN DE LA CABALLERÍA DE WELLINGTON ANTE LOS MANDOS PRUSIANOS.
Bruselas, lunes 29 de mayo de 1815.
Uxbridge (Jefe de la Caballería de Wellington) había echado el resto. Sus diez mil jinetes evolucionaban como en un ballet. Blücher (Jefe del Ejército Prusiano), componía un gesto de aprobación, lo mismo que Zieten (I Cuerpo de Ejército Prusiano), Pirch (II Cuerpo de Ejército Prusiano), Thielmann (III Cuerpo de Ejército Prusiano) y Grolman (Intendente General de Blücher). Bülow (IV Cuerpo de Ejército Prusiano) parecía de piedra, si bien Wellington ya sabía que aquel era su gesto para todo. De Gneisenau (Jefe de Estado Mayor Prusiano) no se podría decir que disfrutase, su expresión era la de uno que se hallaba a muchas millas de allí. Según Müffling (representante de Blücher ante Wellington) explicara en una cena con Álava, (Gneisenau) sólo vivía para idear, planear y maquinar. A eso se debía que fuera tan difícil seguirle cuando enunciaba cualquier cosa, un avance o una retirada, un ataque o un atrincherarse.

Sir Henry Paget, Lord Uxbridge
(Jefe de la Caballería de Wellington).

La parada se celebraba en una llanura limitada por el Dendre y cerca del cuartel general de Uxbridge (Jefe de la Caballería de Wellington), al que no le fue fácil encontrar un terreno suficientemente amplio. El problema, se dijo Álava, era que aquello valdría para la revista de Blücher, pero cuando empezaran los cañonazos, y dado que toda Valonia era un campo de cultivo, los ejércitos tendrían problemas para verse los unos a los otros. El asunto le preocupaba lo bastante como para pensar en alguna táctica de reconocimiento que impidiera disparar contra los propios camaradas, aunque de aquello bien podría ocuparse De Lancey (Intendente General de Wellington), cuya llegada era inminente.

Además de Blücher, Wellington y sus séquitos, asistían el duque de Berry (sobrino de Luis XVIII), el de Braunschweig-Wolfenbüttel (Federico Guillermo, duque de Brunswick-Wolfenbüttel), los comisionados en los dos ejércitos y una nutrida representación de la mejor sociedad bruselense, la cual no conseguía que Wellington le hiciera el menor caso. Su atención seguía fija en sus escuadrones, y no porque disfrutara con la coreografía de Uxbridge (Jefe de su Caballería), sino porque aquella vistosa fuerza no era ni la mitad de la que alinearía Bonaparte; por si fuera poco carecía de lanceros y coraceros.

Tras la parada venía la revista. La encabezarían Blücher y Wellington, a los que seguirían, emparejados, los demás. Álava se vio junto a Gneisenau, que fue quien habló primero, al dejar caer que si Wellington quería intimidarle lo había conseguido. La caballería británica era extraordinaria y le gustaría contar en sus filas con algo similar, aunque a ese nivel de destreza, potencia y riqueza ellos no podrían llegar en muchos años. Aun así, pese a la gran admiración que sentía por aquellas brigadas, algo echaba en falta: los ulanos. El Príncipe Blücher se acercaba. No llegó a entender qué decía el majestuoso anciano (Blücher) a su Generalstabschef (General de Estado Mayor Gneisenau), pero Miniussir, que no estaba lejos, las tradujo por «magnífico ballet; ya veremos si estas bailarinas saben comportarse frente a los lanceros de Bonaparte».

Siguió una cena en el cuartel general de Uxbridge (Jefe de la Caballería de Wellington). Una cena de soldados, de compañeros de profesión, y los militares rara vez no acaban por entenderse. A la relajación general contribuía la cuidadosa distribución de asientos, obra de Álava; con delicadeza de diplomático los había repartido por idiomas, de forma que nadie quedara descolgado. Presidiendo la larga mesa, uno frente a otro, el príncipe y el duque. Junto a Blücher, Müffling, en su habitual papel de orejas y boca de su mariscal, y el Duque Braunschweig-Wolfenbüttel, que si bien no era un amante de los prusianos opinaba bien del príncipe; ambos pasaron un buen rato, justo lo que pretendía Wellington, quien se veía flanqueado por Gneisenau y Thielmann, de los cuatro comandantes de cuerpo de ejército el que hablaba un mejor francés. Un irlandés entre dos sajones renegados, se decía el irónico Álava flanqueado por Lord Hill (II Cuerpo de Ejército de los Países Bajos) y el príncipe de Orange (hijo del Rey), los tres haciendo frente a Zieten, Hardinge (General británico. Comisionado en los cuarteles prusianos) y un hierático Bülow que ni allí perdía su espléndida expresión de no haber venido. Una excelente cena de inminentes hermanos de sangre. Quizá no todos lo pasaron bien, comentarían después Wellington y Álava, pero no saltaron chispas. O no demasiadas.


ÁLAVA Y MINIUSSIR SE PREPARAN PARA LA GUERRA.
Bruselas, sábado 3 de junio de 1815.
Álava y Miniussir salían de visitar al sastre de Wellington. Se habían tomado las medidas de un conjunto de uniformes que les regalaba éste, de General (General era un rango equivalente al de teniente general de los Reales Ejércitos Españoles. Eso haría de Álava el subordinado de mayor rango a las órdenes de Wellington, pues incluso Hill era General de División) y de Mayor (Comandante). Serían similares a los de cualquier oficial inglés de las mismas graduaciones, salvo en los bicornios y los entorchados, que se parecerían a los empleados en los Reales Ejércitos (españoles), diferencias sólo perceptibles para un ojo muy entrenado. La razón del obsequio era que Wellington deseaba contar con ambos, con el general como miembro efectivo de su estado mayor y con el mayor (comandante) a título de oficial a las órdenes de los dos.

–¿Nuestras obligaciones llegan a tanto, mi general?
–Las mías, sí. En cuanto a las suyas…, pues lo cierto es que no está usted obligado a participar en esta guerra, pero Ciudad Rodrigo (Wellington) desea contar con su concurso. Anda sobrado de oficiales, de los cuales usted conoce a unos cuantos, aunque no dispone de uno solo que hable tantas lenguas como usted, y habrá ocasiones donde le vendrá bien servirse de uno capaz de transmitir mensajes verbales al Príncipe Blücher o al Conde Gneisenau (Jefes Prusianos). Es usted libre de aceptar o no, pero los riesgos implícitos de toda campaña quizá se compensen con la consideración de un hombre como él. Una carta suya de agradecimiento al rey Nuestro Señor por su excelente comportamiento en lo que se avecina podría valer para pasar de Consejero de Cuarta Categoría a Ministro Plenipotenciario de Segunda, ¿sabe usted? Es libre, insisto, de decidir lo que más le convenga, pero créame si le digo que oportunidades de tomar un atajo tan extraordinario como éste rara vez se presentan a ser humano alguno.

El joven consejero (Miniussir) no necesitó muchos segundos para pensárselo.

–Permaneceré a sus órdenes, mi general.
–Así me gusta. Vamos ahora por los caballos.

La cuadra de la embajada era escasa. Cuatro bestias de tiro y tres de monta, de las que sólo un hunter inglés, regalo de Uxbridge (Jefe de la Caballería de Wellington), era de calidad suficiente para encarar la inminente campaña. El general necesitaría cuando menos un caballo más, así como una montura decente para Miniussir, para lo cual recurrió al capitán Mitchell, un oficial destacado en la oficina de la Intendencia General en Amberes. Acabó fijando con el tratante unas condiciones de alquiler un tanto especiales: si las dos bestias no volvían de la guerra, se las pagaría en su totalidad, pero si las retornaba intactas sólo abonaría el alquiler. Cerraron el trato añadiendo una buena provisión de vino, pues la bodega del general andaba un tanto alicaída tras un mes de cenas cotidianas, así como unos cuantos pares de botas, para él, Miniussir y Zurraspas (asistente de Álava). Lo bueno de haber participado en tantas guerras, se decía el general con cierta conmiseración, era saber que si alguna prenda debe ser de primera calidad es la de calzar.


PROLEGÓMENOS DE LA BATALLA DE MONT-SAINT-JEAN O BATALLA DE WATERLOO.
BAILE DE LA DUQUESA DE RICHMOND.

Valonia, jueves 15 de junio de 1815.
18.30 h.

El baile de la duquesa de Richmond (Lady Charlotte Lennox) había dado lugar a que numerosos oficiales viajaran a Bruselas. Pensaban cenar unos con otros, para luego ir a la wash house (mansión de la duquesa) y disfrutar la última ocasión en algún tiempo para divertirse con acuerdo a lo usual en sus pocos años. A eso se debía que los restaurantes parecieran tomados por los brillantes y adinerados oficiales de Su Majestad, y que no pocas casas elegantes, donde residían los de casta más elevada, se vieran inundadas de alegres comensales. Bruselas era una fiesta, y pese a ser día laborable se palpaba por las calles una gran animación, aunque también un principio de inquietud, ya que las noticias del Sur comenzaban a esparcirse.


Lady Charlotte Lennox
Duquesa de Richmond


Miniussir cenó con el grupo de Lord Hay, donde se sabía que una vez empezara la campaña le verían vestido de oficial inglés, pues The Beau (El Bello) –uno de los menos crueles apodos de Wellington, así como: Old Attie (el viejo Arturito), Nosey (Narizotas) o Hookie (Ganchote)– había pedido al general Álava que se uniformaran, él y su ayudante de campo, de ingleses, a fin de que ni los prusianos ni las tropas de Hannover, Braunschweig-Wolfenbüttel, Nassau y el VKN (Reino Unido de los Países Bajos) pudieran tomarles por franceses. A las seis arrumbaron a la wash house (el lavadero). Llegaron a tiempo de presenciar una de las atracciones –sorpresa de Lady Charlotte (duquesa de Richmond): un pelotón de highlanders, como ella del Clan Gordon, se había plantado en medio del salón por cortesía de Lord Hill, y al compás de una docena de sollozantes cornamusas se arrancaba con unas amenazadoras danzas guerreras que parecían encantar a la concurrencia femenina, sobre todo cuando algún giro más brusco de lo usual elevaba el alegre sobrevuelo de sus muy viriles faldas. La duquesa, hija del Duque de Gordon, era de las que con mayor vigor aplaudían, feliz de ver lo mucho que disfrutaban sus invitados madrugadores. Sus hijas, que la escoltaban como gráciles fragatas, también aplaudían a rabiar, si bien el abatido Miniussir intuía que Lady Jane (Lennox, hija de la duquesa) lo hacía más por la recién detectada presencia del hermoso Hay que por la exhibición gonadal del 92º de Infantería. Haría lo que fuera con tal de no seguir arrastrando su doble zozobra, la de no existir para el ángel de Lady Jane (Lennox) y la de no tener una maldita libra, pues si tuviera tantas como Hay otro gallo le cantaría, se decía con un profundo rencor: el de saberse pobre, lúcido y pesimista.


WELLINGTON RECIBE EL ANUNCIO DEL INICIO DE HOSTILIDADES.
23.15 h.

Faltaba poco para llegar a la wash house (el lavadero, mansión de la duquesa de Richmond) cuando un oficial prusiano, escoltado por dos guardias de la Royal Household, alcanzó la carroza ducal (Wellington). Traía un mensaje de Grolman (Estado Mayor de Blücher) para Müffling (Representante de Blücher ante Wellington), anunciando la pérdida de Charleroi; estaba registrado a las cinco y media de la tarde, y según el mensajero había sido escrito entre Namur y Sombreffe. Müffling lo traducía a medida que leía; (Wellington), tras breve reflexión, garrapateó algo en un papel y lo entregó a uno de sus (Ayudantes de Campo) con la indicación de que se trataba de «Órdenes Posteriores». Tras eso explicó a Müffling que sólo era una indicación a su estado mayor para que ordenase a las tropas que marchaban hacia Braine-le-Comte o Enghien que siguieran hasta Nivelles. En realidad no hacía falta que lo hiciera, pues De Lancey (Intendente General de Wellington) ya sabría deducirlo cuando le tradujeran el mensaje, pues sin consultar a Müffling lo había metido en el mismo sobre; para su propósito de mantener al comisionado prusiano tan confundido como fuera posible. En su doble naturaleza, diplomática y militar, la coreografía era un asunto que jamás descuidaba.


SEGUÍA EL BAILE DE LA DUQUESA.
El salón donde docenas de parejas bailaban desde hacía horas estaba separado de la casa. Su entrada (de Wellington), seguido del atónito Müffling, fue espectacular. Los músicos, en pie, se arrancaron con el vibrante «Mirad, aquí llega el Héroe Conquistador», del Oratorio de Judas Macabeo, mientras la multitud aplaudía con adoración y la duquesa se le rendía en una reverencia inadecuada. Tras la entrada triunfal, con la duquesa colgada del brazo de Wellington y una de las diversas señoritas Lennox (hijas de la duquesa) aferrada del suyo, Müffling comprendió que no sólo habían llegado al baile, sino a la cena, la cual llevaba una hora en espera de ser servida.


Baile de la Duquesa de Richmond
por Henry O'Neil.



Müffling escribía en su libreta que la presencia de Wellington, siendo consciente de la caída de Charleroi, era un acto de suprema irresponsabilidad, a su vez consecuencia de una inmensa vanidad. También era verdad que su ego descomunal no era el único en ser agasajado, pues por algo estaban presentes numerosos generales y oficiales que dos años antes participaron en la batalla de Vitoria, cuya conmemoración, explicaba la duquesa en su invitación, era el motivo del evento. La extravagante velada no sólo sería el éxito social de la temporada, sino que la cerraría, pues el primer festejo del verano comenzó unas horas antes, en Charleroi.

La duquesa, cotilleaban Lord Fitz-Roy Somerset (Secretario Militar de Wellington) y su estirado hermano Lord Edward, no había reparado en gastos, para desesperación de su abatido esposo, quien ofrecía innegables muestras de insuficiencia económica desde su inesperado cese como Lord Mariscal de Irlanda. El salón donde se perpetraba el baile, juzgaba Lord Hill (Jefe del II Cuerpo de Ejército de Wellington), era espacioso, lo suficiente para que unas cien parejas danzaran sin colisionar unas con otras. (Sonreía) Richmond (Duque Charles Lennox); la mejoría en su estado de ánimo tenía por origen un nombramiento de última hora, según comentó Wellington por el camino: le había puesto al mando de una pequeña fuerza (dos compañías), cuyo propósito, intuía Müffling, no sería defender Bruselas si Bonaparte se llevaba por delante al Ejército de los Países Bajos, sino proteger la huida de los miembros descollantes de la colonia británica, comenzando, como era natural, por la inmensa familia del propio Richmond.

Blanchiserie
Fotografía tomada por
César Saiz Giorgeta,
tataranieto de Miniussir (Bruselas 2014).
La lista de invitados, de doscientos veintiocho nombres, no dejaba fuera (salvo enemigos o enemistados) a nadie de alguna notoriedad. Había tres príncipes, bastantes duques, algún marqués, numerosos condes y multitud de títulos menores, y ya por fuera de la nobleza participaban docenas de altos oficiales británicos, holandeses y alemanes, además de las fuerzas vivas de la ciudad, cuya función no era sólo dar realce y esplendor, sino aportar suficientes bellezas con las cuales fijar al terreno a los escurridizos oficiales solteros, en lo cual no se había inhibido ninguna, conscientes de que aquel gran tonel de buenos partidos sería desfondado en pocas horas por el mayor aguafiestas de la historia, el Emperador Napoleón I.

Los dos primeros príncipes eran piezas codiciadas pese a ser inaccesibles: Sus Altezas Reales Guillermo de Orange y Federico de Orange-Nassau (hijos del rey Guillermo). En el campo de los duques formaban el de Braunschweig-Wolfenbüttel, el de Ursel, los tres D’Aremberg (Prosper-Louis, Pierre-Charles y Auguste-Raymond), el de Beaufort, el de Nassau-Usingen y, por supuesto, el de Wellington, que a pesar de aparecer tras los príncipes y ser el último de los duques, era el invitado de honor. El número de marqueses era decepcionantemente reducido, apenas los D’Aschée, aunque había cantidad de condes. Los barones y vizcondes (últimos peldaños de la escala nobiliaria) también hacían un buen número. Las fuerzas vivas se reducían al aprensivo alcalde, aunque para compensar se alineaban numerosas familias de la burguesía británica desplazadas a Bruselas por haber excelentes oportunidades de pescar un buen pez en el cerrado barril en que se había convertido la ciudad, rebosante de oficiales en situación de merecer una buena esposa. Entre todos añadían una considerable cantidad de jóvenes bellezas, disponibles para bailar y para matrimoniar.

La duquesa contaba con los comisionados en el Ejército de los Países Bajos, el Barón Vincent (Austria), el Conde Pozzo di Borgo (Rusia), el Barón Müffling (Prusia) y Don Miguel de Álava (España), con sus respectivos ayudantes de campo, y con Sir Charles Stuart (Embajador Británico), sin cuya desprendida colaboración su esposo se habría pegado un tiro. Tras ellos aparecían los generales de Wellington. Salvo alguna excepción, como Lord Fitz-Roy -Somerset, todos eran solteros, estaban en sus veintes y parecían por demás forrados. Eran el atractivo capital del baile, siquiera para las bellas del lugar. De ahí que los unos y las otras no tardaran en buscarse, y no mucho más en encontrarse. La lista de la duquesa proseguía con los Caballeros del Imperio y sus ayudantes; a su juicio eran de menor interés, salvo los solteros y los viudos. Tras ellos se alineaban unos cincuenta oficiales de rango no superior a coronel pero que, por unas causas o por otras, (Wellington) insistió en que no dejaran de ser invitados. La lista la cerraba la esposa de uno de ellos, Lady Frances Webster-Wedderburn (amante de Wellington). La duquesa jamás habría contado con ella, consciente de que no se caía de la boca del todo Bruselas, pero había sido el propio Wellington quien le recomendase hacerlo, en el tono del que se ha quedado a media pulgada de añadir «porque si no lo haces, no cuentes conmigo».

Baile de la Duquesa de Richmond fabulado.


Era casi medianoche cuando Wellington regresó al salón. Le sorprendió dar allí con el Príncipe Guillermo (hijo del rey Guillermo, Jefe del I Cuerpo de Ejército de Wellington), a la sazón danzando como un salvaje. Con algún esfuerzo disimuló su disgusto, porque le había enviado instrucciones de marchar hacia Braine-le-Comte y ponerse al frente de su I Cuerpo de Ejército. Tras tomarle de un brazo, separándole de una bella hija de Lennox, o de Capel, o de a saber quién, le preguntó por sus últimas noticias, para escuchar que no había oído nada de particular; si acaso que Bonaparte, tras hacerse con Charleroi, andaba coceándose con el viejo Blücher (Jefe del Ejército Prusiano). Fue ahí cuando, con helada firmeza, le ordenó presentar sus respetos a la duquesa y salir en el acto hacia Braine-le-Comte.

Justo entonces, cuando el baile alcanzaba su punto álgido de animación, el guapísimo teniente Henry Webster, espectacularmente cubierto de polvo y barro (había recorrido los treinta y tres kilómetros de Braine-le-Comte a Bruselas en poco más de dos horas), entregó al Príncipe Guillermo un mensaje del Mayor-General de Jean-Victor Constant-Rebecque (Jefe de Estado Mayor de Wellington). El príncipe, fastidiado por el coro de murmullos que se levantaba entre las señoritas más próximas, echó un vistazo al documento, para en el acto pasárselo a (Wellington), por su parte ya mirándole con aire inquisitivo, de halcón suspicaz. Constant-Rebecque anunciaba que una gran fuerza francesa, identificada como II Cuerpo de Ejército, tomaba posiciones frente a la brigada del Príncipe Carlos Bernardo de Sachsen-Weimar, en Les Quatre-Bras, a la que había mandado reforzar con la del Mayor-General Van Bijland, entendiendo que, dadas las circunstancias, su decisión de contravenir las últimas órdenes recibidas sería confirmada por Lord Wellington, el cual ordenó a su (Ayudante de Campo) más próximo que comunicase a De Lancey (su Intendente General) una nueva «Orden Posterior», la de acelerar la concentración del ejército.

Por lo demás, no perdió la calma. El baile proseguía, pese a que sus oficiales comenzasen a marchar; él en persona, secundado por Hill (Jefe del II Cuerpo de Ejército de Wellington) y sus (Ayudantes de Campo), les decían uno a uno, del modo menos dramático posible, que regresaran de inmediato a sus unidades.


FIN DEL BAILE Y DECEPCIÓN DE MINIUSSIR.
Valonia y Trier, viernes 16 de junio.
00.45 h.

Los generales y los oficiales de mayor rango se despedían de la entristecida duquesa. Los demás sólo se preocupaban de buscar las bolsas donde trajeron sus uniformes de diario, para cambiarse donde buenamente pudieran y emprender el regreso a sus unidades. Los destinados en Bruselas podían quedarse hasta las dos; a esa hora caería el telón para ellos también, pues a las tres deberían estar en sus puestos, a fin de que la V División iniciase su andar; franquearían la puerta de Halle y marcharían a Les Quatre Bras, donde Bonaparte ofrecía su propio baile.

Dado su reducido número, no bastaban para satisfacer la demanda femenina, de modo que los caballeros civiles, antes desdeñados, habían pasado a estar solicitados. El consejero Miniussir era de los que más lo estaban, no sólo por la escasa competencia sino por ser un tipo ciertamente apuesto. Desde hacía un buen rato enlazaba un vals con otro y una dama con otra, pero de un modo automático. Para él era una forma de huir de sí mismo, a su vez consecuencia de haber salido a tomar el aire al filo de la medianoche.

La wash house no era una simple gran casa con un salón de baile a su lado; era el centro de una parcela donde se alzaban diversos cobertizos acondicionados como viviendas y donde habitaban los que no se hallaban cómodos en el interior de la casona. El más alejado tenía la puerta entreabierta; un misterio sin importancia, si bien a Miniussir, que había perdido de vista la esplendorosa pareja que formaban Lord James Hay y Lady Jane Lennox, se vio asaltado por una imperiosa necesidad de investigar. Para satisfacerla no era necesario esforzarse; bastaba con asomarse a cualquiera de las ventanas, pues todas daban a lo que al tiempo era salón y dormitorio. No llegaba luz del interior, pero la luna se bastaba para iluminarlo, tanto como para establecer que había sido invadido. Los invasores eran Lord Hay, a la sazón con los calzones bajados, y Lady Jane, la cual, deseosa de regalar al esforzado Lord un recuerdo visual que le hiciera compañía las noches de guardia, se había desprendido de la parte de su ropa situada entre su delicado pescuezo y algo más arriba de sus rodillas, donde comenzaban sus medias.

Miniussir ya no necesitaba ver más, de modo que retrocedió sobre sus pasos.


ÁLAVA Y MINIUSSIR SE UNEN AL EJÉRCITO DE WELLINGTON.
BATALLAS DE LES QUATRE BRAS Y LIGNY.

Viernes, 16 de junio.

08.30 h.

Álava, tras escribir una breve carta para Cevallos (Primer Secretario de Estado de España), sólo había dormido tres horas. De ahí que no estuviera de buen humor. Cabalgando junto a él, su (Ayudante de Campo Miniussir) tampoco hablaba, ni mostraba mejor talante. No sólo por el sueño que tenía (dejó el baile al amanecer, para darse con el general cuando regresaban los dos a la embajada y así saber que a las ocho y media, uniformados y desayunados, saldrían hacia Les Quatre Bras), sino porque la imagen de Lady Jane no se le iba de la cabeza. Cerraba la formación el imperturbable Zurraspas (soldado veterano, asistente de Álava). Como el viejo soldado que a fin de cuentas era, desde hacía días venteaba la guerra. De ahí que ya hubiera colocado los bultos de sus amos en las bestias de respeto, cargado sus armas y estuviese listo para emprender el camino. Él no iría tan lejos como su amo; se quedaría en Genappe, en la casa que Sir William (De Lancey) reservó para los comisionados ruso, austríaco y español, sus ayudantes de campo, sus criados y sus monturas. Su función sería procurarse y vigilar que todo estuviera en condiciones para que a la noche Don Miguel y Don Nicolás, si volvían, cenaran bien y descansaran mejor.

Pasaban frente al Bellevue cuando el general comentó a Miniussir que presentaba una facha excelente. Miniussir se lo quedó pensando. El uniforme de oficial de los Reales Ejércitos (españoles), distintivos de grado aparte, comprendía una levita de color azul con divisa grana y unos pantalones que debían ser de franela blanca en verano y paño carmesí el resto del tiempo, un diseño que nada tenía que ver con el británico, al punto que a cualquier soldado nervioso le podría sonar a francés, con los naturales y peligrosos efectos. Lo único que su jefe y él respetaban de la Ordenanza era la prenda de cabeza, un bicornio similar al inglés aunque adornado con la escarapela de los Reales Ejércitos, y con una cenefa blanca en el caso del general. Unas diferencias tan de matiz que pasarían desapercibidas. El teniente general Álava bien podría presentarse como General Sir Michael d’Álava, y el capitán a media paga Nicolás de Miniussir como Mayor Nicholas Miniussir. (Wellington) lo había pedido así para que nadie desconfiara del que quizá terminara siendo su noveno ayudante de campo (el comandante de un ejército británico en 1815 tenía derecho a cuatro Ayudantes de Campo a sueldo del Ejército Británico y hasta cuatro más pagados de su bolsillo. Los de Wellington eran los tenientes coroneles Canning, Fremantle y Gordon, el mayor Percy, el capitán Hill, los tenientes Cathcart y Lennox, y el príncipe-coronel Nassau-Usingen). Un papel que al fingido Mayor (Miniussir) no le disgustaba. Tenía presente la profecía del general; no sabía cómo, pero el hacer unos días de mayor británico igual resolvía su porvenir.


11.30 h.

La última vez que pasó por allí fue a la vuelta de Chimay, se decía el general Álava con un punto de nostalgia. No recordaba nada, pues el paisaje no podía ser más anodino; bosques, centeno, granjas y una carretera recta pero muy ondulada. Si no fuera por los cientos de soldados que ocupaban el cruce y se repartían a izquierda y derecha, habría pasado de largo sin siquiera suponer que aquella encrucijada era ese Les Quatre Bras que de un modo nada disimulado había maldecido Wellington. Tras saludar al muy serio Constant-Rebecque (Jefe de Estado Mayor de Wellington), le preguntó por dónde andaba Su Gracia; el otro contestó señalando un pino cercano, bajo cuya sombra se había tumbado Wellington.

–¿Hace mucho que se puso ahí?
–Como un cuarto de hora. Cuando acabó de flagelarme. Álava sonrió al abatido general (Constant-Rebecque).

Wellington era para conocerle, y lo primero que un oficial debía tener por ley divina era que tomar iniciativas arriesgadas contradiciendo sus órdenes costaba un consejo de guerra cuando todo salía bien. Tras eso caminó hacia donde yacía The Beau (el Bello, Wellington). No estaba dormido, porque al sentir que alguien se acercaba se despojó de la prensa y alzó la cabeza en un gesto nada simpático, aunque lo dulcificó al momento.

–Hola, Miguel. No viste nada de lo de Charlotte (duquesa de Richmond), ¿verdad? –lo decía mientras se levantaba–. No lo lamentes, porque no fue gran cosa. ¿Quién es el último con el que te has cruzado?
–Dejé atrás al 28º, el de Belson, a las diez y veinte, frente a Mont-Saint-Jean; marchaban a buen paso, marcando el ritmo al 92º. Les tendremos aquí a las dos y media. Tras ellos venían los brunswickers (soldados prusianos conocidos como la Horda Negra o la Legión Negra), algo más despacio. Parecían sin fuelle. Son menos duros de lo que se podría pensar de sus calaveras y de sus uniformes de osario.

Su Gracia tomó nota para sí mismo; haría que De Lancey (su Intendente General) distribuyera los refuerzos según fueran llegando, con cuidado de mezclar las unidades veteranas con las de reclutas y novatos.

Jean-Victor baron de Constant Rebecque
(Jefe de Estado Mayor de Wellington)
Mariscal Michel Ney, duc d'Elchingen
(Ala izquierda del ejército francés

–Constant-Rebecque anda un poquito mohíno. ¿Le has reñido mucho?
–Le habría fusilado, pero con Ney (Mariscal Francés) ahí (señalaba el bosque de Bossu) sería una medida mal vista. Si el maldito majadero se hubiera limitado a obedecer, a estas horas Ney andaría desparramado entre Fleurus y Genappe, al frente de un solo cuerpo de ejército y, como mucho, uno de caballería. Bonaparte, mientras tanto, se habría lanzado con cien mil hombres contra Blücher (Jefe del Ejército Prusiano). A la noche los dos estarían hechos polvo, lo que quedase del uno marchando hacia Namur y no más de dos tercios del otro siguiéndome hacia Mont-Saint-Jean. El domingo seríamos cien mil contra no más de setenta mil, y aunque Bonaparte lo supiera no tendría más opción que atacar, pues lo contrario sería darse por vencido y aceptar que lo había perdido todo. Este imbécil me ha costado que Ney tenga dos cuerpos de ejército en lugar de uno, que a la noche tendré unos cuantos miles de bajas más de las esperadas y, lo peor de todo, que Blücher no estará tan averiado como debería, ni Bonaparte tan maltrecho. Ya ves, Miguel, lo que puede suceder cuando un cretino iluminado por el Altísimo desobedece sus órdenes. Gneisenau (Jefe de Estado Mayor Prusiano, segundo de Blücher) me mandó un propio esta mañana. Quería detalles. El sajón de los demonios (Gneisenau) igual está pensando rehusar la batalla y retroceder hacia Gembloux para reunirse con su IV Cuerpo de Ejército. De ahí que piense ver a Blücher (Jefe del Ejército Prusiano). Seremos tú, yo, Dörnberg (General de la Legión Alemana del Rey Británico), Müffling (Comisionado Prusiano ante Wellington), Somerset (Secretario Militar de Wellington) y unos cuantos (Ayudantes de Campo). Por cierto, me gustaría que llevaras a tu chico (Miniussir) y a sus orejas.
–¿Y De Lancey?
–Le dejaré aquí. Alguien deberá distribuir los refuerzos a medida que vayan llegando.

Al general Álava no le costó un segundo de reflexión el que le llevase a la reunión con Blücher. De nuevo, y no podría decir que sin ganas, se transformaba en el Intendente General del Duque de Wellington.

–¿Cuándo nos vamos?
–Ya. Estaba esperándote. Según el Ferraris (mapa), la carretera discurre un tanto elevada sobre la línea Saint Amand-Ligny-Sombreffe. Me gustaría que precisaras si Gneisenau se ha desplegado para combatir o para retirarse a poco que las cosas se pongan difíciles. Te lo pido porque Müffling (Comisionado de Prusia ante Wellington) no me dejará en paz. Dado que de ti no se ocupará, ten la bondad de hacerlo por mí. Sobre todo, calcula cuánto adelgazará una vez Bonaparte se le venga encima. Si le sangrara treinta mil hombres, o un poco más, estaría dispuesto a sumarme a los que le tienen por el mayor genio militar de la historia.

12.30 h.

Zieten (Jefe del I Cuerpo de Ejército Prusiano) había culminado el despliegue en la línea Saint Amand-Ligny, situándose tras dos arroyos que bajaban muy crecidos, el Grand Rye y el Ligne. Pirch (Jefe del II Cuerpo de Ejército Prusiano)  colocaba el II tras el I, entre Brye y Ligny. A Thielmann (Jefe del III Cuerpo de Ejército Prusiano) no se le veía desde la elevación donde la comitiva de Wellington se había detenido, pero aun así era evidente que no era en su posición donde se aguardaba el ataque principal; más parecía ser el cerrojo de una retirada en buen orden hacia Namur o Gembloux. La razón de haberse detenido en el punto más alto de la carretera de Sombreffe consistía en dar tiempo a su cómplice para que revisara con detenimiento la forma en que Gneisenau (Jefe de Estado Mayor Prusiano) distribuía sus cuerpos de ejército. La comitiva era nutrida, pues a la escolta regular se sumaba un escuadrón de húsares de Silesia mandado por un joven Mayor Zehelin (se habían extraviado en su retirada de Charleroi), que aunque pensaba regresar a su aire aceptó pasar a ser escolta del general Müffling (Representante de Blücher ante Wellington). Zehelin, que no sufría don de lenguas, llevaba toda la mañana sin comunicarse con nadie, salvo algún inamistoso ayudante de campo del general Constant-Rebecque (Jefe de Estado Mayor de Wellington); a eso se debía que agradeciese la compañía del Mayor Miniussir, cuyo perfecto alemán les permitía intercambiar datos sabrosos, en su mayoría de carácter frívolo aunque también de tipo profesional; por ejemplo, a Zehelin le parecía inconcebible, que Les Quatre Bras sólo estuviera defendido por una división de infantería y que las demás fuerzas de Wellington se hallaran muy lejos de allí. Tampoco entendía que al comentadísimo baile de la duquesa de Richmond hubiesen acudido tantos oficiales británicos, empezando por Wellington, cuando Bonaparte, a las mismas horas, machacaba sin piedad al I Cuerpo de Ejército.

Batallas de Ligny y Quatre Bras
(Mapa táctico).

De nuevo en marcha, y con el molino Bussy a la vista, Wellington se puso a la par con el comisionado español (Álava), cuyo gesto era el de tener algo que decirle.

(Álava) –No se plantean salir corriendo a poco que las cosas se compliquen. Sus posiciones son firmes. Ahora, Bonaparte les hará pasar un mal rato con su artillería. Están demasiado expuestos.

Wellington asintió; por bien que los prusianos se parapetasen, los proyectiles de doce libras les iban a masacrar. Le asombraba que alguien con la fama de gran estratega que tenía Gneisenau se mostrase tan a la vista. De aquello, Blücher saldría malparado. Su centro, en Ligny, era muy débil. Si cometiera el error de comprometer demasiado pronto sus reservas, y la cercanía del II al I (Cuerpos de Ejército) así lo indicaba, saldría de ahí vapuleado. Aquella posición estaba estudiada para ser defendida con cuatro cuerpos de ejército, no con tres. La consecuencia era evidente: Blücher y Gneisenau pensaban pedirle (a Wellington) que pusiera el cuarto, y si no se comprometía levantarían el campo y marcharían al encuentro de Bülow (Jefe del IV Cuerpo Prusiano), lo que a Bonaparte le parecería la mar de bien, pues así podría volverse contra él (Wellington) con todo lo que tenía. Eso era, exactamente, lo último que deseaba.



13.00 h.

Desde la plataforma que los zapadores del II (Cuerpo de Ejército Prusiano) habían construido en el molino Bussy la visibilidad era excelente, gracias a lo cual Blücher y Wellington verificaban que Bonaparte aún no estaba listo. Sus fuerzas visibles no subirían de cincuenta mil hombres, aunque no cesaban de llegar regimientos. Su disposición sugería un ataque repartido en dos columnas de infantería flanqueadas por masas de caballería. Con eso comprometería dos cuerpos de ejército y dos de caballería. Le quedarían, en reserva, uno de los primeros, otro de los segundos y la Guardia Imperial. Dadas la situación y la orientación de las piezas de artillería, el arma favorita de Bonaparte, lo primero que oirían sería un gran concierto de cañones, que haría estragos entre las mal colocadas fuerzas de Blücher (Jefe del Ejército Prusiano), cosa que Wellington no pensaba decirle. De ningún modo pondría en peligro una cosa tan magnífica.



Wellington y Blücher


Tras el estudio de las fuerzas, los comandantes en jefe y sus respectivos equipos se reunieron en el interior del molino. Por el Ejército Prusiano participaban: el Príncipe Blücher, el Conde Gneisenau, el Mayor-General Grolman, el Coronel Reiche, el Coronel Aster, el Coronel Clausewitz, el Conde Nostitz, el Príncipe Thurn und Taxis y el Coronel Hardinge. Por el Ejército de los Países Bajos, participaban: Lord Wellington, Lord Fitz-Roy Somerset, el Mayor-General Dörnberg, el Mayor-General Müffling y el General de Álava, más dos docenas de ayudantes de campo prusianos, británicos o asimilados. Müffling (delegado de Prusia ante Wellington) actuaría como intérprete de Blücher. Se congregaban alrededor de una mesa rectangular, lo suficientemente amplia para que se pudiera desplegar una copia prusiana del gran mapa Ferraris. Las fuerzas prusianas estaban representadas con todo detalle, incluyendo al IV Cuerpo de Ejército (General Bülow), que a esas horas atravesaba Perwez, doce kilómetros al noreste de Gembloux. Las francesas aparecían con acuerdo a lo que se apreciaba desde lo alto del molino, a lo que decían las patrullas y a lo que indicaba el general Álava. Sumando las tres fuentes de información parecía determinarse que frente a las posiciones prusianas se alineaban tres cuerpos de ejército tres de caballería y la Guardia Imperial, salvo su caballería ligera y los cuerpos de Reille, Druet y Kellermann que estaban en Les Quatre Bras. Las fuerzas que se verían con el Ejército Prusiano parecían al mando de Grouchy, aunque nadie dudaba que Bonaparte acabaría por asumirlo. A las otras las mandaba Ney.

Tras aquella detallada introducción, a nadie le sorprendió que Gneisenau (2º Jefe Prusiano) preguntara cuál era el despliegue del Ejército de los Países Bajos, a lo que respondió el propio Wellington, depositó un par de hojas sobre la mesa frente a Gneisenau, Grolman y Müffling, para que fueran leídas en voz alta por el último, el cual reconoció la letra y la firma del coronel De Lancey (Intendente General de Wellington), así como la hora en que se había fechado: las cuatro menos cuarto de aquella mañana. Las leyó con detenimiento y nadie le interrumpió, aunque al final Gneisenau creyó conveniente resumir lo que había escuchado.

–Su Excelencia lo ha captado tal y como dice ahí –Wellington señalaba el documento firmado por De Lancey, por entonces en las manos de Müffling, que lo sostenía para que Grolman (Intendente General Prusiano) y un inesperado Clausewitz (Jefe de Estado Mayor de Thielmann en el III Cuerpo de Ejército Prusiano) lo transcribieran en sus diarios de operaciones, en alemán.
–¿Podremos contar con refuerzos británicos, toda vez que las fuerzas de Ney (Mariscal Francés) en Les Quatre Bras no parecen capaces de causar graves dificultades a Su Gracia?
La pregunta era tan directa como la mirada de Gneisenau, más de halcón suspicaz que nunca. No cabía más opción que responder de igual forma, y Wellington no dudó en hacerlo, si bien clavando sus ojos en los de Blücher, despreciando los de su segundo.
–Destacaré al menos una división para cubrir su flanco derecho, salvo si yo mismo soy atacado.

Müffling lo tradujo al alemán; tras eso Blücher asintió con solemnidad, obsequiando a Wellington con su mirada de más noble y leal reconocimiento. Álava sabía muy poco alemán, aunque le pareció que la frase traducida era demasiado breve. Quizá se debiese a que Müffling, duro de oído, sólo había captado la primera oración, pronunciada en tono firme y claro; la segunda, sin ser un susurro, no fue dicha igual. En cualquier caso, nadie reparaba en lo que a juicio de Álava sería un exquisito malentendido, pues era indudable que Ney (Mariscal Francés) atacaría en cualquier momento, si no lo había hecho ya. Con aquello, se decía viendo iniciarse la marcha de personalidades rumbo a las batallas de cada cual, el insuperable Wellington remataba su plan: conseguir que los prusianos marcharan alegremente al matadero mientras él se reservaba incólume. Ahora entendía que se hiciera con el estadillo de Sir William (De Lancey) de la forma en que un cernícalo se lanzaría sobre un conejo. De Lancey, al escribir aquello, pretendía resumir la posición que ocuparían las diferentes unidades doce horas después, cuando ya no pudieran contener a Ney. De ser Gneisenau consciente de que Wellington les dejaba vendidos, en el acto habría convencido a Blücher de levantar el campo y marchar a Gembloux. Si antes valoraba como nada en este mundo el talento estratégico de Wellington, aquello le llevó a reconocer la excepcional maestría de aquel hombre, capaz de mandar al Más Allá, sin pestañear, un mínimo de veinte mil prusianos, porque a Blücher no le saldría por menos su inexplicable confianza en un hombre que sólo se fiaba de sí mismo.

Los ayudantes de campo marchaban tras sus jefes. El único que poseía el comisionado español (Miniussir) se situó a estribor de su inexpresivo superior una vez éste culminó el trámite de saludar a cada uno de los miembros de la canalla prusiana.

–Mi general, el Barón Müffling no tradujo al completo lo que dijo (Wellington). La segunda mitad se le quedó en el tintero.
–¿La de «si yo, a mi vez, soy atacado»?
–Esa misma, mi general.
–Ya. Bien, pues hará usted el favor de olvidarlo ahora mismo. ¿Conforme?

(Miniussir) no se sorprendió. Servir a las órdenes del general Álava era un curso continuo de no sorprenderse por nada. Ya estaban junto a sus caballos. El suyo, cortesía de Wellington; si debía en algún momento ser uno de sus Ayudantes de Campo, que se le viera tan bien montado como a los de verdad. Mientras emprendían el camino, cerrando la formación, Álava se decía que Wellington no había medido bien los riesgos. El más grave, a su entender, era que a Blücher (Jefe del Ejército Prusiano) le pasase algo. Gneisenau (2º de Blücher) se haría con el mando y la colaboración entre los dos ejércitos se volvería complicada, pues por elaboradas que fueran la vesania y la perfidia de (Wellington), el Ejército de los Países Bajos no podría batir por sí mismo al Ejército del Norte (francés). Necesitaría del Ejército Prusiano o de lo que aún sobreviviera, y veía difícil que pudiera mangonear a Gneisenau, sin duda convencido de haber sido vilmente traicionado, con la facilidad con que hasta esa mañana lo había hecho con Blücher. No le costaría la campaña, pero sí la gloria, porque al no contar con el escarmentado sajón su mejor opción sería entregar Bruselas, replegarse sobre Amberes y esperar a que Schwarzenberg (Jefe de Ejército Austríaco) y Barclay de Tolly (Jefe de Ejército Ruso) obligaran a Bonaparte a replegarse. Desde ahí, las posibilidades de Inglaterra de reponer a Luis XVIII en el trono francés (objetivo estratégico de la campaña) se volverían precarias.

Todo eso, por otra parte, (a Álava) le daba igual. Sus obligaciones eran representar a (Fernando VII de España) en las cortes del rey Guillermo (Reino Unido de los Países Bajos) y del rey Luis (Francia), y en el cuartel general de (Wellington). Eso era todo, y si lo hiciera sentado en su casa de Bruselas nada tendría que temer, pues lo último que buscaría Napoleón sería un incidente diplomático con un país que para bien no pintaría gran cosa, pero para mal podría volver a ser «la úlcera española».


17.00 h.

El combate había llegado a un punto de gran dureza. Ney (Mariscal de Napoleón) presionaba en el centro, en el cruce de Les Quatre Bras. Los bosques seguían en manos holandesas, pero las lindes de la carretera de Charleroi ya eran francesas, de modo que las divisiones del II avanzaban sin ser hostigadas.


"Batalla de Quatre Bras". (James B. Wollen)

Cuadro de infantería inglesa.

Caballería combatiendo.

Brunswickers en acción

Wellington volcaba en su centro los refuerzos que llegaban, convencido de que, si resistía otra hora, la proporción de fuerzas se invertiría en su favor. La última de las unidades en llegar, la 2ª Brigada brunswicker(Horda Negra), la desplegó tras la 1ª de Infantería Ligera, en el mismo centro de la línea. Su jefe, Federico-Guillermo (Duque de Braunschweig-Wolfenbüttel y Braunschweig-Lüneburg), recorría la línea de fuego cuando una bala alcanzó a su caballo alzado sobre sus patas traseras, atravesándolo de lado a lado para terminar alojado en el hígado del sorprendido Duque Negro, su apodo no sólo entre sus hombres sino entre los cuarenta mil alemanes (hanoverians, nassauers y brunswickers) que hacían el trabajo sucio en el Ejército de los Países Bajos. Ya en el suelo, y tras verse la herida, se supo muerto en cuestión de minutos. Wellington viendo que la línea de brunswickers podía hundirse se plantó al frente de las desconcertadas tropas.

Duque Federico Guillermo
por Johann Christian August Schwartz (1809).



La situación se volvía crítica pero cuando todo amenazaba ruina llegó el 2º batallón del 95º de Infantería, que al momento se repartió en cuadros para contener a los coraceros del General Hubert (Franceses), en uno de los cuales se zambulló el perseguido Wellington. Una vez repelida la carga, el impertérrito duque (Wellington) saludó al recién llegado Alten (III División de Wellington). Ya contaba con veintidós mil infantes, los mismos que debían quedarle a Ney (Mariscal de Napoleón). Aún era inferior en caballería y en artillería, pues con los de Alten sólo dispondría de veintidós cañones, pero ya estaba en condiciones de aferrarse al terreno y, en cuanto llegaran más refuerzos, de contraatacar.

Al tiempo, el recién llegado Alférez Wussow se detenía frente a Müffling (delegado de Prusia ante Wellington). Había tardado media hora en recorrer los diez kilómetros que separaban el molino Bussy de Les Quatre Bras. No traía ningún mensaje; sólo quería una respuesta. Gneisenau (Jefe de Estado Mayor Prusiano) le había explicado, en persona, que la presión de Bonaparte sobre su línea era fortísima. Necesitaba saber si podría o no contar con ayuda británica. En el caso de que no fuese así, su mejor opción sería levantar el campo y retirarse a Gembloux, lo cual ordenó dijese al Barón Müffling y, si no fuese posible, al Duque de Wellington. No fueron más de diez minutos para transferir a Wellington el mensaje de Wussow y no mucho más para traducir a éste la respuesta. (El Alférez) Wussow se dio por satisfecho tras saber que Wellington resistía el asalto de fuerzas francesas superiores, para invertir la situación cuando llegaran refuerzos aún en camino; entonces cargaría contra Ney, con lo que descongestionaría la situación del Príncipe Blücher (Jefe del Ejército Prusiano). Álava se admiraba del cuidado que ponía (Wellington) en elegir sus palabras, pues de las mismas no se podría deducir que no pensaba enviar regimiento alguno a la línea prusiana, pero tampoco lo contrario. Wellington se acercó al paciente Álava. Quería preguntarle su opinión sobre lo que había explicado a Müffling y a Wussow, y sobre las reacciones de los dos, a las que no había podido prestar atención.

(Álava) –Müffling quizá no escuchó lo último que dijiste a Blücher, «salvo si yo soy atacado», porque no lo tradujo. A eso se debe que no quiera desengañar a Gneisenau. Cualquier otro en su lugar habría dicho a Wussow, que de ningún modo espere ayuda británica, estando como estamos con Ney.
(Wellington) –¿Por qué sabes que no lo tradujo?
(Álava) –Me lo pareció, aunque luego lo confirmó Miniussir. El duque se lo quedó pensando.
(Wellington) –Igual sí la escuchó y no la quiso traducir; a Müffling, ya te habrás dado cuenta, nada le gustaría más que nuestro común amigo (Gneisenau) acabara su carrera esta misma tarde.


18.15 h.

Por el camino de Nivelles llegaban cuatro batallones. Entre los cuatro aportaban ciento cincuenta oficiales y cuatro mil veteranos. Con ese refuerzo, más los llegados en la última hora, Wellington disponía de treinta y cinco mil hombres y setenta cañones frente a los veintitrés mil y veinticuatro en que había evaluado la fuerza de Ney. Era momento de recuperar Gemiouncourt y las lindes de los bosques. No pensaba ir más allá. Cuanto más se alejase de Mont-Saint-Jean más camino tendría que desandar y más riesgo habría de que la caballería francesa le hostigara por el este. Si combatía en aquel estúpido lugar era porque Constant-Rebecque (Jefe de Estado Mayor de Wellington) le había obligado, pero de ningún modo era esa la batalla principal, la que abriría el camino de París.

Su  Gracia (Wellington), ¿sería posible desviar a Brye alguna de las unidades recién llegadas?
–Mi querido Müffling (delegado de Prusia ante Wellington), para derrotar a Ney (Mariscal de Napoleón) necesito hasta el último de mis hombres. Desgraciadamente, no me sobra nadie. Por otra parte, son las seis y cuarto. Antes de que llegase un batallón a la línea del Príncipe Blücher (Jefe del Ejército Prusiano) serían las nueve; a esa hora de muy poco iban a valer, ¿no le parece?

Müffling murmuró algo incomprensible; tras eso se apartó con sus ayudantes. Álava no podía entender qué les decía, pero al ver salir hacia Brye un joven teniente supuso la explicación.

–Müffling quiere hacer saber a Gneisenau (2º de Blücher) que no piensas ayudarle.
–Ya lo habrá supuesto. En ningún momento debió de pensar que lo haría. Ahora, Blücher me preocupa. Él sí debió creerlo.
–¿Qué crees que hará?
–Retirarse. Adónde lo haga será la clave del asunto. Si es hacia el norte, yo iré también al norte. Si es al este, no me quedará otra que ganar Amberes y esperar a que Schwarzenberg (Jefe del Ejército Austríaco) y el ruso (Mijaíl Barclay de Tolly)  saquen a Bonaparte de Bruselas. Lo decidiré cuando sepa qué dirección toma. No creo que Gneisenau se preocupe de tenerme al corriente.



Napoleón en la batalla de Ligny


Había pensado enviar esta noche a Gordon (Ayudante de Campo de Wellington) para que lo averigüe. Debería ir con alguien que hable alemán. Podría echar mano de algún oficial de la KGL (Legión Alemana del Ejército Británico), aunque preferiría que fuera tu chico, Miniussir. No le digas nada, porque aún no estoy seguro de lo que haré.


21.30 h.

Lord March (Sir Charles Lennox, Ayudante de Campo de Wellington, primer hijo varón de los duques de Richmond, usaba el título de Lord March) (Earl of March) tenía una misión: presentar a (Wellington) la lista de oficiales ingleses muertos. Sus órdenes eran levantar aquella lista y asegurarse de que salieran para Bruselas esa misma noche con una buena escolta. Según (el doctor) Hume, el Ejército de los Países Bajos había perdido cuatro mil seiscientos cincuenta hombres entre muertos y heridos graves. (La de oficiales) Sería una lista fácil de levantar, pues los muertos no eran demasiados, ni estaban dispersos. El angustiado Lord inspeccionaba los cuerpos, mientras su ayudante coyuntural, el flemático Mayor Miniussir, tomaba nota.

–Veintiuno –decía el Mayor (Miniussir) con voz de contar los huevos que hubieran puesto las gallinas; a diferencia de March (Sir Charles Lennox), llevaba muchas ceremonias como aquella, donde los muertos, además, no presentaban unos aspectos tan agradables; él estaba hecho a cuerpos destrozados por botes de metralla disparados a quemarropa, con las vísceras, las glándulas y los sesos desparramados en todas direcciones; los caídos de aquel comedor parecían estar allí a causa de un tiro en el corazón o en la cabeza; de ahí que se lo tomase con aparente frialdad. La vista de Lord Hay le zarandeaba el ánimo. No guardaba rencor al pobre diablo, pero verle allí, tumbado cuan largo era y con la cara destrozada por el impacto de una bala, no le apenaba en absoluto.
–Y pensar que anoche bailábamos con él en la casa de mi madre…
–¿Te parece que vayamos acabando?
–Espera un momento.

Se arrodillaba junto al difunto Hay, le cerraba el ojo superviviente y le palpaba los bolsillos. «Vas a encontrar tú mucho», se decía el encallecido Miniussir, que bien sabía cómo las gastaba la tropa cuando trasladaba cadáveres de oficiales, pero algo quedaba: un dije colgado del pescuezo. Lord March le movió la cabeza para extraerlo sin descomponerle mucho más de lo que ya estaba; tras eso lo abrió, para encontrar el rostro de Lady Jane.

–Si no lo cuento, y tú sí, ¿harás el favor de dárselo? A la pobre Jane, quiero decir.
–No sería ningún placer, Lord March, ya que te habrás muerto y no quiero que lo hagas, así que dáselo tú. Por cierto, ¿estaba tan encandilado como para llevar eso al cuello? A (Lord Hay) se lo rifaban las chicas. ¿Qué tenía (Lady) Jane de particular, para él?
–Anoche me dijo que la quería de verdad, como jamás había querido a nadie, que para él ya no existía ninguna y que le había pedido matrimonio. Ah, y que le dijo que sí.


CENA DE WELLINGTON CON SUS AYUDANTES DE CAMPO.

22.15 h.

Una responsabilidad del (Intendente General) era conseguir hospedaje a los mandos superiores. Si escogió la fonda Le Roi d’Espagne fue a sugerencia de Álava, que meses antes se había detenido allí. Era grande, limpia y bien surtida. Muy adecuada para que pernoctaran el duque, sus Ayudantes de Campo, los Comisionados (sólo habían venido el prusiano y el español), Lord Fitz-Roy Somerset (Secretario Militar) y él mismo, además de los Ayudantes de todos ellos.



Le Roy d'Espagne en Bruselas (2014)
(En la puerta: César Saiz Artigas, chozno de Miniussir.
Reflejado en el cristal, y autor de la instantánea,
César Saiz Giorgeta, tataranieto de Miniussir).


La victoria del día había sido irregular, errática y atropellada, pero conservaron la posición, pusieron a Ney en fuga y el número y la calidad de las bajas entraba en lo razonable. Salvo la pérdida del duque de Brunswick, que Wellington sentía no porque le unieran lazos especiales, sino por los efectos que pudiera tener en la moral de los cinco mil y pico brunswickers, ninguno de los caídos era irremplazable. Ni siquiera Hay, pese a que le tocaría escribir la fastidiosa carta de duelo a Sir William (Conde de Erroll), de quien aquél era su hijo mayor y presunto heredero. Si algo no necesitaba era que desde un asiento de la Cámara de los Lores se alzase una voz contra él.

A la mesa, presidida por (Wellington), se sentaban el general Álava, el Barón Müffling, Lord Fitz-Roy Somerset (Secretario Militar), Sir William de Lancey (Intendente General) y trece Ayudantes de Campo; dos no eran de plantilla, si bien al Mayor Miniussir se le podría considerar como tal; el otro, un Alférez Wurcherer del que no se sabía si hablaba inglés o no, de tan callado como era, se había unido al grupo sólo porque Müffling (Delegado Prusiano ante Wellington) se lo mandó. El acto llevaba camino de prolongarse, de ahí que resultara del beneficio general que apareciese un embarrado teniente del 15º de dragones preguntando por el general Müffling. Sucedía, explicó, que una patrulla del 15º había encontrado un oficial prusiano junto a un caballo muerto; decía llamarse Winterfeldt y ser Ayudante de Campo del general Grolman (Intendente General Prusiano), y traer un mensaje verbal sólo para el general Müffling, el general Álava o el duque de Wellington.

Una mirada les bastó, a Wellington y al Comisionado Español (Álava), para interpretar aquello tan desconcertante: Blücher (Jefe del Ejército Prusiano) había salido malparado y Gneisenau (Jefe de Estado Mayor Prusiano), o Grolman (Intendente General Prusiano), no tuvieron tiempo, ni quizás oportunidad, para escribir. De ahí que, con independencia de lo que contase aquel ignoto Winterfeldt, conviniera indagar. No en ese momento, señaló Wellington con un gesto; lo harían minutos después, sin alarmar; la jornada, para Sir Alexander Gordon (Ayudante de Campo de Wellington) y Don Nicolás de Miniussir, estaba lejos de haber terminado.


MINIUSSIR COMPRUEBA LA DERROTA PRUSIANA EN LIGNY.
Valonia, sábado 17 de junio.

03.45 h.
(Ejército Prusiano).

El grupo de Gordon (Ayudante de Campo de Wellington) cabalgaba despacio y en silencio. La razón de su sigilo era que, al no tener idea de qué habría sucedido (sólo contaban con la intuición de Wellington), el coronel (Gordon) y Miniussir de ningún modo querían arriesgarse a topar con una patrulla francesa, y tampoco debían exponerse a ser tomados por lo que no eran si se daban con una prusiana. Eso les llevó a pasar por Court-Saint-Étienne, Mont-Saint-Guibert, Chastre y Gembloux, donde al fin se dieron con una patrulla prusiana en misión de descubierta. Tras un suspicaz proceso de identificación (por las dos partes), un Alférez Weltzien, del 2º de Húsares (Silesia), les explicó que se las veían con el IV Cuerpo de Ejército (Prusiano), que sólo sabía de la batalla que se había perdido y que tenía órdenes de aguardar allí al III; sólo a ése, pues de los otros tampoco sabía nada. Tras reflexionar los tres juntos sobre una copia del mapa Ferraris, Sir Alexander (Gordon) entendió que los otros cuerpos de ejército se habrían retirado hacia el norte, y que si cortaban hacia el oeste por la línea Saint Gery-Mellery-Abbaye lo natural sería encontrárselos, y con ellos a Blücher (Jefe del Ejército Prusiano). Se despidieron amigablemente y cada grupo reanudó su marcha.

El (grupo) de (Gordon), no mucho después y ya cerca de Saint Gery, comenzó a cruzarse con unidades prusianas que avanzaban hacia el norte, desperdigadas pero en buen orden. Un teniente coronel que marchaba en cabeza de una larga columna les hizo saber que la batalla fue un descalabro, que tenía órdenes de llegar tan lejos como pudiera en la dirección de Wavre y que sabía de un hospital improvisado en Mellery, a ocho kilómetros de allí; debía de ser el mejor sitio para saber dónde andaba todo el mundo, (el Príncipe) Blücher también. Algo es algo, se dijeron Gordon y Miniussir, y dado que Mellery quedaba cerca reanudaron la marcha con las antorchas encendidas. Así, como una fantasmal Santa Compaña, llegaron al hospital-granero, donde un (tal) teniente Somnitz, les dijo que allí estaba Blücher, aunque no sabía en qué condiciones.

Blücher Hardinge

Dieron con él tras una especie de biombo, desplegado por el doctor Bieske para procurarle un poquito de intimidad. No estaba del todo despierto, aunque a cambio hedía de sudor, ginebra, ruibarbo y ajo, al punto que tras guiñar un ojo al formal coronel inglés le dijo que no se acercara mucho porque apestaba. Tras eso añadió que no tenía ni idea de qué sucedía. A continuación preguntó qué tal le había ido a Wellington, para escuchar un sucinto «bastante bien, Alteza; (Wellington) sufrió pocas bajas y Ney (Mariscal de Napoleón) acabó retirándose», a lo que no llegó a contestar, pues se había quedado frito.

Ya iniciaban el regreso cuando les alcanzó el doctor Bieske, a la sazón muy ensangrentado; acababa de amputar la mano de un oficial inglés al que había visto varias veces en el cuartel general, y se preguntaba si tendrían interés en hablar con él. El coronel, que resultó ser Sir Henry Hardinge (Comisionado Británico en los Cuarteles Prusianos), contemplaba con melancolía el vendado muñón en que se había convertido su mano izquierda. Él y Gordon eran amigos desde los tiempos de Lisboa. Sir Henry (tras explicar que una bala se le llevó media mano cuando dejaba el molino Bussy, que se quedó rezagado y sin caballo, que después se perdió y que si había terminado allí fue porque le recogió un alma buena con forma de sargento prusiano) les contó lo poco que a él le habían dicho, apenas que Gneisenau (Jefe de Estado Mayor Prusiano) ordenó marchar hacia Wavre. Añadió que Bonaparte les había dado un buen repaso, que las bajas no serían menos de treinta mil, que veía imposible que aquel ejército derrotado, desmoralizado y disperso estuviera en condiciones de volver a pelear antes de dos semanas y, por último, que no sabía interpretar las razones de Gneisenau para marchar sobre Wavre. Bajo cualquier consideración lógica, se habría debido inclinar por Namur o por Gembloux; igual aquello significaba que se había vuelto loco, él también. Hardinge ardía de fiebre y de dolor. Prefería seguir allí, bajo los cuidados del doctor Bieske y esperar a que les evacuaran. Sólo quedaba despedirse, desearles suerte y rogar a Gordon que presentase a Lord Wellington sus excusas por no poder desempañar su cometido durante algún tiempo.

Ya sobre los caballos, Sir Alexander Gordon se preguntaba si convendría regresar o buscar a Gneisenau. Miniussir ni se lo planteaba; él sólo era un intérprete desfallecido, aunque asintió vigorosamente tras escuchar del coronel que lo mejor sería informar a Wellington cuanto antes, pues si Bonaparte había vencido en Ligny no tardaría en lanzarse contra él, y Les Quatre Bras no era la clase de posición donde a (Wellington) le gustaba ofrecer combate. (Gordon) Indicó al teniente que mandaba el escuadrón que regresaban a Genappe.

Se había hecho de día y la sensación atmosférica era de bochorno, de tormenta inminente.

–No será un buen día para combatir.
–Hoy no lo haremos, Nicolás; a cambio, nos hartaremos de caminar. ¿Qué a dónde, dices? Pues a Mont-Saint-Jean. Es la clase de lugar donde a (Wellington) más le gusta pelear.


POSICIONES DE WELLINGTON LA NOCHE ANTERIOR DE LA BATALLA DE WATERLOO.

21.00 h.
(Ejército de Wellington)

De Lancey (Intendente General de Wellington) había reservado la fonda Jean de Nivelles, en Waterloo, para Su Gracia, sus Ayudantes de Campo, los Comisionados, el doctor Hume, Lord Fitz-Roy Somerset (Secretario Militar) y él mismo. Imperaba el buen humor, pues además de batir a Ney (Mariscal de Napoleón) se habían pitorreado de Bonaparte, a quien estaban seguros de vencer al día siguiente, tras lo cual se lanzarían sobre París. (A Wellington) Le quedaba reunirse con Uxbridge (Jefe de la Caballería de Wellington). Su propósito era conocer el plan que debía seguirse si a (Wellington) le ocurriese algo durante la batalla.

(Wellington) –Uxbridge, mañana atacará primero Bonaparte. Mis disposiciones son las únicas que puedo tomar: batirle. Suceda lo que suceda, esté tranquilo; tanto usted como yo cumpliremos con nuestro deber. Uxbridge no necesitaba oír más, de modo que, tras despedirse, les dejó solos.

Era lo que buscaba Wellington, pues tenía unos cuantos asuntos para despachar con Álava, siendo el primero pedirle que se preparase para ser su Intendente General si De Lancey quedaba fuera de combate, o si le relevaba. El general (Álava), que temía que hiciera eso, dudaba que los Ayudantes de Campo, los suyos (de Wellington) y los del Intendente General (De Lancey), lo aceptasen, pero Wellington le tranquilizó: allí todos le consideraban de la familia. Le reconocían como un miembro senior de su (General en Jefe), no como un simple Comisionado.

(Wellington) –Gordon (Ayudante de Campo de Wellington) habla bien de tu chico (Miniussir). Apunta buenos modos, dice. Tan imperturbable como un inglés, cosa que le ha sorprendido. El general (Álava) asintió; le había tenido a su lado desde que comenzó el picnic de Les Quatre Bras, gracias a lo cual podía constatar que no parpadeaba cuando las bolas de doce libras caían (demasiado cerca). Te rogaría que mañana le tuvieses a mano, por si necesitara enviar a Gneisenau (Jefe de Estado Mayor Prusiano) un mensaje verbal sin que Müffling (Delegado Prusiano ante Wellington) lo supiese.
(Álava) –No creo que sea tan desleal. Idiota, sí, pero a traidor es difícil que llegue.
(Wellington) –Los idiotas son los peores. Si yo fuera Bonaparte, a la hora de sobornar empezaría por él.

El general (Álava) asintió, aunque por simple cortesía. No le alarmaba que Wellington se mostrase paranoico. Le ocurría en todas sus vísperas de gran batalla. Una lástima que Lady Frances (Frances Webster-Wedderburn, amante de Wellington) no tuviera planes de ir por Waterloo, a ordeñarle la mala leche. Sus hombres se lo agradecerían inmensamente.


22.30 h.
(Ejército de Wellington)

Müffling hablaba con Brünneck (Mayor enviado con un mensaje de Gneisenau para Wellington). Quería conocer el mensaje de Gneisenau (Jefe de Estado Mayor Prusiano), pero sus órdenes decían que nadie lo debería escuchar antes que Wellington. Precediendo al rígido mayor bajó al despacho de (Wellington), a la sazón reunido con Somerset, Álava y Gordon. El oficial transmitió el mensaje de Gneisenau. En síntesis, confirmaba que si (Wellington) aceptaba la batalla podría contar desde mediodía con el IV Cuerpo de Ejército (prusiano). Wellington, que temía disfrutar el mismo trato que dispensó a los infelices aliados treinta horas antes, interrogó amigablemente al tieso Brünneck, sobre la situación del (Ejército Prusiano), su despliegue, su armamento y su estado de ánimo. Las respuestas del oficial parecieron complacerle, pues le pidió que transmitiese al Príncipe Blücher y al Conde Gneisenau (Jefes del Ejército Prusiano) su determinación de combatir al día siguiente, domingo 18 de junio, siempre y cuando contase con aquel excelente IV Cuerpo de Ejército.


DÍA DE LA BATALLA.
WELLINGTON REPASA CORRESPONDENCIA Y PLAN.
Brabante y Valonia, domingo 18 de junio.

05.00 h.
(Ejército de Wellington).

Wellington llevaba hora y media escribiendo.

La primera carta fue para Lady Frances Webster-Wedderburn (amante de Wellington). Era conminatoria: hoy libraré una batalla, puedo ganar aunque puedo perder, y en previsión de lo último marche usted ahora mismo para Amberes. El comandante de la fortaleza tiene órdenes de no franquear el paso a nadie que no muestre mi salvoconducto. Bien, pues esta carta es el suyo y el de Lord Mountnorris (padre de Lady Frances).
Lady Frances Webster-Wedderburn
Amante de Wellington.


La segunda (carta) era para el tal comandante de Amberes. Le ordenaba declarar el estado de sitio, cerrar las puertas y sólo abrirlas a la familia real francesa y a un determinado número de aristócratas británicos y extranjeros cuya relación le acompañaba, y que coincidía con la que había empleado Lady Charlotte (Duquesa de Richmond) para confeccionar la parte civil de su lista de invitados.

La tercera y la cuarta (cartas), destinadas al Duque de Feltre (Ministro de Luis XVIII) y al Duque de Berry (sobrino de Luis XVIII), eran para instarles a dejar Gante y ganar Amberes si Bonaparte lograba desbordar la posición defensiva que había montado en Halle a las órdenes del Príncipe Federico (de los Países Bajos, 2º hijo del Rey).

La quinta y última (carta) era para Sir Charles Stuart (Embajador Británico); le rogaba que organizara, en coordinación con el duque de Richmond (Charles Lennox), la retirada sobre Amberes de la colonia británica, sin precipitación y sin pánico, al menos mientras fuera posible que todo marchara bien para las armas británicas.

A la mitad de su tarea le llegó un mensaje firmado por Blücher (Jefe del Ejército Prusiano) pero escrito por Gneisenau (Segundo de Blücher) en su rupestre inglés; aseguraban que atacarían el flanco derecho de Bonaparte con tres cuerpos de ejército; no con los cuatro, porque debían dejar el III en retaguardia y con él contener a Grouchy (Mariscal de Campo que comandaba el ala derecha del Ejército Francés), cuyos treinta y cinco mil hombres y cien cañones no estarían en Mont-Saint-Jean. Suficiente, pensó (Wellington): los dados estaban echados. Tras garrapatear al pie del documento su lacónica respuesta “de acuerdo” pidió a Müffling que lo devolviese al Príncipe Blücher. Müffling lo hizo a través del oficial que lo trajo, al cual ordenó que si se diera en el camino con el Conde Bülow (Jefe del IV Cuerpo de Ejército Prusiano) le mostrara el papel y añadiera de palabra que la suerte de la batalla dependería de lo pronto que llegase a Mont-Saint-Jean.

(A Wellington) Le daba tiempo a leer un par de cartas que había dejado apartadas. Una era de Talleyrand (Había ejercido desde abril de 1814 como Primer Ministro y representado a Francia en el Congreso de Viena). Escribía desde Baden-in-Baden, donde se dejaba torturar de una forma sumamente placentera. Tras ese preámbulo mundano se deshacía en deseos de buena suerte y mejor gloria, lo cual era de agradecer aunque no en aquel momento; ya lo haría si vencía.

La otra era de Mina (Duquesa de Sagan). Mientras desplegaba el papel reconstruía su silueta, preguntándose si la seguiría encontrando deseable la próxima vez que se vieran, lo que si vencía ocurriría con seguridad; si no, debería resignarse a disfrutar los placeres del olvido. Decía que dejaba Múnich para recogerse unos días en el Hotel Pupp, en Karlsbad (Karlovy Vary, ciudad balneario de Bohemia), donde tantos veranos encantadores había pasado con su madre y sus hermanas. Le deseaba la mejor de las suertes y le rogaba que, si encontrara un minuto, le dirigiera unas líneas para explicarle qué tal le iba.

LA BATALLA.
05.00 h.
(Ejército de Wellington).

(Wellington) Se puso el bicornio, bajó al patio de caballos, donde Beckermann sujetaba de las riendas al piafante Copenhagen, montó y salió al exterior. Allí le aguardaba el que sería su séquito del día. En pie sobre los estribos examinaba el cuadro. Sus acompañantes inmediatos eran De Lancey (Intendente General) y Lord Fitz-Roy Somerset (Secretario Militar).

Batalla de Waterloo
(hacia las 20 horas).



Batalla de Waterloo
(plano).



Les seguían sus ocho Ayudantes de Campo y diez más de rango superior a comandante. A continuación el Príncipe Guillermo (Primogénito del Rey de los Países Bajos), Lord Hill (Jefe del II Cuerpo de Ejército), Lord Uxbridge (Jefe de la Caballería) y unos cuantos generales más; les había ordenado acompañarle a pasar revista, lo que harían a caballo y entre los alaridos de los soldados. Cerrando la comitiva, los Comisionados y sus Ayudantes de Campo. El primero, Müffling (Comisionado de Prusia). Tras él, Pozzo di Borgo (Comisionado de Rusia). A continuación, el Barón Vincent (Comisionado de Austria). Cerrando la formación, Don Miguel de Álava (Comisionado de España) en impecable atuendo de teniente general español, el cual coincidía en todo menos en el bicornio con el de un Full General del Ejército Británico.

Lord Hill
(Lona de George Dawe, 1819).
Müffling


No marcharían solos; les escoltaría un escuadrón de caballería ligera británico, y frente a la iglesia de Saint Joseph, por si no bastara, presentaba sus armas el batallón del 27º Enniskillen (Regimiento Irlandés) que había hecho guardia durante la noche. Su banda de música embellecía el momento con sus pífanos, sus tambores y sus cornamusas, lo que combinado con el límpido aire de la mañana convertía la ocasión en merecedora de los pinceles de un Lawrence.

Miniussir encontraba en verdad adecuada, por lo conmovedora, la pieza que repetía y repetía la banda del 27º. Resultaba un tanto monótona, pero añadía a la grandiosa escena, tan magnífica que muy pocos mortales lograrían disfrutar algo parecido a lo largo de sus insignificantes vidas, un punto de grandeza y solemnidad que bordeaba lo sublime. Todo ello lo archivaba en los cuévanos de su memoria, registrando con cuidado los innumerables detalles que abarcaban sus admirados ojos, pero le faltaba el nombre de aquella hipnótica melodía que con tanto éxito conseguía erizarle los pelos del cogote.

(Miniussir) –¿Qué cosa es ésta que suena, mi general?
–Es un aire irlandés se llama Lillibullero, nació no sólo como una melodía pegadiza, sino fácil de acompasar al paso de un batallón.

Los irlandeses del 27º Enniskillen, protestantes fanáticos del recalcitrante Fermanagh, se animaron a cantar nada más ver al temido (Wellington) dar la orden de marcha.


11.35 h.
(Ejército de Wellington).

Una batería de la Guardia Imperial (Vieja Guardia, soldados franceses veteranos de élite) acababa de hacer fuego con tres piezas. Tras eso vendría un breve silencio. El que necesitaban todos para encomendar sus almas a Dios.

(Wellington) –Que los mandos ocupen sus posiciones, a (Wellington) le flanqueaban De Lancey (Intendente General) y Lord Fitz-Roy Somerset (Secretario Militar); a pocos metros, tres grupos de Ayudantes de Campo, los suyos, los del uno y los del otro; algo más alejados, los Comisionados, de los que sólo uno, Álava, tenía el suyo junto a él (Miniussir), ¡General Müffling (Comisionado Prusiano)! ¿Se sabe algo de Blücher (Jefe del Ejército Prusiano)? (el aludido, se acercó denegando con la cabeza). ¿Tendría la bondad de mandarle un oficial, a ver si logramos saber qué pasa?

(Müffling) –Todos los míos están de camino al cuartel general del Príncipe Blücher, o regresando. ¿Sería posible contar con alguno de los suyos?
(Wellington) –Ninguno de los míos sabe una palabra de alemán. ¡General Álava! su ayudante (Miniussir) sí lo habla, ¿verdad?

(Álava) –Así es, Su Gracia.
(Wellington) –Tenga la bondad de ponerlo a las órdenes del general Müffling, siquiera por esta vez.

El minuto de cortesía expiraba. Los doscientos cuarenta cañones del Ejército del Norte (francés) abrían fuego, al fin.


16.30 h.
(Ejército de Wellington).

Habían pasado veinte minutos desde que los últimos Cazadores a Caballo (caballería ligera napoleónica) se lanzasen pendiente abajo y Wellington ordenara ponerse a cubierto, intuyendo el siguiente movimiento. No se confundió, pues nada más cruzar la línea de su artillería ésta comenzó a disparar. Los proyectiles (franceses), mejor apuntados que antes, comenzaban a caer cerca del olmo (donde estaba instalado) Wellington, así como del borde superior del risco. Dados el ángulo de caída y la pendiente que comenzaba tras aquél, las bolas tocaban tierra e iniciaban una larga serie de rebotes, por lo cual los oficiales dieron a los infantes la orden de ganar el borde del talud, de forma que solamente hicieran daño los impactos directos sobre la cresta o pocos metros más allá. Wellington se veía centrado (los apuntadores franceses habían tardado en dar con él, pero ya le tenían en sus catalejos), de modo que se desplazó unos metros a su izquierda, los suficientes para descentrarse aunque sin perder ángulo de visión.

Su (Intendente General De Lancey) y su séquito de Ayudantes de Campo, Comisionados y Secretarios hacían lo mismo, aunque con suerte algo peor. El comisionado (austríaco) Vincent fue la primera baja; un proyectil de seis libras le rozó una mano, sin arrancársela pero causándole una gran laceración; los huesos se le veían y la hemorragia era por demás aparatosa, de modo que De Lancey le ordenó retirarse al hospital instalado en el caserío de Mont-Saint-Jean. El comisionado (ruso) Pozzo se brindó a escoltarle. La segunda baja fue Sir Alexander Gordon (Ayudante de Campo de Wellington). Un proyectil le golpeó de refilón en el muslo izquierdo, muy cerca de la cadera. Una herida de las malas, se dijo Álava mientras cooperaba con dos Ayudantes de Campo para sostenerle sobre su montura, sorprendentemente intacta. Dada la hemorragia y el trozo de fémur que asomaba por el calzón, Sir Alexander podía ir despidiéndose de su pierna, y seguramente de su vida. Aún le veía marchar, sostenido por los Ayudantes de Campo, cuando una nueva bola impactó en el codo derecho de Lord Fitz-Roy (Secretario Militar de Wellington). Otra herida muy mala, lo sabían él y su ecuánime observador, el cual le perdió de vista mientras se alejaba con otro Ayudante de Campo. La batalla no permitía preocuparse de los amigos, se decía el endurecido Álava mientras veía pasar volando a Sir William de Lancey.

Sir William Howe De Lancey.


Según explicaba Miniussir (a Álava), una bola de seis libras le dio (a De Lancey) en la espalda, no de lleno pero sí con el suficiente ángulo para lanzarle sobre las orejas de su caballo, yendo a dar con sus huesos diez yardas más allá. Las costillas desgajadas de su espina dorsal le asomaban a través de su desgarrada casaca, si bien no sangraba mucho. La evidencia de que, sin ganas, (Álava) era de nuevo el Intendente General le llevó a echar pie a tierra, indicar a Miniussir que sujetase las riendas de su caballo y el de Sir William, y en dos zancadas situarse junto al coronel (De Lancey), al cual ya rodeaban Percy (Ayudante de Campo de Wellington), March (Lennox, Ayudante de Campo) y dos soldados llamados a gritos. Desplegaron una manta, le pusieron encima y se lo llevaron en volandas a la casa de las amputaciones urgentes, no sin que Álava le quitara su silbato, el de convocar a los Ayudantes de Campo.


La Batalla de Waterloo
por Clément-Auguste Andrieux.




Batalla de Waterloo
por William Sadler.



La batalla no cesaba, en derredor seguían cayendo proyectiles y él (Álava) aún necesitaba recuperar el también caído cuaderno de operaciones. Tras eso fue por el caballo de Sir William. Lo hacía porque una de las carteras que llevaba en la grupa contenía el inventario de anotaciones y las copias de las órdenes dadas desde que comenzó la campaña. Miniussir y él seguían montados, pero en cualquier momento podían quedarse a pie; de ahí que pidiese a Miniussir (un excelente jinete) conservara el suyo de las riendas, como «respeto» para cualquiera de los dos, mientras él subía en el de Sir William. Lo que vivían, se decía el también curtido Miniussir, era un festival de sangre y vísceras, y si no se asombraba de su propia serenidad era porque los había vivido peores con Morillo (General en la Guerra de Independencia Española). Allí, en Mont-Saint-Jean, la sangre corría por igual, pero con menos aullidos. Wellington había presenciado la escena desde veinte pasos más allá apreciando la significativa merma de su estado mayor, pero le tranquilizó ver que Álava enarbolaba el cuaderno del Intendente General. Una señal de asentimiento y volvió el catalejo no a la línea francesa, sino a la (Meseta) de Chapelle-Saint-Lambert, por donde una masa de uniformes muy oscuros iniciaba la marcha sobre la derecha de Bonaparte.


18.15 h.
(Ejército de Napoleón).

Tras casi siete horas de lucha l’Empereur (Napoleón) aceptaba que la posición británica era excelente, aunque como todas las posiciones excelentes tenía una clave de bóveda, la cual, si caía, provocaría un desplome general. La de la (Meseta) de Mont-Saint-Jean era La Haie Sainte. Había que tomarla costase lo que costara. Una vez se consiguiese, sus columnas podrían lanzarse contra el centro y el ala izquierda del inglés sin que sus tiradores les acribillasen, con lo cual su línea se quebraría. Lo haría en dos columnas, una mandada por Ney (Mariscal Francés), al frente de lo que aún quedaba del II Cuerpo de Ejército, y la otra por Durutte (General Francés), que ocupaba el puesto de Drouet (era su general más antiguo) al haber quedado éste fuera de combate. Ney marchaba en cabeza. Al frente de sus seis mil cargó contra los defensores de La Haie Sainte, que andaban cortos de munición; se les terminó en cuestión de minutos pero se negaron a capitular, eligiendo resistir a la bayoneta, para escapar a la carrera cuando sólo quedaban cuarenta y seis, casi todos heridos si no mutilados.


(Ejército de Wellington)

Nada más gualdrapear la tricolor sobre La Haie Sainte se acercaron varias baterías montadas, para disparar contra el centro inglés a menos de ciento cincuenta metros. No era la peor amenaza que podía sufrir el tal centro, pero en la línea británica también había comandantes capaces de perder los nervios. El que más los perdió fue Guillermo, Príncipe de Orange (hijo del Rey de los Países Bajos), que juzgando la posición perdida ordenó al coronel de la KGL (Legión alemana del Rey Británico) Christian von Ompteda que se lanzase al frente del 5º batallón de su 2ª Brigada (todo lo que aún quedaba de la vapuleada unidad) para neutralizar las baterías francesas y retomar La Haie Sainte. Wellington lo habría impedido, pues era la clase de acción que no se podía emprender sin un sólido apoyo artillero. Ompteda no sólo sabía que partían, él y sus hombres, hacia una muerte segura, sino hacia una muerte inútil, pero en su filosofía germánica las órdenes se daban para ser cumplidas, de modo que tras santiguarse ordenó cargar contra el enemigo a sus pocos cientos de hombres, con los resultados esperables. Más de un veterano de la KGL habría descerrajado un tiro al príncipe imbécil, aunque éste tuvo suerte, pues una bala perdida le rozó un hombro, dándole una excusa para ceder el mando al espantado Hill (Jefe del II Cuerpo de Ejército), que jamás había visto una exhibición de incompetencia semejante, y escoltado por el capitán Constant-Rebecque (hijo de su Jefe de Estado Mayor), abandonó el campo rumbo a la granja (de los Hospitalarios), en Mont-Saint-Jean, y de allí a su palacio de Bruselas. El Príncipe Guillermo había tenido demasiado, al igual que sus exasperados subordinados, aunque a éstos les aliviaba ver que a partir de aquel momento les mandaba un militar y no un cretino de sangre real.

Guillermo, Príncipe de Orange
(hijo del Rey de los Países Bajos).



La última hora estaba siendo trágica para el (Ejército de los Países Bajos), anotaba el general Álava en el cuaderno de Sir William (De Lancey). Su destino era seguir a Wellington allá por donde avanzara, y eso era lo único que habitaba en su estoico cerebro, ajeno a que tras él marchaba un comandante provisional (Miniussir) que aprendía muy deprisa el supremo arte de no dejarse horrorizar, sucediera lo que sucediese.


(Ejército de Napoleón)

Con su bandera ondeando en La Haie Sainte, a Ney (Mariscal de Napoleón) le parecía que nada se podría interponer entre su persona y la Gloria Suprema, la de ser el vencedor de la batalla más grandiosa en la historia de Francia. De ahí que reorganizase sus fuerzas para lanzarse otra vez contra el centro de Wellington, reemplazando las bajas con las brigadas de Bachelu y Foy. De nuevo contaba con seis mil hombres. La visibilidad era exigua, pues el humo de las pólvoras, siete horas ya de cañonazos y descargas de fusilería, flotaba muy bajo y tardaba en dispersarse. Marchar, además, era difícil, pues el suelo estaba plagado de cadáveres, de hombres y de bestias. Marchaban envueltos en una neblina, bien a cubierto de los disparos británicos. A doscientos pasos de la cresta el aire se aclaraba. Los franceses surgían de la neblina, para en el acto recibir nubes de metralla, lo que no les disuadía. Sólo querían coronar el talud y ponerse a matar gente, como sin duda esperaban los que, al otro lado de aquél, tenían la mente tan vacía como ellos.

La unidad que les hacía los honores era la 1ª Brigada de la KGL (Británica), con su coronel Georg-Karl du Plat al frente; la formaban cuatro batallones de infantería que llevaban doce años en el negocio. Eran cualquier cosa menos aficionados, estaban frescos y, a diferencia de sus iguales franceses, andaban lejos de haber tenido demasiado. La lucha fue breve, aunque insuperablemente sangrienta. Cuando Ney mandó retroceder fue por ver que un minuto después se habría quedado solo; los supervivientes ya se lanzaban pendiente abajo, dejando atrás mil quinientos muertos y heridos. La 1ª Brigada (Británica) también había tenido lo suyo, comenzando por el ensartado Du Plat. Sus cuatro batallones contarían por uno solo, aunque casi todos sus heridos lo podrían contar. Era, esa, la gran ventaja de la defensa frente al ataque.

L’Empereur (Napoleón) se había perdido la función, y no por la neblina que ocultaba el escenario. Sabía por La Bédoyère (General de Napoleón) que su bandera ya gualdrapeaba en La Haie Sainte, pero no se alegraba. Su atención seguía en el flanco derecho, donde la presión del IV Cuerpo de Ejército Aliado era excesiva para su VI Cuerpo de Ejército. Habían cedido mucho terreno, al punto que se luchaba en las calles de Plancenoit. Según Soult (Jefe de Estado Mayor de Napoleón), tenía un tercio menos de Ayudantes de Campo, mensajeros y ordenanzas que hacía media hora, y las perspectivas eran de ir a peor. A regañadientes aceptó marchar, ante la evidencia de que cualquier proyectil bien apuntado les sepultaría bajo un muro, pero no sin antes ordenar se destacasen dos batallones de la Vieja Guardia bajo el mando del general Pelet-Clozeau. Se sumarían a los ocho de la (Joven Guardia), al mando de Duhesme, que había despachado al mismo sitio cuando Ney iniciaba su marcha sobre La Haie Sainte. Con eso debería bastar para contener a los prusianos otro par de horas, si no llegaban más. Temía que así fuera porque Mouton (Jefe del VI Cuerpo de Ejército de Napoleón) había detectado unidades no identificadas llegando por el Sur y por el Este. Aquello sólo podía indicar que otro cuerpo de ejército estaba uniéndose a Bülow (Jefe del IV Cuerpo de Ejército Prusiano). Fuera como fuese, le daría igual si Mouton, Duhesme (Jefe de la Guardia Joven Imperial) y Pelet-Clozeau (Jefe del 2º Regimiento de Cazadores a Pie de la Vieja Guardia Imperial) se sostuvieran las dos horas que necesitaba para quebrar la resistencia de un Wellington que ya debía estar tan exhausto como él.


18.45 h.
Ejército prusiano.

Zieten (Teniente General, Jefe del I Cuerpo de Ejército de Prusia), al frente de la 1ª Brigada, varios regimientos de la 2ª y las baterías 3ª y 8ª, tomaba posiciones en Ohain. Pretendía desplegar las dos baterías y avanzar hacia Papelotte, pero el panorama le hacía reconsiderar sus planes. La infantería francesa cargaba en la misma Papelotte contra los hannoverianos, quienes no parecían determinados a resistir mucho más. Lanzarse a reforzar un ejército casi en desbandada era contrario a los más elementales principios tácticos. Al tiempo, el ataque francés, reforzado con caballería y artillería montada, parecía cerca de romper la por momentos más débil ala izquierda. Era para preguntarse si no sería más prudente cambiar de objetivo y sumar sus fuerzas a las de Bülow (Jefe del IV Cuerpo de Ejército Prusiano), al que sabían enfangado en Plancenoit.


Bülow

Prusianos entrando en Plancenoit.

La respuesta llegó por el camino del Lasne, de donde surgía un presuroso Mayor Scharnhorst. En un minuto le tuvieron con ellos, para escuchar sus órdenes verbales: dirigirse a Plancenoit, donde la Guardia Imperial y el VI Cuerpo de Ejército Francés parecían a punto de masacrar al IV Cuerpo de Ejército Prusiano. Tras aquello, Zieten no tenía opción: por mucho que las órdenes de Gneisenau (Jefe de Estado Mayor Prusiano) eran reforzar a Wellington cuando le viera en auténtico peligro, contra lo que veía y lo que decía Scharnhorst no había más alternativa que señalar el sur y dar orden de marcha.

Las dudas de Zieten se reflejaban en los catalejos de Wellington y Álava.


Ejército de Wellington.

«¿Pero qué pasa con ese imbécil?»

Álava señaló un punto entre su posición y la de Zieten (General Prusiano); allí estaba Müffling (Comisionado Prusiano ante Wellington), sin visibilidad sobre Ohain y por las trazas aguardando la llegada del I Cuerpo de Ejército Prusiano. Álava, que no necesitaba recibir instrucciones, indicó que dejaba la posición y hacía por Müffling. Le indicó que se llegase junto a Zieten y le recordase la promesa del Príncipe Blücher. A eso añadió, que Zieten tenía que saber que con su actitud estaba llevando a Wellington a ceder la batalla y retirarse a Halle, dejando al (Ejército Prusiano) a los pies de Bonaparte.

–Descuide, general, lo haré. Ha de ser un asunto entre prusianos.


Ejército prusiano

Zieten levantaba la mano para virar a Plancenoit cuando vio llegar a Müffling. Scharnhorst, viendo que aquello tomaba mal cariz (no deseaba verse a sí mismo explicando al iracundo Capitán General que no logró convencer a Zieten) volvió a insistir en las órdenes del Príncipe (Blücher), pero Müffling lo detuvo, reforzándolo con que sería Zieten el responsable de perder al (Ejército Prusiano) por desobedecer una orden recibida en persona, y sólo porque un simple mayor decía traer, contra los usos oficiales del Real Ejército Prusiano, una orden verbal que igual no había entendido. Las palabras de Müffling tuvieron la virtud de componer en la mente del nada imaginativo Zieten la visión de sí mismo frente a un pelotón de fusilamiento, de modo que ya no dudó más. A fuerza de rodillas hizo girar su montura para enfilarla en la dirección de Papelotte.


Zieten
(Ier Cuerpo de Ejército Prusiano)



19.15 h.
Ejército de Wellington.

El séquito de Wellington se veía muy mermado. Sólo quedaban Álava (su Intendente General Provisional), Percy, Fremantle y March (sus Ayudantes de Campo). Tras ellos, docena y media de Ayudantes de Campo, unos de Lord Fitz-Roy (Secretario Militar) y otros de Sir William De Lancey (Intendente General, ya trasladado por grave herida en combate).

Miniussir no estaba; Wellington le había enviado a tomar el mando de lo poco que aún quedaba de los brunswickers (brunswickers negros, cuerpo de voluntarios con uniformes negros, creado por Federico Guillermo, duque de Brunswick-Wolfenbüttel entre 1771 y 1815 para luchar en las guerras napoleónicas), pues habían perdido todos sus oficiales y no contaba con nadie, salvo él, capaz de mandar en alemán.

Brunswickers negros.

A la batalla no podía quedarle mucho, pensaban. El fuego de la gran batería francesa se había detenido, aunque no parecía que por falta de munición. La razón debía (de) tener que ver con la rápida reorganización de batallones y regimientos que observaban con sus catalejos a través de la neblina.
(Álava) –Bonaparte piensa tirarnos a la cabeza todo lo que le queda.

Wellington asintió. Cualquiera con un catalejo advertiría (desde donde creía él que se hallaba Bonaparte) que otra masa de uniformes oscuros (prusianos) rebasaba Chapelle-Saint-Lambert, y que la de más al norte, la de Ohain, se agrandaba por momentos, acercándose a muy buena velocidad. En media hora otros veinte mil prusianos, de los Cuerpos de Ejército I y II, se unirían a los treinta mil del IV. Bonaparte se vería dividido frente a cien mil hombres con los cincuenta y cinco mil que aún debían de quedarle. Debería elegir entre sus dos últimas opciones: lanzarle sus últimas reservas o retirarse a Charleroi. Una hora después no tendría ninguna de las dos, y a juzgar por la forma que iba tomando su línea no pensaba desistir. La batalla, hiciese lo que hiciera, estaba ganada, o casi. Se trataba de conservar la cabeza fría, no dejarse llevar por los impulsos, maniobrar con orden y dar tiempo a que los prusianos acabaran de llegar.

–Álava, que Chassé (General Holandés) ocupe posiciones ahí enfrente (señalaba el extremo más al oeste de una media luna formada por la 1ª Brigada de Infantería y las once baterías de nueve libras que aún le quedaban); Fremantle, recorra las posiciones y haga saber que los prusianos ya llegan, pero que aún debemos resistir una última carga. Que la gente se reaprovisione de munición, la que aún les quede. Nos espera una última hora interesante.

El arma definitiva de Bonaparte rompía marcha. La merecidamente aborrecida (Vieja Guardia), encabezaba la columna central, empuñando sus mosquetes.

Vieja guardia francesa.

Con un minuto de diferencia, otras dos columnas, éstas de infantería de línea, se lanzaban a lo mismo, cubriendo entre las tres un frente de quinientos metros que venía derecho adonde les observaban ellos, en el extremo este del semicírculo que comenzaba en Hougoumont, bordeaba Braine-l’Alleud y giraba sobre un centro imaginario para terminar en el también castigado árbol, bajo el que piafaban con explicable nerviosismo los caballos de todos ellos.

(Wellington) –Dan sesenta pasos por minuto. En cuanto empiecen a pisar cadáveres bajarán a dos tercios. Les tendremos a veinticinco metros en poco más de un cuarto de hora. Que Maitland (Sir Peregrine Maitland, General del I Cuerpo de Ejército de Wellington. En aquel momento al mando de dos batallones de la 1ª Guardia de Granaderos) se prepare. Sus guardias serán los que decidan esto. ¿Por dónde va Zieten (Jefe del I Cuerpo de Ejército Prusiano)? (Wellington había vuelto su catalejo hacia Papelotte). No le veo. ¿Le habrán entrado más dudas?

(Álava) –Mire un poco más arriba, Su Gracia (Wellington). Al fondo y a la derecha. Álava señalaba un anfiteatro entre Papelotte y Fichtermont donde se desplegaban docenas de cañones en intención de tiro rasante. A su izquierda, cientos de jinetes en uniforme oscuro parecían listos para lanzarse pendiente abajo, al amparo de su artillería. Zieten, por las trazas, aguardaba el mejor momento para lanzarse sobre la columna (francesa) más cercana, la que marchaba sobre Papelotte.
–Les harán pedazos. Por donde avanzan no les pueden ver (al sur de la posición de Zieten se alzaban las estribaciones occidentales del bosque de París; los franceses de más al este sólo les verían cuando se les echaran encima). Deben de tenerles muchísimas ganas, Su Gracia.

(Wellington) y sus ya pocos acompañantes asentían en ceñudo gesto de aprobación a lo que decía el general Álava. Wellington, en esos momentos, era un simple general agradecido al aliado leal que le permitía, o así debía suceder, volcarse sobre sólo dos tercios de un enemigo todavía ignorante de que para él no había esperanza.


19.45 h.
Ejército de Wellington.

La columna del oeste había llegado a Hougoumont, que seguía bajo el fuego de los morteros de asedio. La caballería de Uxbridge (Jefe de la Caballería de Wellington) la hostigaba, (los cazadores a caballo y granaderos a caballo franceses) la defendían, y todos ellos, sumados a los setecientos u ochocientos guardias que defendían el castillo, se volvían a enzarzar en su batalla particular. Wellington y sus Ayudantes de Campo se (concentraban) en la columna central (francesa), por entonces a cien metros y avanzando a buen paso, saltando sobre cadáveres e indiferente al fuego de los cañones británicos, que no era tan denso como en las cargas anteriores. Quizás eso animase a la ceñuda Vieja Guardia, por entender que al enemigo no podían quedarle muchas piezas, ni tampoco artilleros, pólvora o munición; era verdad, aunque sólo en parte; lo que más incidía en el menor volumen de fuego era que la mitad de los cañones se habían retirado al flanco izquierdo de la posición central, abriendo un hueco de unos doscientos metros de amplitud por donde penetraría la Vieja Guardia si aceptaba la invitación. Una vez allí sería bien recibida; en su flanco derecho, por el fuego concentrado de once baterías disparando botes de metralla; en el izquierdo, los infantes de Chassé formaban una larga fila, listos para disparar; al frente, la 1ª Brigada de Infantería británica esperaba agazapada en el centeno; la mandaba el apuesto Sir Peregrine Mitland y estaba muy descansada porque apenas había entrado en fuego. Sus batallones equipaban los a esa distancia mortíferos Brown Bess (mosquete); un infante bien entrenado realizaba dos disparos por minuto. A eso se debía que Wellington siguiera tan tranquilo como siempre, apreciando con deportividad la valentía con que los granaderos a pie franceses ganaban la cresta; los pobres diablos no tenían idea de que sólo les faltaban dos minutos para llegar al punto donde las piezas de nueve libras comenzarían a escupir metralla. Un tiempo suficiente para que Wellington volviese su catalejo algo más allá de Papelotte, donde señalaba el general Álava. Lo que veía le gustaba: una masa de jinetes en uniformes negros (prusianos) bajando la pendiente de Oahin a galope tendido, al tiempo que las piezas del I Cuerpo de Ejército Prusiano abrían fuego contra la columna francesa, la cual se detenía en seco. Los jinetes cargaban contra los infantes a una velocidad que no debía bajar de cincuenta kilómetros por hora, de modo que los hendirían en cuestión de segundos. Les salían al encuentro unas docenas de jinetes franceses, pero sin convicción, porque los prusianos eran muchos más. De ahí que con escasa oposición cayeran sobre la columna lanza en ristre, la traspasaran de lado a lado, llevándose docenas de infantes por delante, para volver grupas y cargar por el otro lado. Al tiempo llegaban los húsares y los dragones, y las primeras unidades de una infantería que venía corriendo, y seguramente aullando. Para los desprevenidos infantes franceses, que debían de estar locos por no haberse detenido a formar cuadros, la llegada de aquellas fieras de negro debió ser mucho más de lo que aún eran capaces de soportar, pues pese a que no habrían pasado más de dos minutos les veía romper la formación y echar a correr hacia el sur, algunos arrojando sus armas para ir más ligeros y que no les alcanzasen los siniestros lanceros negros.

–Es asombroso. Se han venido abajo en menos de dos minutos…

La Vieja Guardia (de Napoleón) de la columna central parecía más pendiente de lo que veían a su derecha que del inminente combate contra los ingleses. Ver entrar y salir a los (ulanos negros) de las filas de sus camaradas del II y ver a éstos caer alanceados mientras los demás echaban a correr. Justo en ese instante las piezas de nueve libras se dejaron oír, seguidas de la estruendosa infantería de Chassé (General Holandés del Ejército de Wellington). La primera fila de (granaderos a pie) francesa la formaban los soldados más veteranos, condecorados e imperturbables de la (Vieja Guardia). Un minuto después ninguno estaba en pie. A no pocos de quienes les seguían les ocurría lo mismo, pero aun así no se arredraban. La concentración de fuego de los mosqueteros aliados, que cruzaban la T de la columna enemiga, descarga tras descarga diezmaba las muy disciplinadas filas francesas, hasta llegar un momento en que comenzó la retirada. La (Vieja Guardia), sin dejar de hacer fuego, comenzó a recular sin empujar a nadie, pues quienes hasta entonces les seguían ya corrían pendiente abajo. Durutte (General Francés), que ya veía la batalla perdida, ordenó retirarse, pero con orden. Sus hombres iniciaron la retirada sin que los guardias de los coroneles Frazer y MacDonnell intentaran impedírselo. Así, el I Cuerpo de Ejército (de Napoleón)  inició a muy buen paso el camino de regreso, para ser pronto acompañado por la (Vieja Guardia), que un tanto avergonzada intentaba recobrar la compostura. Lo que no tenía solución era lo del II (Cuerpo de Ejército de Napoleón). Sus hombres volaban más que corrían, alanceados sin compasión por los ulanos de un Mayor Bürsche (Ejército Prusiano) aún muy lejos de saciar su inmensa sed de sangre.
A Wellington le preocupaba que los ulanos negros arrastrasen a los húsares y a los dragones, y éstos a Zieten (Jefe del I Cuerpo de Ejército Prusiano). El vértigo de la Victoria se hacía con ellos, y eso no le gustaba nada. Lo último que aceptaría sería que Blücher (Jefe del Ejército Prusiano) se apropiara de aquélla, de modo que dedicó unos momentos a establecer un balance de situación. Era posible que Bonaparte se sacara de la manga reservas insospechadas, le pillara fuera de su fortísima posición e invirtiera los términos, y también lo era que Grouchy (Mariscal Francés. Intervino en la batalla de Ligny y a continuación Napoleón le encargó la persecución del ejercito prusiano y aquí es cuando Grouchy entró en la historia al no acudir a Waterloo, a pesar del consejo de sus subordinados, en auxilio de Napoleón,  propiciando así la unión del  ejercito prusiano con Wellington) se materializase ahí en medio por alguna suerte de milagro, pero el riesgo de que Blücher se apropiara de Su Victoria le preocupaba mucho más, de modo que se alzó sobre los estribos a fin de ser visto, se sacó el bicornio, lo agitó tres veces de atrás adelante (orden de ataque general).

Ataque General


CONCLUSIÓN DE LA BATALLA.
20.15 h.

Wellington marchaba por la carretera de Charleroi. Junto a él, Uxbridge (jefe de la caballería de Wellington); les seguían Álava, Müffling (Representante de Blücher ante Wellington), Miniussir (relevado (ya) por el renqueante Mayor Holstein, jefe del 1º Batallón de Infantería Ligera de las casi destruidas fuerzas del Duque Braunschweig-Wolfenbüttel), Percy, Fremantle, Broke (Ayudantes de Campo de Wellington) y unos pocos Ayudantes de Campo de Sir William De Lancey (anterior Intendente General, ahora herido), de Lord Fitz-Roy (Secretario Militar) y del propio Uxbridge. No eran un grupo alegre, pese a la victoria. El rojizo atardecer ofrecía (la) visión (de) miles de cuerpos, hombres y caballos, apartados de cualquier modo a los lados de la calzada en los desmochados campos de centeno, algunos aullando de dolor y los más guardando un silencio funerario que casi se agradecía. Un hedor que sólo se podía definir como espantoso, mezcla de pólvora quemada, estiércol, sangre, orina y mierda, al que ya se unían los aromas de la putrefacción, pues aquel domingo que comenzó fresco se había caldeado hasta la exageración, y los muertos más antiguos llevaban allí, en la carretera de Charleroi, más de siete horas. La comitiva ducal adelantaba una unidad tras otra. (Los) soldados, en su mayoría veteranos de la Península, blandían sus rifles al paso de Wellington, en señal de reconocimiento, alegría y respeto. Como aún faltaba para (la granja) La Belle Alliance y Rosomme (los hitos que marcaban la línea de la Gran Batería Francesa) no podía saberse con cuántas piezas acabarían por quedarse, pero los cientos de mosquetes abandonados en el camino le hacían pensar que aquellos pobres diablos seguían el procedimiento usual en los franceses: librarse del arma de fuego, la bayoneta, la munición y la pólvora, que podían llegar a sumar diez kilos, para correr con más facilidad y un poco más deprisa. Si bien casi no sonaban cañonazos, seguían oyéndose disparos. De ahí que nadie se sorprendiera porque una bala perdida se incrustara en la rodilla derecha de Lord Uxbridge (Jefe de la Caballería de Wellington), sin arrancarle más exclamación que un contenido «¡Por Dios, señor, he perdido la pierna!». Wellington, que marchaba también a su derecha, echó un rápido vistazo y respondió en el mismo tono «Por Dios, señor, así es», al tiempo de levantar un brazo pidiendo ayuda (esta escena ha sido referida hasta la saciedad por múltiples autores). Si bien Álava y Müffling (Comisionado Prusiano ante Wellington) reaccionaron en el acto, los que se hicieron cargo del sereno Uxbridge fueron Fremantle y Percy (Ayudantes de Campo de Wellington), que tras ponerse uno a cada lado de su ya pálido amigo, emprendieron el camino de Waterloo. La comitiva reemprendió la marcha, con Müffling  junto a Wellington y Álava con Miniussir. No eran emparejamientos casuales. El primero, porque hacia la posada La Maison du Roi divisaba una masa de uniformes oscuros, a caballo y con banderas en alto. Debía de ser Blücher (Jefe del Ejército Prusiano), y a Müffling le correspondería el honor de ser el vehículo a través del cual (Wellington) y el prusiano se ponían de acuerdo. El segundo, porque Álava intuía que algo debía estarse cociendo en la mente de Gneisenau (Segundo de Blücher), de un tipo que a Su Gracia no le gustaría. Necesitaba deslizar una oreja en su estado mayor, y con Hardinge (Comisionado Británico ante Blücher) en Bruselas no se le ocurría ninguna mejor que la de su providencial (Comandante) Miniussir.

ENCUENTRO DE WELLINGTON Y BLÜCHER.
MINIUSSIR AGREGADO A LA PLANA MAYOR DE GNEISENAU.

20.45 h.

Las comitivas se reunían junto a La Maison du Roi. A la de Wellington la precedía la 3ª Brigada, la de Dörnberg (de la Legión Alemana del Rey, (KGL) que era una unidad integrada en el  Ejército británico, formado por soldados de origen alemán exiliados) cuyos dragones no tardaron en confraternizar con los húsares del 2º (Silesia) ni con los ulanos de Bürsche, ni con los del Príncipe Guillermo (de Prusia. 2º Hijo del Rey Federico-Guillermo III y Jefe de la Caballería del IV Cuerpo de Ejército Prusiano), encantado de comprobar que todos eran alemanes.

Encuentro de Wellington y Blücher.
Pintura decorativa (1861) de Daniel Maclise, en el Parlamento inglés.



Gneisenau (Segundo de Blücher) y Álava se habían apartado a fin de parlamentar. Álava proponía: dar por terminada la batalla, pues el agotamiento de los dos ejércitos haría imposible dar un paso más, para emprender al amanecer la persecución de los franceses, el Ejército (Prusiano) por Charleroi y Philippeville, y el (Ejército de los Países Bajos de Wellington) por Nivelles, Mons y Maubeuge. Gneisenau no se detuvo a meditar, para él había empezado la carrera y no pensaba ceder un minuto. Jamás se le presentaría mejor oportunidad de acabar con Bonaparte sin darle posibilidad alguna de resucitar. Por supuesto, no quería excluir a nadie, de modo que si Álava quería enviarle unos cuantos escuadrones de caballería o batallones de infantería, estaría encantado de marchar junto a ellos. Wellington había determinado que ninguno de sus hombres iría más allá de los cuadros atravesados media milla más al Sur.

Álava preguntó a Gneisenau por Hardinge (Comisionado de Wellington ante Blücher). Gneisenau explicó que le creía en Bruselas, para tras eso preguntar si se había previsto enviarle un sustituto, pues sin él carecía de un enlace con el (Ejército de Wellington). Álava, falsamente pensativo, respondió que a Wellington le resultaría difícil designar un oficial antes de unas horas, porque se había quedado sin Secretario, sin Intendente General y sin seis de sus ocho Ayudantes de Campo; en el entretanto le proponía el suyo, el Mayor Miniussir, el cual no sólo estaba ileso, sino que hablaba un excelente alemán y un buen francés. Gneisenau, que recordaba lejanamente al joven comandante, aceptó. Entenderse con un oficial que hablase su idioma sería de agradecer, y contar con alguien que hablara francés le vendría bien, pues sólo le quedaba Nostitz (Ayudante de Blücher) y daba por seguro que se quedaría con Blücher cuando éste, que ya estaba en su límite, decidiera echar el ancla. Estando ya de acuerdo, Álava señaló a Miniussir, quien estaba bien al tanto de la conspiración. Le apetecía echarse a dormir tanto como al que más, pero le animaba la perspectiva de una noche inusitada. Gneisenau le miró con aprobación, a él y a su montura, pero algo no le gustaba.

–¡Una capa y un chacó para este oficial español!

No necesitaba explicar que con aquel camuflaje sólo pretendía evitar al joven comandante que algún fusilero despistado le colocase un tiro por no tomarle por prusiano. Se entregó a Miniussir un par de prendas procedentes del 6º. El resultado pareció agradar a Gneisenau, que sin relajar del todo su expresión de ogro devorador de franceses dejó caer un agradable «Mayor Miniussir, esa calavera le sienta muy bien, pero procure no parecerse mucho a ella». Por sorprendente que pareciera, el tipo aquel padecía un cierto sentido del humor.


MINIUSSIR CON LOS PERSEGUIDORES PRUSIANOS.

21.00 h.

El Teniente Coronel Sir Hugh Halkett, al frente de la 3ª Brigada Hannoveriana, marchaba en cabeza de las fuerzas que perseguían al I Cuerpo de Ejército (francés). Cauto, se detuvo a unos cien metros del cuadro que formaba más al oeste. Dudaba si atacar. Pero la llegada de la batería del Teniente Coronel Sir Robert Gardiner, simplificó la situación. A Sir Robert sólo le quedaban tres piezas, aunque bastarían para dispersar el cuadro de la infantería ligera francesa. El cuadro francés se vino abajo, abandonando su armamento para emprender a su mejor velocidad la ruta de Genappe.

Los cañonazos de Sir Robert llegaban un tanto amortiguados adonde Blücher y Wellington se decían adiós. Miniussir, muy en su papel de Agregado a la Plana Mayor de Gneisenau, compuesta por: el General Grolman (Intendente General), un tal Teniente Coronel Bentivegni, el seco Capitán Woytschekowsky, media docena de oficiales, junto al Príncipe Guillermo (Segundo hijo del Rey de Prusia. Jefe de la Caballería del IV Cuerpo de Ejército Prusiano) y el adusto General Röder (General del I Cuerpo de Ejército Prusiano a las órdenes de Zieten), los cuales mandaban las brigadas de caballería del IV y del I Cuerpos de Ejército, observaba cómo se congregaban los diferentes escuadrones, la caballería ligera más cerca y los dragones en prolongación. El Conde Gneisenau, encaramado en una pequeña elevación, examinaba con orgullo lo que Prusia ponía en sus manos para que acabara de ganar no ya la batalla, sino la guerra. Con pocas excepciones, los cuatro mil vestían las capas negras de la caballería prusiana. El efecto, para Miniussir, era sobrecogedor: jamás había visto una fuerza de aspecto más terrible. La poderosa voz de Gneisenau, en pie sobre sus estribos, le sacó de su ensimismamiento. Las palabras del general prusiano-sajón, se le grabaron a fuego:

–¡Soldados! ¡Hoy hemos demostrado cómo vence un ejército prusiano! ¡Ahora vamos a demostrar cómo aniquilamos! ¡Izad bien altas las banderas negras! ¡Sin compasión¡ ¡Sin prisioneros!

La respuesta, esta vez, a Miniussir no le pareció humana. No eran vítores. Era un rugido de fieras salvajes. Un espectáculo de horror, de santiguarse ante lo que aquellos jinetes despiadados parecían capaces de hacer. Gneisenau parecía satisfecho con el efecto de sus palabras. Sin embargo, había dejado para el final unas incendiarias palabras:

–¡Aplastadlos hasta la muerte, que el día del juicio final nadie os lo reprochará!

Conde Gneisenau.


Se diría que hasta los caballos rugían. Los ulanos del 6º, en primera fila, no sólo aullaban como energúmenos, sino que blandían sus lanzas y sus carabinas, acompañados de los dragones y de los húsares, que hacían lo propio con sus sables y sus pistolas. Suficiente, pareció decirse Gneisenau. Era como haber encendido la mecha de una bomba. Se puso en marcha, y con él su reducido séquito. A la cabeza marchaba el Mayor Bürsche, seguido de sus dos escuadrones. Gneisenau y su grupo se colocaron a continuación, de dos en fondo; él cabalgaba junto al Príncipe Guillermo (Segundo hijo del Rey de Prusia), con los cornetines de órdenes a un lado; tras ellos lo hacían Grolman (Intendente General) y Miniussir, luego Röder y Bentivegni, después los oficiales mensajeros y a continuación un pequeño grupo de dragones. Para Gneisenau el objetivo de la guerra era la destrucción del enemigo, arrebatarle su moral de combate y todo lo que pudiera servirle para reorganizarse y volver a ser un peligro. El propósito de aquella caza nocturna era provocar su desbandada, para lo cual era preciso aterrorizarles. De ahí el redoblar de los tambores (y) las órdenes ya dadas de fusilar a los primeros que capturasen para que, los que dejaran vivos, huyeran despavoridos y explicasen a sus camaradas con qué talante venían los prusianos. Si lograban dispersar aquellos cincuenta mil hombres que huían dos kilómetros por delante, la ruta de París estaría despejada.


MINIUSSIR SE GANA LA CRUZ DE HIERRO PRUSIANA.

23.30 h.

Gneisenau se había detenido a mil quinientos metros de una Genappe iluminada por los incendios. El puente que atravesaba el Dijle no se divisaba desde allí, pero sí la entrada del pueblo, en la que masas y masas de soldados (franceses) se apretujaban unas contra otras, queriendo abrirse paso en cuanto les llegaban los cada vez más cercanos redobles de los tambores prusianos. En su avance desde la línea Glabais Bruyère-Madame los húsares y los ulanos los habían empujado sin darles más opción que marchar hacia Genappe; el número de carros y armones abandonados se incrementaba de un modo exponencial, hasta que al llegar a la pequeña elevación donde se habían detenido (los prusianos) aceptaron que se las veían frente al mayor botín de la historia militar. Los oficiales de Grolman contaban ciento ochenta y una piezas de las doscientas cuarenta que tenía Bonaparte a las once de la mañana; los carros de suministros y los vagones de munición se hallaban junto a los cañones. El horror de la tropa, explicaba que hubieran desenganchado los caballos para escapar sin oposición de los oficiales  en tal estado de urgencia que muy pocos de los cañones estaban «clavados». Los demás aparecían intactos, de modo que la idea de hacer girar el más próximo a fuerza de brazos, apuntarlo contra Genappe y abrir fuego se les antojaba irresistible. Los jinetes prusianos no sabían de artillería; de ahí que para Gneisenau fuera una sorpresa muy agradable saber que su más reciente ulano negro (Miniussir) tenía experiencia en mover cañones, apuntarlos y disparar; en los Reales Ejércitos (españoles) había que saber de todo, explicaba éste mientras movilizaba una docena de dragones para girar la pesadísima pieza entre gruñidos de músculos a punto de partirse. Un minuto después sólo era cosa de buscar en los carros cercanos los utensilios de hacer fuego. Todo parecía estar listo para disparar cuando el Mayor Miniussir acercó la punta del cigarro al orificio del canal de fuego. La truculenta detonación y la descomunal lengua de fuego fueron saludadas con alborozo, aunque la sacudida de un segundo después contra los muros de una casa, que con gran cortesía procedió a derrumbarse sobre los espantados franceses, fue lo que hizo prorrumpir a los despiadados ulanos en vítores formidables, Gneisenau el primero. El sonriente Miniussir los agradeció con sencillez, la de pensar que ya nadie le podría discutir su derecho a lucir la preciosa calavera.


HALLAN LA BERLINA DE NAPOLEÓN.
Valonia y Bruselas, lunes 19 de junio.
00.15 h.


La infantería prusiana se adentraba en Genappe con gran estrépito de tambores, trompetas y disparos. La suma de todos los ruidos, más los cañonazos del Mayor Miniussir, había provocado la estampida prevista: lo que aún tenían delante jamás podría volver a llamarse Ejército del Norte Francés. A medida que avanzaban veían tirados en el suelo mosquetes, correajes, cartucheras, mochilas, trompetas, tambores, arreos y hasta sillas de montar. Todo yacía en desorden, revelando la prisa de quienes, quebrantada la disciplina de un modo irrecuperable, aplicaban a rajatabla el ¡sálvese quien pueda! La vanguardia la conducía el Mayor Keller, comandante del 15º Batallón de Fusileros.

La retirada de Waterloo
(tarjeta postal rusa de principios del siglo XX).



Avanzaba por las callejuelas de Genappe cuando, tras girar en un recodo, se dieron, él y el pelotón que le seguía, con una comitiva de cuatro carruajes; sus ocupantes bajaban a toda prisa y subían a los caballos que les ofrecían unos jinetes de rojo; los carruajes se quedaban tirados entre las casas mientras los soldados franceses, arremolinados en la entrada del puente prorrumpían en alaridos de horror. Keller envió un hombre por refuerzos y ordenó a los demás abrir un fuego escalonado, con lo cual los despavoridos franceses acabaron de volverse locos, tanto que muchos optaron por tirarse al río. Fue cuestión de pocos minutos que ante sus ojos apareciera un puente despejado. Dado que aún no llegaba nadie de mayor rango se dispuso a examinar los carruajes, comenzando por el segundo, que destacaba por lucir una N dorada sobre la puerta. Un simple vistazo le hizo ver que había capturado la berlina de Napoleón. Aquello quizá valiera más que las ciento y pico piezas de artillería que sus infelices soldados se pasarían la noche custodiando. Mientras llegaba Gneisenau inspeccionó los otros carruajes, para ver que si bien no escondían ningún emperador sí estaban su cocina, su biblioteca, su vajilla y el sinfín de cosas que un emperador francés lleva consigo a todas partes.
La cabeza casi le daba vueltas cuando vio a Gneisenau y a los ulanos negros. Sin embargo, y para su sorpresa, las prioridades del Jefe del Estado Mayor no estaban en aquellos vehículos, sino en qué hacer a continuación. Gneisenau quería seguir. Acabaron repartiéndose: Grolman (Intendente General) y la infantería se quedarían en Genappe, mientras Gneisenau y la caballería seguirían hasta donde resistieran. En cuanto a los carruajes le asignaban la tarea de protegerlos. Tras eso se dijeron adiós, el uno para reanudar la persecución y el otro para buscar una hostería llamada Le Roi d’Espagne que Miniussir le había recomendado para Blücher, aunque no sin antes examinar lo que llevaba (Bonaparte) en su berlina. La idea que se tenía en el Real Ejército Prusiano era que Bonaparte jamás viajaba sin una fortuna en oro y diamantes. Poco después se decía que si una inspección había estado alguna vez justificada, era esa.


FINALIZA LA PERSECUCIÓN.

02.45 h.

La persecución era tan ruidosa como fructífera, tanto en prisioneros como en botín militar, para desesperación de los desventurados franceses y también de sus propios hombres, incapaces de imaginar de dónde sacaría su jefe tan feroz determinación. Miniussir, que tras la retirada de Grolman era el de mayor rango entre los que aún seguían a Gneisenau, cabalgaba junto a él. Jamás había visto una exhibición de fuerza comparable; ni siquiera el bárbaro de Morillo (General Español) en sus más salvajes días fue capaz de perseguir al enemigo con el encono de aquel hombre. La luna iluminaba Les Quatre Bras, aquello sólo podía ser el campo de batalla; lo atestiguaba el hedor de miles de cuerpos descomponiéndose; los franceses habrían enterrado a los suyos, pero a Miniussir le constaba que la gente de Wellington sólo tuvo tiempo para los que habían caído en la línea de fuego, no en los bosques ni en el centeno. (Miniussir) vio llegar un mensajero, con una carta de Blücher para Gneisenau. Así supo éste que aquél estaría en Genappe al amanecer, que Grolman le había explicado el regalo de Bonaparte y que le gustaría verle a las ocho de la mañana.


GNEISENAU DA GRACIAS POR EL ÉXITO.

03.30 h.

Suficiente, se dijo Gneisenau. No tenía sentido ir más lejos. Lo conseguido superaba sus expectativas, y no ya por las ganancias materiales, sino porque el Ejército del Norte Francés de ningún modo podría volver a ser una fuerza organizada en menos de diez días. Salvo Grouchy (Mariscal de Napoleón que, comandando el ala derecha del Ejército Francés, no logró entrar en la batalla de Waterloo), nada se les podría enfrentar según marchasen hacia París. Al pie de una gran hoguera, rodilla en tierra salvo el que dirigía la oración, mil y pico húsares, ulanos y dragones entonaron el himno de acción de gracias de los ejércitos prusianos.

Conde Gneisenau


Miniussir era el único que no cantaba, porque ni conocía la letra de aquel salmo luterano ni tenía la menor idea de que aquellos bárbaros fueran tan píos, pero aun así seguía la oración rodilla en tierra, como todos los demás y tan pendiente como ellos del Conde Gneisenau, único en pie por ser quien la dirigía. No estaba seguro de si aquella escena le conmovía o le aterraba. Quizá fueran las dos cosas. Dios no quisiera que algún día tuviera que luchar contra esos salvajes. No sabría decir qué le inspiraban, si la más total admiración o el más profundo de los horrores. Prefirió decidir que lo primero. Después de todo, aquella madrugada él había sido un ulano más.


MINIUSSIR REGRESA CON ÁLAVA.

06.00 h.

A la mesa donde dos mañanas antes desayunaran Ney (Mariscal Francés) y sus generales, se sentaban (ahora los miembros del Ejército Prusiano): Woytschekowsky, Bentivegni, Banermeister, O’Etzel, Gerlach, Behrendt, los comandantes de las brigadas de caballería (Treskow, Bürsche, Watzdorf y Sidow) y Miniussir. Al último ya se le tenía por uno más; ayudaba no poco su excelente alemán, pese a que su acento vienés se apartase del muy gutural de la Prusia Oriental que padecían casi todos. Se abrió la puerta para dejar pasar al imponente Conde Gneisenau, que como siempre mostraba un atuendo de gran sobriedad, luciendo únicamente su Cruz de Hierro. Se levantaron de un salto y se cuadraron con estrépito, al mejor estilo del Real Ejército Prusiano.

–¿Qué planes tiene, Miniussir? Antes de llegar ahí Gneisenau se había hecho explicar el estado de la fuerza y el balance de capturas. Se le veía satisfecho, y quizá de buen humor, si bien el oficial anglo-español (Miniussir) no se sentía capacitado para determinar a ciencia cierta si aquel tipo tenía humor o no.
–Regresar al cuartel general de Lord Wellington y trasladarle lo que Su Excelencia desee.
–Hágale saber que ocupamos posiciones aquí, en Frasnes, que los Cuerpos de Ejército II y III mantienen la persecución del ejército de Grouchy y que los otros dos, a media tarde, se habrán concentrado entre Charleroi y Gosselies. El cuartel general del Príncipe Blücher está en Genappe, adonde pienso marchar en cuanto acabemos aquí. Dada la nueva situación, pienso proponerle la marcha inmediata sobre París. Espero que nos veamos allí, mayor. Por lo demás, ha sido agradable contar esta noche con un artillero de refuerzo. Ah, y puede quedarse la capa y el chacó. Le sentaban muy bien.

Gneisenau se levantó con cierta brusquedad, lo que al momento hacían todos los demás, incluyendo al admirado artillero de refuerzo (Miniussir). Ni siquiera su jefe, que cuando quería era un maestro de la concisión, sabía decir tantas cosas con tan pocas palabras.



MINIUSSIR INFORMA A WELLINGTON.

10.30 h.

Wellington seguía escribiendo. Redactaba un documento que nada más ser publicado tendría rango de histórico, de modo que se afanaba en que no sólo fuera claro, exacto y veraz, sino en que reforzase su imagen hasta los límites de la divinidad. Era un consumado maestro de la venta por escrito. Sobre todo si lo que trataba de vender era él mismo. Álava y Miniussir, que acababa de llegar, hablaban en el despacho del primero.

–Parece que La Bestia (Gneisenau, Jefe de Estado Mayor Prusiano) le ha seducido.
–No le crea tan bruto, mi general. Además de muy listo, si quiere puede ser encantador.

Álava se lo quedó pensando. A él tampoco le caía mal, pese a la mutua inquina que se tenía con Wellington. De siempre le había parecido un tipo razonable. Bastante más que Blücher (Jefe del Ejército Prusiano).

(Wellington) ya cuenta con que los prusianos se adelantarán. Lo que trae usted no es una novedad: es una confirmación. Aun así, quiero que lo escuche de sus labios. Espéreme aquí.
–¿Doscientas trece piezas de artillería?
– Así como cuatrocientos carros, unos de pertrechos, otros de municiones, algunos de víveres y, lo que más hizo reír al Conde Gneisenau, la impedimenta de los generales. También, la caja del ejército. Unos cinco millones de francos, según el teniente coronel Bentivegni. Ah, y el carruaje de Bonaparte, así como dos o tres de su comitiva personal. El general Grolman (Intendente General Prusiano) encontró allí más de cien mil napoleones y varias docenas de diamantes.

El duque (Wellington) parecía concentrado en el tablero de la mesa.

–Doscientos trece, nada menos. ¿Qué piensan hacer con todos esos cañones?
–Se llevarán a Francia los treinta en mejor estado; en los carros encontraron pólvora y munición para muchos más, pero no tienen caballos. La pieza francesa de doce libras, según me dijo el coronel Hiller (Jefe de Brigada del IV Cuerpo de Ejército Prusiano), necesita un tiro de cuatro percherones, pero salvo ciento y pico, los justos para tirar de treinta, los franceses se los llevaron todos. Wellington y Álava se cruzaron una mirada especulativa. Wellington se habría inclinado por cambiar piezas de doce libras por caballos percherones, porque tenía muchos, pero no sería el primero en proponerlo, y Gneisenau, por las trazas, no estaba para trueques.
–¿Y los mosquetes? Se harían con muchos, ¿no?
–Docenas de miles.
–¿Hicieron muchos prisioneros?
–El general Treskow (Brigada de Caballería del I Cuerpo de Ejército Prusiano) hablaba de diez mil, tras fusilar a quinientos y pico más.
–¿Es todo, Miniussir? (el falso comandante se cuadró a la prusiana). Buen trabajo. Hasta nueva orden, y si Don Miguel (Álava) no está en contra, es usted mi enlace con el Ejército Prusiano. Cámbiese y regrese a Genappe. Tenga la bondad de decir a Gneisenau que mi ejército permanecerá en sus posiciones hoy y mañana, y que le haré llegar más detalles a través del general Müffling. Por cierto, necesitará un par de mensajeros; ¿se ocupa usted (por Álava, que asentía)? Bien, es todo. Puede usted marchar.

El general Álava hizo a Miniussir un gesto de «quédese ahí fuera».

–Este chico, en una sola noche, se ha enterado de más cosas, y ha hecho más amigos, que Hardinge (Comisionado de Wellington con Blücher) en dos meses. Tuviste una buena idea mandándole con Blücher. Si no ha exagerado, Bonaparte está sin artillería, sin mosquetes, sin pólvora, sin municiones y sin pertrechos. Tampoco tendrá muchos caballos, porque la mayoría de los que no están muertos los tengo yo. Marchando como marchan, sin oficiales que impongan disciplina, dudo que Bonaparte pueda concentrar más de un cuerpo de ejército. Suponiendo que Grouchy (el único Mariscal que no participó en Waterloo con el Ala Derecha del Ejército de Napoleón) se nos escape, con los suyos serán tres cuerpos de infantería, desmoralizados y desorganizados. Y sin la Guardia Imperial, pues hemos liquidado a casi todos sus veteranos. Nada, en consecuencia, que nos impida llegar a París.
–¿A nosotros o a Blücher?
–A nosotros. Blücher está el primero, lo que no le voy a disputar. Si Bonaparte lucha, se las verá con él, no conmigo. Con suerte, se harán pedazos el uno al otro. Eso demostraría que Dios existe.

Álava notaba que Wellington quería volver con su correo. Las noticias de Miniussir le harían volver a empezar; ya no tendría que relatar una victoria importante, sino una total y definitiva, lo que requeriría otras palabras y un tono más grandioso. Salió del despacho para encontrarse con Miniussir.

–Buen trabajo, sí. Por lo demás, lo que ha dicho Wellington: aféitate, báñate, pídele a Zurraspas (Asistente de Álava) todo lo que necesites para una semana de vida salvaje y tras eso te largas, aunque antes te pasas por aquí, para recoger a tus mensajeros.
–¿Podría salir sobre las cinco? Es que pensaba ir por la wash house (mansión de la Duquesa de Richmond) y quizá me inviten a cenar.
–¿Y eso?
–Lord March (hijo de la duquesa de Richmond, hermano de las señoritas Richmond o Lennox y Ayudante de Campo de Wellington) tiene metralla en un costado, y está hecho polvo. En vez de ir al hospital prefirió estar en su casa, para que le cuiden sus hermanas; se llevó al teniente Hill (Ayudante de Campo de Wellington), que salió de Mont-Saint-Jean con el culo hecho unos zorros, de modo que así podré verles a los dos.

Álava sospechaba que además del deber cristiano de visitar a los heridos algo más habría. Sin duda Miniussir se había visto a sí mismo explicando su noche de ulano negro a las fascinadas bellezas Lennox. Bien, pues no pasaba nada porque disfrutara un poquito; se lo había ganado.

–Como quieras, pero sal con tiempo suficiente para llegar con luz, no sea que algún centinela histérico te pegue un tiro, ¿estamos?
Miniussir sonrió al tiempo de cuadrarse–. Por lo demás, mucho cuidado con las señoritas Lennox. Nada enternece más a una jovencita tierna y romántica que la cercana contemplación de un oficial heroico, victorioso, guapísimo y soltero.

El consejero Miniussir volvió a sonreír. Si en algo valoraba sus meses de ser un diplomático era por las prácticas en el noble arte del cinismo con que cada día le obsequiaba su impagable superior.


MINIUSSIR VISITA A LOS DUQUES DE RICHMOND.

14.00 h.

Miniussir descabalgaba frente a la casona de la Rue de la Blanchisserie, la que una vez le dijera el amable Hay (ahora muerto en combate) que su nombre clave para la oficialidad británica era The Wash House (El Lavadero. Residencia de la Duquesa de Richmond). El motivo de su no anunciada visita era irreprochable: antes de salir hacia su puesto de Comisionado Interino en el Ejército de Blücher (Jefe del Ejército Prusiano) deseaba visitar a sus buenos amigos y compañeros de armas Lord March (hijo de la duquesa de Richmond, hermano de las señoritas Richmond o Lennox y Ayudante de Campo de Wellington)  y Sir Arthur Hill (Ayudante de Campo de Wellington). Como era natural nadie se lo reprochó, empezando por el propio duque de Richmond, el primero que bajó a saludarle, un tanto sorprendido por verle vestido de aquella guisa.

–No es que me haya vuelto inglés, Su Gracia. Sólo sucede que además de ocupar un puesto diplomático también soy militar, y al comenzar la guerra el general Álava me mandó ponerme, como él, a las órdenes de Lord Wellington. Al perder una mano el coronel Hardinge (su comisionado en su Ejército), debió pensar que le podría ser útil, por hablar alemán, y eso ha sido todo.

Duques de Richmond

Tanto March como Hill mostraban un humor desigual. A March le habían sacado cuatro pedazos de metralla y a la tarde pensaban extraerle dos más; Hill sufría un poco menos, aunque verse forzado durante días a no sentarse –una bala francesa le había traspasado el culo de lado a lado, explicaba– le tenía deprimido. Sólo les aliviaban la dulzura y las buenas manos de Lady Mary, Lady Sarah y Lady Georgiana (hijas de la Richmond), que de mil amores preferían ser sus enfermeras allí. La que no se había sumado a la tarea era Lady Jane (también hija de la Duquesa y amor no logrado por Miniussir, pues eligió a Hay), por la cual había preguntado como al desgaire, para oír que la muerte de Hay, de la que no había sabido hasta esa mañana, la tenía descompuesta. Tras dejar a los dolientes camaradas marchó a despedirse del duque y la duquesa con el secreto ánimo de hacerse invitar a cenar, lo que ni siquiera debió insinuar, pues Lady Charlotte (Duquesa) había mandado colocar un cubierto más. Así se vio con una Lady Jane distinta, (con) aspecto de haberse pasado la mañana llorando, y (que) (había) aceptado cenar con sus padres (y) sus hermanos por no hacer un feo al elegante invitado inesperado.

–No sabía que se hubiera usted alistado, míster Miniussir. –No es eso, Lady Mary. Como expliqué antes a Su Gracia (duque de Richmond, padre de lady Mary), nuestro rey nos ordenó ponernos a las órdenes de Lord Wellington, al general Álava y a mí. Si llevamos uniformes británicos y no españoles sólo es para evitar que algún centinela se confunda; (además) al quedar agregado al estado mayor de Wellington, me adjudicaron unas misiones que de haber vestido mi uniforme verdadero (que se parece al francés) habrían salido mal.

Ahí se lanzó a explicar sus andanzas con las negras hordas del difunto Brunswick (Duque Federico Guillermo de Brunswick-Wolfenbüttel. El Duque Negro. Muerto en Waterloo) y las no mucho menos tétricas del Conde Gneisenau.

–¿Cuándo se incorporó, Nicholas?

Todo iba bien. El que la duquesa le ascendiese al empleo de individuo a ser tratado por su nombre de pila concedía un implícito permiso para que lo hicieran sus cuatro atentas hijas mayores.

–El viernes, al amanecer. Fue dejar de bailar, pasar por la embajada, cambiarme, subirme al caballo y salir para Les Quatre Bras (al oír aquella palabra Lady Jane dio un respingo); desde ahí…, pues ya supongo que ustedes estarán al corriente de cómo ha ido la campaña.

No lo estaban. Nadie les había explicado nada, cuando menos desde un punto de vista global. Incluso el duque de Richmond (que se había molestado en asistir como espectador a la primera hora de la batalla de Mont-Saint-Jean) seguía sin tener las ideas claras, de modo que, con el beneplácito general, invitó al joven comandante (Miniussir) a que las aclarase. Dos platos después casi todos en la mesa tenían la difusa idea de que había sido una campaña de seis batallas, no de dos, aunque las fuerzas británicas (salvo Miniussir todos eran británicos) sólo se vieron comprometidas en Mont-Saint-Jean y Les Quatre Bras.

–Lord Hay (amante de Lady Jane) cayó en Les Quatre Bras, hemos oído.

Quien preguntaba era una Lady Hawarden exquisitamente inoportuna, pues nada más escuchar ese nombre Lady Jane comenzó a dejar caer copiosos lagrimones. Sus hermanas la consolaban mientras lanzaban miradas asesinas a la que ponía cara de no entender nada. Mientras, y con el talante de un leopardo encaramado en una rama, el señor de Miniussir veía que su momento se acercaba.

–Lord Hay murió valientemente, Lady Jane. Y no sufrió en absoluto. Una bala le alcanzó en la cabeza y eso fue todo. No llegó a enterarse.
–¿Usted lo vio, Nicholas?
La que preguntaba era Lady Mary. Lady Jane se conformaba con mirarle.
–Lo bastante de cerca para preferir su suerte a la de otros que tenían horas de agonía por delante (una mentira piadosa, porque la herida de Hay debió llevarse su tiempo, al no interesar el cerebro. Llevaba un dije colgado del cuello. Se lo quedó Lord March (hermano de Lady Jane). ¿Se lo ha dado ya, Lady Jane? (la moqueante joven compuso un gesto de sorpresa; era evidente que no). Cuando murió lo tenía en la mano, abierto; debía ser feliz, a juzgar por su expresión. Bien, nada más puedo contarles. Les ruego me disculpen, pero tengo que marchar.

Se levantó con naturalidad, acompañado del duque. Las miradas de casi todos a la mesa seguían al apuesto militar español, al que tanto favorecía la cicatriz en la mejilla. Las había de simpatía, como la de Lady Mary, admirativas, como la del joven William-Pitt Lennox (hijo de los duques de Richmond), de curiosidad, como la de Lady Georgiana Capel, y valorativas, como la de la vizcondesa Hawarden, aunque las dos más interesantes eran de tipo especulativo: la de Lady Jane y la de su madre, Lady Charlotte (duquesa de Richmond).



MINIUSSIR INFORMA A GNEISENAU.

21.00 h.

Gneisenau y Grolman (Jefe de Estado Mayor e Intendente General del Ejército Prusiano respectivamente), en Le Roi d’Espagne, evaluaban sin hablar las palabras del recién llegado Miniussir. Se podría deducir que Wellington cedía la iniciativa. El segundo se sorprendía; el primero, no; aquel bribón (Wellington) conservaba media docena de ases en sus mangas, siendo el primero suponer que su Ejército Prusiano no marcharía tan deprisa como para impedir a Bonaparte concentrar, reorganizar y rearmar un segundo Ejército Francés del Norte con tiempo suficiente para plantar cara entre Avesnes y San Quintín, el tramo medio en la ruta natural de avance sobre París. Bien, pues sería su primera sorpresa. Wellington debía calcular que su Ejército Prusiano tardaría varios días en alcanzar Avesnes y Maubeuge, donde se acumulaban cañones, mosquetes, municiones, pólvora y caballos suficientes para equipar otro Ejército Francés; le sorprendería saber que antes de treinta y seis horas las tendría bajo asedio, a las dos, aunque sólo se lo notificaría cuando ya no pudiera intervenir.

Miniussir, además, les había entregado una carta de Álava en la que pedía al Conde Gneisenau que desviase alguno de sus escuadrones a Chimay (Valonia), veinte kilómetros al sur de Beaumont. Allí vivía una compatriota suya, la cual le rogaba pusiese bajo su protección; quizá debiera valorar, añadía, la posibilidad de pernoctar allí, pues en muchas leguas a la redonda no había un castillo más agradable, ni una cocina más exquisita, que la de su gran amiga la princesa de Chimay (Teresa de Riquet, Madame Tallien).

–¿Usted la conoce, Miniussir?
–No, pero sí sé que, además de ser española, es una señora muy agradable y muy hermosa. También, que canta como si fuese profesional. Por si fuera poco es nuestra casera, y debe de ser cierto que su cocina es exquisita, porque si no, mi general no habría puesto los pies allí.

Gneisenau se quedó pensando. Sería un buen lugar para pasar la noche del 21 al 22 y celebrar lo mucho que ya tenían para enorgullecerse. A Blücher (su Jefe) le sentaría bien (y le mejoraría el humor), y tras un vistazo al mapa vio que también podría citar a Thielmann y Clausewitz (Jefe del III Cuerpo de Ejército Prusiano y su Jefe de Estado Mayor respectivamente), pues Chimay quedaba como a una hora de Philippeville, donde su III Cuerpo de Ejército debería llegar al atardecer del 21.

Clausewitz
y
Thielmann.

La idea le gustaba, tanto en sí misma como por ampliar su buena relación con Álava. La desaparición del estirado De Lancey (anterior Intendente General de Wellington, ahora herido), le había dicho Müffling (Comisionado Prusiano ante Wellington), daría lugar a que Álava, mientras no llegara un recambio de suficiente nivel, pasase a ser el Intendente General, al menos a efectos prácticos. Estar a bien con él iría en beneficio de las dos partes, y si el precio de conseguirlo era esa tan poca cosa que pedía, pues por él no quedaría.
–Miniussir, haga saber al general Álava que pondremos a su casera bajo la protección del Real Ejército Prusiano.


COMIENZA EL AVANCE SOBRE PARÍS.
Sábado 24 de junio.

El IV Cuerpo de Ejército (Prusiano) tomaba San Quintín al poco de amanecer, sin lucha, pues la guarnición había huido a Laon al amparo de la oscuridad. El I se hizo con Guise a la misma hora, pero sin dejar escapar a nadie y haciéndose con un gran botín. A Gneisenau (Jefe de Estado Mayor Prusiano) le preocupaba el ejército francés de Grouchy (al no intervenir en Waterloo, el Mariscal se dedicó a organizar la retirada francesa para defender París) –según le dijo Miniussir había sido bautizado como «Ejército del Mosela»–; a eso se debió que destacase al 3º de Ulanos Brandemburgo, al mando del Mayor Federico-Guillermo von Falkenhausen, para que no lo perdiera de vista. Llegaba el momento de salir hacia Hannapes, donde se instalaría el siguiente cuartel general del Príncipe Blücher, el cual se había levantado del mejor humor. No sólo porque venteaba el aroma de París, sino porque la princesa (Teresa de Chimay) le había dejado en la mejor de las formas. Quizá se debiese a eso que ordenase al perplejo Miniussir averiguar todo lo que pudiese sobre la dama española; Gneisenau se preguntaba si Blücher no se habría enamorado. Estaban a punto de subirse a sus caballos cuando les avisaron de la inminente llegada de un tal General Morand (enviado por el Directorio Francés). Gneisenau se quedó a esperarle, para media hora después saber que su misión era entregar al Príncipe Blücher y al Duque de Wellington una carta donde se comunicaba que Napoléon I ya no era Emperador de la República Francesa, que la responsabilidad del país quedaba en manos del Cuerpo Legislativo, el cual había designado un Directorio para que se ocupara del gobierno, y que aquello extinguía la situación de guerra con las potencias aliadas, de modo que a fin de informar sobre su nueva realidad nacional se habían enviado emisarios a los gobiernos de Austria, Inglaterra, Prusia y Rusia. Por último, el Cuerpo Legislativo entendía que se daban las condiciones de armisticio fijadas por Wellington en su proclama de Cateau-Cambrésis. Gneisenau respondió que, primero, la guerra no era contra Bonaparte sino contra Francia; segundo, nada que no fuera la capitulación de las fortalezas del Mosa, el Sambre y el Mosela, les detendría en su avance; tercero y último, que tanto Blücher como él esperaban que París se rindiera sin condiciones; en caso contrario, los parisinos deberían tener presente la suerte que corrieron Madrid, Moscú, Hamburgo y Leipzig. El general Morand sería devuelto a las líneas francesas, para que comunicase cómo se veían las cosas en el cuartel general del Príncipe Blücher.


ESTRATEGIAS DE LOS EJÉRCITOS DE WELLINGTON Y BLÜCHER.
Lunes 26 de junio.

Gneisenau, tras escuchar a Nostitz (Ayudante de Blücher), redactó una nota para Müffling (Representante de Blücher con Wellington), dándole cuenta de la reunión de Laon y repitiendo las condiciones exigidas por Blücher, añadiendo tres más de su cosecha: la entrega de la fortaleza de Vincennes, la devolución de los tesoros artísticos saqueados por Francia, no solamente los esquilmados en Prusia sino en los estados que formaban la Federación Alemana, y el pago de un anticipo sobre las compensaciones de guerra que se fijaran más adelante. Envió al mensajero a Vermand, donde según Miniussir se instalaría el cuartel general de Wellington para esa noche y quizás una o dos más.

El Ejército de Wellington se movía con más ritmo que hasta entonces. Wellington y Álava contemplaban un mapa recién actualizado. Con la toma de Perónne, el camino hacia París quedaba despejado. Aun así Blücher (Jefe Prusiano) les sacaba dos días, y Grouchy (Mariscal Francés que colocó su ejército entre las tropas aliadas y París) no parecía capaz de frenarle. Por fortuna, lo último de Gneisenau indicaba que los asuntos políticos no le preocupaban. Que se quedase con Vincennes, que recuperase sus obras de arte, incluso que saqueara el tesoro francés, carecía de importancia mientras Wellington reinstaurase a Luis (XVIII) en Francia.


EVITAR EL ASESINATO DE NAPOLEÓN.
Martes 27 de junio.

Gneisenau pensaba en Bonaparte. Sabía que, para Blücher, fusilarle era una obsesión. Su vida militar (de Blücher) concluiría nada más tomar París. Los años que le quedaran serían de gloria, respeto, admiración y cariño, pero no de mando. No tendría que dar explicaciones si liquidase a Bonaparte, dijese Wellington lo que dijera. Era invulnerable, pero él no; de ningún modo quería pasar a la historia como el Jefe del Estado Mayor que se cargó al Corso. De ahí aquella carta para Müffling (Representante de Blücher ante Wellington). Le ordenaba explicase a Wellington que si los franceses acababan entregándole a Bonaparte (Fouché, en aquel momento Presidente del Directorio Francés, lo cambiaría por unas mejores condiciones de armisticio) el que se lo quedaran los ingleses no tendría consecuencias para Wellington; pero, si le pescaba Blücher, Wellington se cubriría de oprobio, por lo que de ningún modo decidiera cedérselo. Para Inglaterra sería bueno, para Wellington también, Federico-Guillermo (III de Prusia) se ahorraría crear un mártir que años después inspiraría la siguiente guerra entre prusianos y franceses y él, por último, se libraría del oprobio. Tras despachar un oficial al cuartel general inglés, en Nesle, mandó llamar a Miniussir; le apetecía pasear por aquel inmenso palacio de Compiègne –era el cuartel general de aquella noche–, y haciéndose acompañar del joven oficial se ahorraría la molestia de contar a Wellington, en inglés, por dónde andaba el Ejército Prusiano. Lo haría Miniussir, lo que representaba la no pequeña ventaja de hacerle responsable, por no haber entendido bien, de cualquier inoportuno fallo de coordinación con el leal aliado británico.


FINAL DE LOS CIEN DÍAS.
DAVOUT Y FOUCHÉ APELAN A WELLINGTON.
Francia, miércoles 28 de junio.

Davout (Ministro de Guerra de Napoleón y Jefe del Ejército Francés en París) estaba en Las Tullerías. Acababa de conseguir de Fouché (Presidente del Directorio) que París se pusiera en estado de sitio. Contaba con setenta y ocho mil hombres; sumados a los de Grouchy serían ciento treinta y cinco mil. Por infantería y por artillería tendría buenas perspectivas frente a Blücher y Wellington, aunque bien sabían él y Fouché que Schwarzenberg (Jefe del Ejército Austríaco) y Barclay de Tolly (Jefe del Ejército Ruso) estaban al caer. Entre todos totalizarían quinientos setenta y cinco mil. Demasiados para tener esperanzas. Sería preciso movilizar a las masas y combatir en las calles, aceptando la destrucción de la ciudad, aunque antes sobrevendría una sublevación. Para Davout, y para Fouché, París estaba perdida, y con ella la guerra. De lo que se trataba era de negociar a partir del temor a los cientos de miles de bajas que los aliados sufrirían si París se defendía. Uno de los movimientos que menos comprendía era su decisión de poner a Napoleón en un carruaje y largarlo a Rochefort. La explicación era que para él, sería preferible rendirse a los ingleses que ser arrojado a los prusianos. Así, además, ellos dos evitarían complicaciones con los bonapartistas, que seguían siendo demasiados, al punto que aún era posible un 18 Brumario (El 18 de brumario del año VIII hace referencia a una fecha del calendario republicano francés, coincidente con el 9 de noviembre de 1799. Napoleón Bonaparte dio un golpe de Estado que acabó con el Directorio, última forma de gobierno de la Revolución Francesa, e inició el periodo conocido como Consulado) desde dentro del Cuerpo Legislativo, para devolverle los poderes en calidad de dictador. Fouché ya tenía pensados sus próximos movimientos. El primero era enviar a Wellington un nuevo emisario para comunicarle que la situación era insostenible y que las posibilidades de un golpe de estado de tipo numantino se convertirían en certeza de seguir las cosas como estaban. Si Luis XVIII, Talleyrand y él no se plantaban en París en menos de siete días no sería su Directorio con quien deberían negociar, sino con un Napoleón dispuesto a luchar calle por calle; las posibilidades de que Luis siguiera siendo XVIII se volverían nulas. De un París reducido a cenizas sólo podría surgir una nueva revolución, y de ahí una república. Por el bien de todos, debía forzar el paso.



WELLINGTON INTENTA EVITAR LA DESTRUCCIÓN DE PARÍS.
París y alrededores, jueves 29 de junio.

Gneisenau (Jefe de Estado Mayor Prusiano) había elegido para esa noche un castillo muy confortable, porque le preocupaba Blücher (Jefe del Ejército Prusiano). El año anterior les recibieron el Rey Federico-Guillermo III de Prusia, el Zar Alejandro I de Rusia y el Káiser Francisco I de Austria lo que restó mérito, pero ahora nadie les daría la bienvenida, y para él era un deber que su jefe viviese la exclusividad. La cena de aquella noche no dejaba de ser un preámbulo. A la mesa se sentaban él, Blücher (Jefe Prusiano), Nostitz (su Ayudante), Grolman (su Intendente), Müffling (su Comisionado ante Wellington), Wellington, Hill (su Ayudante), Álava (su Intendente) y Miniussir (a éste le costaba sentirse cómodo entre tanta personalidad).

Blücher
y
Wellington

Como explicara Nicolás en un aparte a su jefe Álava, no se le olvidaba que sólo era un capitán a media paga, sin más méritos que hablar alemán.

Se pretendía convenir una postura común ante los inmediatos acontecimientos, empezando por si atacaban o negociaban. Para Blücher sólo se trataba de precisar por dónde atacaría cada ejército. Wellington quería preservar París de ser asaltada por Atila-Blücher. No le quedaba otra que forzar una rendición honorable antes de que aquellos bárbaros destriparan Notre Dame, el Louvre y todo lo que se les pusiera por delante, a lo que Blücher parecía dispuesto y a lo que Gneisenau (su Segundo al mando prusiano) no se opondría (pese a que Miniussir afirmara que no era tan cafre y que se servía de su jefe para horrorizar, no porque quisiera llevar las cosas al extremo del que hablaba el terrible Blücher). Llegaron a los brindis, en aparente armonía y en el mejor de los ambientes, aunque Wellington deseaba volver a Senlís. Debía forzar las cosas con Fouché.

Ya en Senlís Wellington decidió que la mejor forma de hacer llegar un mensaje a Fouché sería servirse de la comisión de los cinco. Si el Directorio no quería verse obedeciendo los dictados de una fuerza de ocupación con Blücher sentado enLas Tullerías, deberían darse prisa.


París y alrededores, jueves 29 de junio.
El I Cuerpo de Ejército Prusiano había marchado todo el día sin ser molestado. A la caída de la tarde acampó entre Le Blanc-Mesnil y Aulnay, 35 kilómetros al este de Maison-Laffitte, para descansar un par de horas. El III, que marchaba en su estela, se quedó en Dammartin-en-Goële, con los mismos planes y con su caballería destacada en Le Petit Tremblay. Parecía que los franceses renunciaban a presentar batalla fuera de París. No era una buena noticia, pensaba un Clausewitz (Jefe de Estado Mayor del III Cuerpo de Ejército prusiano, bajo el mando del General Thielmann) que regresaba de hablar con Gneisenau (Jefe de Estado Mayor del Ejército Prusiano). Tomar al asalto una gran ciudad que se defiende casa por casa es muy costoso, y más si se suma la chusma ciudadana. París acabaría destruida, pero el Ejército Prusiano, incluso venciendo, quedaría despedazado. Todo lo que se pudiera negociar a fin de que los franceses la entregaran sin lucha, sería bueno para Prusia. En general así era, pero aquella noche Gneisenau venteaba la victoria y no estaba para consejos; a eso se debía que presionase al I y al III (Cuerpos de Ejército) más allá de lo razonable –Miniussir lo anotaba en triestino (dialecto de Trieste), por si alguien cotilleaba sus papeles–; París estaba tan cerca que de ningún modo aceptaría el encontrar cuando llegara, una bandera británica en lo alto de la columna fundida con los cañones de Austerlitz. De ahí su incansable actividad; aquella noche, la pasaría cabalgando con Zieten (Comandante en Jefe del I Cuerpo de Ejército de Prusia).

Las vanguardias del Ejército de Wellington habían llegado a Vaudherland, cerca de Gonesse, donde Blücher (Jefe del Ejército Prusiano) tenía su cuartel general. Wellington prefirió quedarse más lejos, en Louvres. Cenó a solas con Álava, revisando los últimos mensajes (lo único que le hizo levantar una ceja fue saber que Luis XVIII se había establecido en Roye, cerca de Compiègne). A Inglaterra no le convenía que París fuese arrasada y sus habitantes masacrados, y si para evitarlo era necesario retorcer unos cuantos brazos, lo haría. El primero sería el de Fouché a través de Macirone (Coronel Francis Macerone ayudante de campo de Joachim Murat, rey de Nápoles y su enviado en Inglaterra); le haría saber que las probabilidades de que aquello acabase muy mal crecían por momentos, y que no le quedaba otra que arrancar del Cuerpo Legislativo la proclamación de Luis XVIII como rey de Francia, pues no sería posible pactar un armisticio conveniente para todos, empezando por el propio Fouché, bajo ninguna otra condición. Dado que Luis también estaba cerca de París sería juicioso que le hiciera llegar la buena voluntad de su Directorio y del Cuerpo Legislativo antes de que Blücher lo volviera imposible.

París y alrededores, sábado 1 de julio.
Wellington pensaba desayunar con D’Artois (hermano menor de Luis XVI y Luis XVIII. Carlos Felipe, conde de Artois fue uno de los líderes de los emigrados durante la Revolución Francesa) a solas. Las únicas noticias de interés, además de las que Miniussir enviaba todos los amaneceres (había pasado la noche cabalgando tras Gneisenau), eran de Wrede (Comandante en Jefe del Ejército Bávaro), que dejaba Nancy tras permanecer allí cuatro días y de Federico (2º hijo del Rey Guillermo de los Países Bajos), que había iniciado el asedio de Valenciennes. Aquel idiota no entendía que destruir ciudades y abrasar ciudadanos era lo mejor para levantar el peor de los odios. El Reino Unido de los Países Bajos tenía una larga frontera con Francia, y ésta no estaría toda la vida tan postrada como entonces. Tarde o temprano Federico vería cómo las bombas que alegremente lanzaba sobre Valenciennes algún ejército francés se las devolvía, con intereses, en Bruselas o en Amberes. De ahí que sobre la marcha escribiera una nota conminándole a no causar daños a la población civil. Era penoso estar siempre detrás de aquellos príncipes insensatos –Federico y su hermano mayor Guillermo–, evitando que hicieran barbaridades, pero no le quedaba otra, pues al fin y al cabo eran sus insensatos. Los suyos y los de Inglaterra. Mientras llegaba D’Artois le daba tiempo a releer la carta de Davout (Jefe del Ejército Francés de París). Respondió, tan amable como firme; hacía saber que no veía razón para detener las operaciones.

Casi al mismo tiempo Nostitz (Ayudante de Blücher) le entregaba la carta de Blücher. Era más dura que la de Wellington. El que Bonaparte hubiese abdicado no era significativo. Advertía con crudeza sobre lo que ocurriría en París si las tropas prusianas la tomaban al asalto. Concluía en que si se firmara un armisticio habría de ser en París, una vez se hubiese rendido al Ejército Prusiano.

* * *

A Müffling (Comisinado de Blücher ante Wellington) le preocupaba la doblez de Wellington; así lo dejaba ver en el informe para Gneisenau (su superior prusiano) que había escrito tras leer la respuesta de Wellington a Davout y la copia de la de Blücher, recién traída por un extenuado Miniussir. (A Wellington) Se le percibía en su disimulado deseo de no participar en la toma de París, por estar convencido de que Fouché (Presidente del Directorio), al que consideraba capaz de imponer a los suyos las condiciones de paz planteadas por Blücher y por él mismo, necesitaba ganar tiempo, y que a los dos les convendría dárselo; le haría falta para controlar a los diecinueve generales que la tarde anterior firmaron un durísimo alegato contra Luis XVIII, el cual fue impreso por el Cuerpo Legislativo (Francés), también contrario a restaurarle, y distribuido por la ciudad. El que Wellington poseyera una copia demostraba que tenía comunicación con París, quizá con el propio Fouché. A D’Artois (hermano del Rey Luis), por su parte, le había visto preocupado, si no aterrado, por la posibilidad de que los cuerpos de ejército (prusiano) devastaran París; aquello levantaría tal barrera de odio entre Francia y Prusia que haría inevitable una nueva guerra cuando la primera volviese a verse fuerte.


* * *

Fouché, tras pensárselo, escribió de un tirón otra carta para Wellington, que dio a leer a Davout. A esas alturas era claro, temía éste, que de no entenderse con el inglés (Wellington), Blücher les colgaría de una farola.

París y alrededores, domingo 2 de julio.
El Ejército de Wellington ya ocupaba el sector norte. Wellington había instalado su cuartel general en Gonesse, donde antes estuvo el de Blücher (Jefe del Ejército Prusiano). Sus fuerzas en Aubervilliers, tras reemplazar a la última brigada de Bülow (Jefe del IV Cuerpo de Ejército Prusiano), alcanzaron un armisticio local con los franceses de Saint Denis. La situación general, como hacía saber (Wellington) a Müffling (Comisionado de los prusianos ante Wellington), indicaba que, a poco que unos y otros pusieran buena voluntad, los franceses aceptarían en cuestión de horas las condiciones que Blücher y él acordaron días atrás, para después marchar a la orilla sur del (Loira). En sus cálculos figuraba la necesidad de mantener al corriente a Blücher y a Gneisenau (su 2º al mando prusiano). De ahí que comenzase a escribir su carta. La enviaría con Miniussir, por si el inglés de Gneisenau necesitase algún refuerzo.

* * *

Gneisenau recibió a media tarde la carta de Wellington. La leyó de un tirón, con Miniussir delante. La carta, en esencia, planteaba la conveniencia de firmar un armisticio que permaneciera en vigor hasta la llegada de los ejércitos ruso y austríaco. El Ejército de Wellington y el Ejército Prusiano mantendrían las posiciones que ocuparan al caer la noche de aquel 2 de julio. El ejército francés, a su vez, se retiraría más allá del (Loira). La Guardia Nacional se haría cargo de París. A la llegada de los otros ejércitos y de los soberanos de Prusia, Rusia y Austria, y del plenipotenciario de Inglaterra, el armisticio sería elevado a definitivo. Las fuerzas aliadas no entrarían en París, a fin de no ser consideradas «tropas victoriosas», sino ejércitos amigos venidos a liberar del tirano al pueblo francés, y así serían reconocidas por Su Católica Majestad Luis XVIII, el cual sería repuesto en su trono. Una vez terminó de anotar se reunió con Blücher, quien no necesitó ni diez minutos para estar de acuerdo con su clarividente General en Jefe de Estado Mayor.


PARÍS CEDE A LA PRESIÓN (PACTO DE SAINT-CLOUD).
París y alrededores, lunes 3 de julio.
El resignado Davout (Jefe del Ejército Francés de París) aceptó lo que se llamaría «Pacto de Saint-Cloud». Lo firmaron el barón Bignon (Ministro de Asuntos Exteriores), el conde Guillemon (Jefe del Estado Mayor), el conde Bondy (Prefecto del Sena), el barón Müffling (Representante del Príncipe Blücher) y el coronel Hervey (Delegado del Duque de Wellington). Tras ellos, un abrumado Mariscal Davout, comandante en jefe del Ejército francés. En virtud de lo pactado cesaban las hostilidades en el área de París y el ejército francés comenzaba la evacuación de la ciudad, para lo que dispondría de tres días. Las unidades que aún siguieran en París el día 6 serían apresadas por el Ejército Prusiano, puso en claro Gneisenau con la mirada fija en Davout.

París y alrededores, martes 4 de julio.
Wellington se había reunido con Álava según acostumbraban, aunque no había nada que planificar; en todo caso, que se completara el despliegue del ejército por los suburbios septentrionales, lo que se había iniciado al amanecer, en forma cuidadamente amistosa. La reunión en el castillo de Neuilly donde Wellington había fijado su cuartel general provisional sería la última entre los dos, cuando menos en calidad de comandante supremo e Intendente General. Sir George Murray estaba de camino (nuevo Intendente General), Broke podría bastarse solo hasta que llegara y Álava sentía el natural deseo de volver a ser el embajador de su país en la corte de Luis XVIII. Pretendía mudarse a la embajada esa misma noche, aunque aceptó quedarse allí al menos una más, ya que la seguridad en las calles de París estaba lejos de quedar asegurada. El último mensaje era de Miniussir; decía que una unidad prusiana, el 1º de Dragones Reales, había establecido contacto en los alrededores de Meaux con los cosacos del general Czernitscheff; el ejército ruso, a lo que parecía, ya estaba en las puertas de París; tras eso pedía permiso para despedirse de Gneisenau (Jefe de Estado Mayor Prusiano), entendiendo que, al igual que Müffling había cesado en sus funciones de comisionado (prusiano ante Wellington), él ya no hacía falta en el cuartel general del Príncipe Blücher.

(Wellington) –Ojalá lleguen pronto, ellos y los austríacos, y sobre todo Federico-Guillermo (III de Prusia); mientras no lo hagan, Blücher nos hará sudar tinta. Me gustaría contar con Miniussir otro par de días. No sólo porque aún necesitaré alguien allí, sino porque al quedarme sin Müffling (comisionado de Blücher ante Wellington) me quedo sin nadie que hable alemán. Por cierto: Charlotte (duquesa de Richmond) amenaza con venir, ella y sus hijas, para saber cómo se visten ahora las chicas de por aquí. No debe de ser el único motivo, porque habla de Miniussir. Dice que les causó una grata impresión cuando vino a visitarles el día después de Waterloo. Hasta ese punto, bueno, pero el que quiera saber si es hombre de fortuna, y qué clase de carrera es la suya, si militar o diplomática, me hace pensar que hay gato encerrado.

Álava no dijo nada, pero el que la duquesa mostrase tal interés en un joven caballero sin dinero, estando su hija de quince años muy lejos de ingresar en la casta de las solteronas incurables, era para mosquearse. Ignoraba si Miniussir aún pensaba en ella, lo que tendría cierta justificación al haberse muerto la competencia (muerte de Lord Hay, amante de Lady Jane Lennox, hija de la Duquesa de Richmond), pero lo último que le desearía sería una suegra como Lady Charlotte.

París, miércoles 5 de julio.
Ahora, los planes de Blücher (Jefe del Ejército Prusiano) en París eran idénticos a los de Bonaparte para Berlín. Sería el ojo por ojo llevado al extremo. Wellington prefirió encogerse de hombros. Quería ganar tiempo hasta que llegara Federico-Guillermo (III de Prusia) e impusiera su autoridad, que si no había cambiado demasiado desde que coincidieron en el Congreso de Viena era mucho más civilizada. Sólo una vez a solas con Álava se avino a decir lo que pensaba de todo aquello.

–Allá por donde pasan se les acaba odiando. No sé si no les importa o si es lo que pretenden. Si es lo primero son muy torpes. De Blücher no me asombra nada, pero Gneisenau (su 2º al mando prusiano) es más listo. Igual es lo que anda buscando. Me pregunto si no habremos acabado con un Bonaparte francés para crear otro prusiano. ¿A ti qué te parece?

Álava sólo veía en el sajón (Gneisenau) un profesional que hacía su trabajo lo mejor que podía y que se mostraba obstinadamente inmune a los encantos de Sir Arthur (Wellington). El tipo aquel le caía bien, y según Miniussir la simpatía era mutua. Eran cosas que no podía explicar a su exclusivista, celoso, acaparador, absorbente y un tanto paranoico amigo (Wellington).

–Miniussir dice que (Gneisenau) sólo sueña con volver a su finca de Silesia, con su mujer y los hijos. No es esa, diría yo, la forma de pensar de un tipo que prepara una guerra. Ahora mismo, apostaría que no debe de haber un solo general prusiano con ganas de comenzar otra.


MINIUSSIR SE DESPIDE DE GNEISENAU Y RECIBE DEL MISMO LA CRUZ DE HIERRO.
París, jueves 6 de julio.
Pese a que la jornada debería ser plácida, el Ejército Prusiano seguía en movimiento. Zieten (General Prusiano) destacaba tres batallones de infantería, una brigada de caballería y una batería de artillería para tomar las once puertas de la ribera izquierda, la zona cuya ocupación le fue asignada en el Pacto de Saint-Cloud. Los zapadores de Thielmann (Jefe del III Cuerpo de Ejército Prusiano) reparaban los puentes de Saint-Cloud y Sèvres para facilitar la circulación de sus trenes de abastecimiento. Los zapadores de Zieten iniciaban los preparativos para volar el Puente de Jena; no sería un trabajo sencillo, pues era una obra concebida para durar siglos. Gneisenau (Jefe de Estado Mayor Prusiano) quería que la voladura fuese formidable, sólo importaba que saliera bien y Blücher (Jefe del Ejército Prusiano) quedara satisfecho. Aunque se respirase un agradable aroma de paz, él (Gneisenau) no daba la guerra por concluida. Quedaba por tomar un buen lote de fortalezas, y mientras en ellas no gualdrapeara la bandera del águila negra no estaría tranquilo. No le gustaba pedir favores a Wellington, pero ya iba viendo que necesitaría sus piezas de sitio. A regañadientes, llamó a Miniussir y le pidió el favor de redactarle una carta para Wellington, pidiéndole sus cañones. Miniussir le trajo el texto minutos después, aunque a diferencia de lo usual no desapareció tras cuadrarse. Por lo que fuera permanecía frente a él, tieso como un poste. No necesitó preguntarse qué sucedía: el buen oficial se despedía, porque debía volver a ser lo que a fin de cuentas era, un diplomático español. Se levantó y le tendió la mano. Le había sido de gran ayuda, esperaba que nunca se le olvidara la gran noche que dos semanas antes pasaron juntos, no debería dudar en acudir a él si en algún momento le surgían dificultades y estuviera en su mano ayudarle. Miniussir no esperaba unas palabras tan cálidas, aunque aquello no fue nada cuando vio a Gneisenau abrir un cajón de su escritorio, extraer un pequeño estuche, abrirlo y sacar la condecoración más valiosa de las que concedía el Estado Prusiano: una Cruz de Hierro de segunda clase. Verle prendérsela de la pechera le llegó al alma; de ahí que, al cuadrarse y saludar, no le sorprendiera saberse de aquel hombre mientras viviese.


EL I CUERPO DE EJÉRCITO PRUSIANO DESFILA POR PARÍS.
París, viernes 7 de julio.
El riesgo de que la ciudad fuese asaltada por el Mariscal Blücher (Jefe del Ejército Prusiano) y su horda desalmada se había desvanecido; así al menos parecía pensar la ciudadanía, pero sin tenerlas todas consigo, pues el número de los que habían venido a presenciar su desfile por los Campos Elíseos era reducido. Predominaban, curiosamente, las mujeres. Será porque los hombres han ido a trabajar (razonaba el consejero Miniussir); pero, el embajador Álava prefería pensar que las mujeres son más audaces que los hombres camuflando de inconsciente curiosidad lo que rara vez es otra cosa que fría osadía y calculado atrevimiento. Lo que no terminaba de comprender era cómo se habrían enterado de que aquella mañana el I Cuerpo de Ejército Prusiano pensaba desfilar hasta la Plaza de la Concordia y desde ahí repartirse por París. Miniussir advertía que no eran demasiados los venidos a maravillarse; ningún representante de Wellington, para empezar, y en cuanto a presencia diplomática sólo estaban su jefe (Álava), Von der Goltz (Ministro de Guerra de los Países Bajos), Pozzo (Embajador Ruso) y los Ayudantes de Campo de todos ellos. Por no estar no estaba ni Blücher (Jefe del Ejército Prusiano). En su lugar estaba Gneisenau (Jefe de Estado Mayor); esas cosas no sólo le aburrían, sino que Miniussir le sabía sepultado en papeles, pero aun así, con su facha más imponente y acompañado de Grolman (Intendente General), Thielmann (Jefe del III Cuerpo de Ejército), Clausewitz (su Jefe de Estado Mayor) y los oficiales de más alto rango de su estado mayor, observaba la llegada del orgulloso Zieten (Jefe del I Cuerpo de Ejército Prusiano), cabalgando al frente de su formidable I Cuerpo de Ejército con Reiche, Steinmetz, Jagow, Pirch II, Henkel von Donnersmarck, Röder (sus Generales del I Cuerpo de Ejército Prusiano) y sus planas mayores varios cuerpos tras él. El 25º Regimiento de Infantería fue la primera unidad en cargar contra el II Cuerpo de Ejército Francés, a lo cual se debía que Zieten lo eligiera para ser la que rompiera marcha. Sus uniformes negros pespunteados en rojo eran casi harapos, se decía un Miniussir impresionado por el paso de aquellos tipos siniestros (lucían la misma calavera que conservaba él como un tesoro muy preciado). Miniussir sacó (a Álava) de su ensimismamiento.

–Mi general, llega la caballería. Esto se acaba, gracias a los cielos.

Se veían frente a la unidad que cerraba la parada, el sombrío 6º Regimiento de Ulanos de tan dulces recuerdos para Miniussir. Marchaba con su jefe legítimo a la cabeza, el Teniente Coronel Ludwig-Adolph von Lützow, canjeado junto a los demás oficiales prusianos una vez se formalizara el Pacto de Saint-Cloud, al que acompañaba el que tan dignamente le sustituyó, el lúgubre Mayor Bürsche. La banda de música, que parecía también alegrarse porque llegara el fin de la pesadilla, se había vuelto a salir de las monótonas partituras prusianas. El Conde Gneisenau, se animó a intervenir.

–General Álava, Mayor Miniussir, les agradezco no ya que hayan venido, sino que hayan resistido hasta el final. Si una muestra de amistad querían darnos, ninguna como esa. ¿Nos veremos esta noche, general? Álava asintió.

Soldado
del 6º Regimiento
de Ulanos.


ÁLAVA Y MINIUSSIR REGRESAN A LA EMBAJADA EN PARÍS.
París, viernes 7 de julio.
El embajador Álava y el consejero Miniussir habían llegado a la embajada tras atravesar con alguna desconfianza las calles más céntricas. El centro no hacía pensar que se había librado por los pelos de ser devastado por la horda del Atila moderno, el Príncipe Blücher. La gente paseaba o se sentaba en las terrazas, las jóvenes señoritas se mostraban tentadoras bajo sus sombrillas y Terzuolo presentaba su aspecto habitual, tanto que al general le costó no detenerse a echar un vistazo. Miniussir, por su parte, no tenía ojos suficientes para extasiarse ante tanta maravilla; ese París de verano tenía bien poco que ver con el sombrío y lluvioso de la lejana mañana de febrero en que lo cruzó camino de Bruselas. Los dos querían recuperar su esencia de diplomáticos, empezando por ocupar su embajada. La hospitalidad de los cuarteles generales había sido irreprochable, pero la casona de la calle Mont Blanc (Embajada Española) siempre sería preferible. La cocina de la embajada no era del todo mala, y además necesitaban que alguna mano experta, más que las de Zurraspas (Asistente de Álava), diera un repaso a sus ropas. Un gozo que se vería incrementado al entrar en el patio de caballos, donde un recién llegado cochero se afanaba en adecentar el carruaje de Su Excelencia (Álava) tras un largo y azaroso camino desde Bruselas, con una parada en el castillo de Chimay, donde la princesa (Teresa) le había entregado una carta para Don Miguel (Álava). Todo parecía recuperar la normalidad, y aunque Álava no pensase que sería mucho tiempo embajador en París, tanto él como Miniussir pretendían sacar el mayor provecho a los días que fuesen a estar allí. El embajador Álava sentía envidia por su consejero Miniussir, que pensaba cenar con unos cuantos oficiales prusianos con los que había hecho una regular amistad, para después lanzarse todos juntos a investigar la oferta pecatriz del promisorio Palais Royal. Pero sus obligaciones oficiales aún no habían terminado. Estaba invitado a cenar. El motivo era distendido, celebrar el extraordinario éxito de aquella campaña de diecinueve días. Por su parte, y a fin de comenzar a marcar distancias, de hacer ver que ya no era el Intendente General de Wellington, acudiría en la solemne uniformidad de gala nocturna de un embajador español. También ayudaría el ir en su propio carruaje desde la calle Mont Blanc, no en el de Wellington desde Neuilly, como esperarían los prusianos. Esperaba volver a ser, simplemente, un buen amigo de Su Gracia (Wellington).


SALÓN LITERARIO DE MADAME DE RÉCAMIER.
París, viernes 7 de julio.
El salón literario de Juliette de Récamier había vuelto a funcionar, señal no sólo de que la normalidad regresaba, sino de que la información de Wellington no estaba tan engrasada como solía ser habitual, pues no hacía una hora que situase a su dueña en el castillo de Coppet (residencia suiza de Madame Staël), pastando con el rebaño liberal de Germaine de Staël (escritora, intelectual y dueña de un famoso salón literario). El salón no rebosaba; se notaba que los habituales no habían regresado de sus exilios, o que, aun estando ya en París, no veían la situación lo bastante clara como para salir de noche.

Juliette de Récamier
por Gérard.


Quizás influyera que los teatros todavía no habían vuelto a la normalidad, lo que harían al día siguiente, o eso dejó caer el bien informado Müffling (nuevo Gobernador Militar de París), que se había pasado la tarde convenciendo a la prensa de París de que la situación de guerra se había extinguido y que si algo podía garantizar era que la paz, el orden y la calma estaban asegurados, tanto por la Policía y la Guardia Nacional como, si llegase a ser preciso, por el Ejército Prusiano.

Juliette de Récamier le recibió (a Álava) con alegría; la presencia de un embajador significaba que la paz regresaba, lo que causó el natural revuelo alrededor del encantado diplomático. A la que se supo que había entrado en París con el ejército de Wellington ya no le dejaron en paz. De modo que sentado en el centro de un sofá, con Madame Récamier a su babor dedicó un buen rato a explicar no sólo qué había sucedido, sino qué cosas estaban acaeciendo y cuáles se hallaban próximas a ocurrir. Curiosamente, lo que suscitaba el interés principal era el futuro de Napoleón, del que ninguno sabía más que había dejado París. Los murmullos comenzaron al saber que había llegado a Rochefort-sur-Mer al amanecer del día 3, a fin de abordar una de las fragatas puestas a su disposición, sin saber que aquel puerto estaba bloqueado desde varios días antes por la Marina Británica, a cuyo almirante jefe, Lord Liverpool (Primer Ministro Británico) había ordenado hacer cuanto fuera necesario para impedir que Bonaparte ganase alta mar y se refugiara en los Estados Unidos de América.

Napoleón a bordo del Bellerophon
(buque inglés que le lleva preso a Inglaterra).


Luego le tocó referir la historia de la campaña, la marcha sobre París y los acontecimientos del momento, empezando por el regreso a Las Tullerías de Luis XVIII. La vida en la ciudad no tendría por qué ser más difícil que antes de la partida de Bonaparte. Lo que veía con pesimismo era la suerte que pudieran correr los que más se significaron en sumarse a Bonaparte mientras el rey Luis aún estaba en Las Tullerías (al inicio de los Cien Días). Los que se sumaron a su causa (de Napoleón) una vez ocupara el trono tendrían poco que temer, o así se habían pronunciado tanto el rey (Luis) como Talleyrand (Primer Ministro Francés). Con aquellas palabras suscitó un evidente alivio entre no pocos de los presentes, aunque percibió cierta inquietud por Ney (Mariscal de Napoleón), no tanto por él mismo sino por Madame Ney, una de las más íntimas amigas de Juliette (Récamier).

Horas después (Álava) se preguntaba si hacer saber a Wellington el paradero de Juliette. Lo hacía porque ella le preguntó por él, primero por su salud y luego por sus planes. Ahí recordó un lejano comentario de su casera (Teresa de Tallien, Princesa de Chimay): a Juliette (de Récamier) le repateaba verse a todas horas pensando en (Wellington). Lo disimulaba, pero el sesgo de sus preguntas no dejaban espacio a la duda. El que Wellington hubiera (desistido) al cabo de unos cuantos intentos infructuosos, dejara de ir por su casa y se marchase a Viena sin hacerle llegar una simple nota de adiós, no la dejaba vivir, y menos sabiendo que había regresado, y en qué forma: el Conquistador del Mundo, con París a sus pies y las parisinas también. (Álava meditó) Juliette no sería un blanco a su alcance, pero en su salón había identificado unos cuantos que sí podrían serlo. A eso se debió su decisión de volver a la noche siguiente; su pretexto, presentar a Miniussir.


ÁLAVA Y MINIUSSIR TRATAN CON EL MARQUÉS DE ALMENARA.
París, sábado 8 de julio.

Álava no había olvidado los noventa y seis cuadros de la Real Academia de San Fernando, ni tampoco al misterioso José Martínez y Hervás (Marqués de Almenara, político afrancesado español, exiliado de España tras la Guerra de Independencia), el cual había dejado una dirección al mayordomo de la embajada. Tras cenar con Miniussir, se acercaron a la casa donde decía vivir el individuo (Almenara).

José Martínez Hervás,
marqués de Almenara.


Allí estaba, efectivamente. Ponerse de acuerdo en cómo proceder les llevó diez minutos. El resto fue larguísimo. Al marqués y a su esposa, les preocupaba su hipotético futuro en la devastada España de Don Fernando VII de Borbón. Apelaban a su caballerosidad para que hiciese (Álava) constar ante Don Fernando que su intervención había sido decisiva (para salvar los) cuadros que, por cierto, no eran noventa y seis; no bajarían de mil, de los que algo menos de trescientos estaban en el Louvre; los demás, aunque inventariados allí, habían pasado a las manos de indeseables como Sébastiani, Belliard (y) Soult (Generales de Napoleón). Álava, cauto, prefirió callar; sus órdenes se referían a noventa y seis piezas bien identificadas; hasta esa tarde no sabía una palabra de las demás, y no pensaba correr el riesgo de meter una gran pata diplomática por lo que pudiera decir el borracho aquel; así pues, él y Miniussir se despidieron amablemente, prometiendo seguir en contacto. Después, y mientras arrumbaban a las interesantes amigas de Madame Récamier y a sus aún más interesantes escotes, aceptó que por él no habría pega en cederle (a Almenara) una parte de gloria.


ÁLAVA Y MINIUSSIR RECUPERAN LOS PRIMEROS CUADROS.
París, sábado 15 de julio.
Álava, Miniussir y Almenara se presentaron en el despacho del conservador del Museo Real del Louvre, Vivant-Denon, quien se mostró sorprendido, pues no sabía que ya hubiera en París un embajador español. Con exquisita cortesía, pero con precisión militar, (Álava) le hizo saber que venía con la intención de recuperar los noventa y seis cuadros incautados por Napoleón en la Real Academia de San Fernando, y que lo hacía en la más amable forma posible, pero si Monsieur Vivant-Denon estimaba conveniente que lo hiciera en compañía de un batallón de fusileros prusianos, en un par de horas regresaría con ellos. El conservador, aliviado porque sólo le hablaran de noventa y seis piezas, pensó que más valdría ponerse a favor del viento. Los cuadros que reclamaba el embajador, según comenzó a explicar, no figuraban entre los favoritos del pueblo, al punto que sólo seis colgaban de las paredes; los otros, que a su entender no valían gran cosa, permanecían apilados en los sótanos como reserva pictórica general, de modo que si Su Excelencia había tomado la precaución de traer con él unos cuantos mozos de cuerda y algunas carretas, se los podría llevar ipso facto. Unas horas después los noventa y seis cuadros, que no parecían en el mejor estado de conservación, estaban sobre las carretas (Álava, seguro de su farol, había traído cuatro, además de varios mozos), listos para emprender el camino de la que otra vez se llamaba calle de la Chaussé d’Antin. El marqués de Almenara aún se maravillaba del milagro, aunque comenzó a indignarse al escuchar de Miniussir que, a juicio del tipo aquel, las noventa y seis maravillas, los más brillantes tesoros de las pinacotecas reales españolas, eran basura. El embajador Álava prefirió no hacerle caso. Müffling (Gobernador Militar de París) le había procurado una escolta muy exigua, una docena de guardias nacionales, y le preocupaba sufrir un asalto de camino a la embajada; de ahí que no viera el momento de aparejar, aunque a fin de hacer callar al otro se comprometió a que, si todo acababa tan bien como había empezado, esa misma noche se pagaría una cena para los tres en el carísimo La Galiotte.


INFORME OFICIAL DE ÁLAVA SOBRE WATERLOO.
París, viernes 21 de julio.
Álava, al llegar a la embajada escribió a Cevallos (Primer Secretario de Estado del Gobierno de España) explicándole que, salvo si ordenase lo contrario, prefería no devolver a España los noventa y seis cuadros, pues su estado era desastroso y sin primero restaurarlos acabarían destrozados; no sólo era su opinión, sino la de dos expertos a los que había consultado, uno propuesto por el marqués de Almenara y el otro por la marquesa de Castellane; les había pedido sendos presupuestos, y en cuanto los recibiera se los haría llegar.


Talleyrand Fouchet

Pensaba echarse una siesta, pues aquella noche Talleyrand (Primer Ministro de Luis XVIII) daba una cena con aspecto de no concluir hasta la madrugada. Pero la recién llegada valija traía el ejemplar de la Gaceta de Madrid del jueves 13 de julio; Cevallos, todo un detalle, se lo había enviado nada más imprimirse, dos tardes antes de su publicación. El texto que venía en una separata lo reconoció a la primera, pues por algo lo había escrito él (Álava) la madrugada del 19 de junio. Comenzó a leer.

Suplemento a la Gaceta de Madrid del Jueves 13 de Julio de 1815.
 El teniente general de los Reales Ejercitos D. Miguel de Alava, ministro plenipotenciario de S. M. en Holanda, ha dirigido al Exmo. Sr. D. Pedro Cevallos, primer secretario de Estado y del Despacho, la carta siguiente:
Exmo. Sr. Muy Sr. mio:
El poco tiempo que medio entre la salida del correo y la victoria del 18 no me permitio escribir a V.E. con la extension que habria deseado; y aunque el ejercito va a marchar en este instante, y yo salgo tambien para La Haya a entregar mis credenciales, sin embargo dare a V.E. algunos detalles sobre este importante suceso, que no sera extraño nos acarree el fin de la guerra mucho antes que podiamos esperarlo. Tengo escrito a V.E. con fecha del 16 que Bonaparte, marchando de Maubeuge y Fillipville habia atacado los puestos Prusianos sobre el Sambre, y que arrojandolos de Charleroi habia entrado en aquella ciudad el dia 15. El 16 mando el duque de Wellington reunir su ejercito en el punto llamado los Cuatro Brazos, donde se cruzan los caminos de Namur & Nivelles y de Bruselas a Charleroi, y en persona se dirijio a dicho punto a cosa de las siete de aquella mañana...
...Lord Wellington, que habia reunido para la mañana del 17 todo su ejercito en la posicion de los Cuatro Brazos, estaba tomando sus medidas para atacar al enemigo, cuando recibio un aviso del Mariscal Blucher que le participaba los sucesos del dia anterior con el incidente que le habia arrancado la victoria de entre las manos; añadiendo que la perdida que habia esperimentado era tal, que se veia precisado a retirarse a Wavre sobre nuestra izquierda, donde se le reuniria el cuerpo de Bulow, y que el 19 estaria pronto para cuanto quisiera emprender. En consecuencia tuvo el Lord que retirarse al momento y ejecuto su retirada con tal maestria que el enemigo no se atrevio a incomodarle en ella: tomo posicion en Brain l’Alleud, delante del gran bosque de Soignies, segun tenia determinado de antemano, y coloco su cuartel general en Waterloo.
Yo me incorpore con el ejercito en aquella manana, aunque todavia no habia recibido las ordenes para ello, porque crei servir a S.M. mejor de este modo, y cumplir con las de V.E. al mismo tiempo, y esta determinacion me ha proporcionado la satisfaccion de haber presenciado la batalla mas importante que se haya dado en muchos siglos, por sus consecuencias, por su duracion, y el talento de los gefes que mandaban en ambas partes, y porque pendia de su resultado la paz del mundo y la seguridad futura de toda la Europa...
... En este tiempo llego el aviso de que el cuerpo Prusiano de Bulow habia llegado a St. Lambert, y que el Principe Blucher con el otro a las ordenes del General Thielman, se avanzaba a toda prisa a tomar parte en el combate, dejando en Wavre los otros dos que tanto habian sufrido en la batalla del 16 en Fleurus. La llegada de estas tropas era tanto mas necesaria, cuanto que el enemigo tenia fuerzas mas que triplicadas, y que nuestra perdida era horrorosa en un combate tan desigual desde la 1 de la manana hasta las 5 de la tarde.
Bonaparte, que no los creia tan cerca, y que habia contado con destruir a Lord Wellington antes de su llegada, conocio que habia perdido infructuosamente mas de 5 horas, y que en la posicion critica en que iba a verse no le quedaba otro recurso que atacar desesperadamente la parte debil de la posicion Ynglesa, y ver el modo de batir al Duque antes de que su derecha fuese envuelta y atacada por los Prusianos. Desde entonces todo fue una repeticion de ataque sobre ataque de caballeria e infanteria sostenidos de mas de 300 piezas de artilleria que desgraciadamente hicieron un estrago espantoso en nuestra linea y mataron o hirieron los oficiales, artilleros y caballos de la parte mas debil de la posicion...

Aún le maravillaba la buena fortuna que tuvieron Wellington, él y Miniussir, pues salieron sin un arañazo, mientras a su alrededor, salvo Fremantle y Percy, todos quedaron muertos o mutilados. Quizá fuera verdad lo que decía Wellington, que le señaló el dedo de la providencia. Sería un dedo muy gordo, pues bien que les había cobijado, a él y a su rara mezcla de consejero y ayudante de campo (Miniussir).

... Por fin, a cosa de las siete de la noche Bonaparte trato de hacer el ultimo esfuerzo, y poniendose a la cabeza de su guardia ataco el mismo el punto indicado de la posicion Ynglesa con tal vigor, que arrollo las tropas de Brunswick que ocupaban parte de el, y tuvo por un momento indecisa y aun mas que dudosa la victoria. El Duque, que conocio tan critica situacion, hablo a las tropas de Brunswick con el ascendiente que tiene todo hombre grande, las hizo volver a la carga, y poniendose a la cabeza de ellas restablecio nuevamente el combate, esponiendose a toda clase de riesgos personales. Felizmente en este momento percibio el fuego del Mariscal Blucher, que atacaba con su vigor acostumbrado la derecha enemiga; y viendo el momento de dar un golpe decisivo, se puso a la cabeza de las guardias de infanteria Ynglesa y les dijo cuatro palabras que fueron contestadas por un hurrah general, y guiandolos el mismo Duque con el sombrero, marcharon a la bayoneta a medirse cuerpo a cuerpo con la guardia Ymperial.
Pero esta se puso en retirada, que pronto se convirtio en una huida completa, y en la mayor derrota que jamas han presenciado los militares. Columnas enteras arrojando las armas y cartucheras para escapar mejor, dejaban señalado el sitio de su formacion; solo en el cual nos apoderamos de 150 piezas de artilleria. La derrota de Vitoria no es comparable con esta, y solo se le parece en que en ambas ocasiones han perdido todo el tren y pertrechos del ejercito, asi como todos sus equipages.
El Duque siguio el alcance hasta cerca de Genappe donde hallo al respetable Blucher, y ambos se abrazaron del modo mas cordial en el camino real de Charleroi; pero viendose en el mismo punto que los Prusianos y que su ejercito necesitaba de descanso despues de lucha semejante, dejo a Blucher el cuidado de perseguirlos, y este juro no dejarles un momento de reposo. Asi lo va ejecutando, y ayer habia llegado al medio dia a Charleroi, de donde pensaba salir al anochecer para seguir el alcance...

La última frase tuvo la inspiración de añadirla tras el regreso de Miniussir, cuando él y Wellington supieron que la batalla dejaba de ser una gran victoria para volverse una gesta decisiva.

...Esto es en resumen lo que ha pasado en este dia memorable, y las consecuencias de este suceso son demasiado conocidas para que yo me detenga a detallarlas. Bonaparte mal afirmado en su trono usurpado, sin dinero y sin tropas con que reclutar su ejercito, ha recibido un golpe tan mortal que segun los prisioneros, no le queda mas recurso que cortarse el cuello. Por este motivo dicen ellos que jamas lo han visto esponer tanto su persona, y que parecia que buscaba la muerte para no sobrevivir a una derrota de consecuencias para el tan funestas. Dige a V.E. con fecha del 16 que su maniobra me parecia atrevida delante de generales como Blucher y el Duque: el suceso ha justificado plenamente mi prediccion. Asi creo que el haberla ejecutado no ha provenido sino de su desesperacion al ver las fuerzas enormes que iban a atacarlo por todos lados de la Francia, y con el objeto de dar uno de sus golpes acostumbrados antes de la llegada de los Rusos y Austriacos.
Su reputacion militar se perdio para siempre; y en esta ocasion que no hay traicion de aliados ni puentes volados antes de tiempo a quienes echar la culpa, toda la verguenza va a recaer sobre la superioridad numerica, superioridad de artilleros todo estaba en su favor, y el haber sido el acometedor prueba bien que tenia medios suficientes para ejecutarlo. Por fin, este talisman, que como un hechizo tenia encantados a los militares franceses se disipo en esta ocasion. Bonaparte ha perdido para siempre la reputacion de invencible, que en adelante la tendra un hombre honrado, que lejos de emplear este titulo glorioso en turbar y esclavizar Europa, lo convertira en un instrumento de su felicidad, y en procurarle la paz que tanto necesita.
La perdida de los Ingleses es horrorosa, y de los que se hallaron al lado del Duque solo el y yo salimos intactos en las personas y caballos. Los demas todos han sido muertos, heridos o han perdido uno o mas caballos. El Duque de Brunswick fue muerto el 16, y el Principe de Oranje y su primo el de Nassau, aide-de-camp del Lord, recibieron dos balazos. El Principe de Oranje se distinguio extremadisimamente, pero por desgracia aunque la herida no es peligrosa privara al ejercito de la importancia de sus servicios por mucho tiempo, y acaso perdera el uso del brazo izquierdo. El Lord Paget, general de la caballeria, recibio al fin del combate una herida que hizo necesaria la amputacion de su piema derecha, perdida irreparable, porque dificilmente se encontrara un gefe que conduzca la caballeria con el valor y ciencia que el. El Duque no ha podido contener sus lagrimas al ver tantos dignos y valientes hombres muertos, y la perdida de tantos amigos y compañeros fieles, y solo la importancia del triunfo puede hacer menos sensible perdida tan considerable.
No quiero concluir este oficio sin decir a V.E. para noticia de S.M., que el Capitan D. Nicolas de Miniussir, del regimiento de tiradores de Doyle, de quien tengo hablado a V.E. anteriormente, asi como de su destino en este ejercito, se porto ayer con el mayor valor y bizarria, habiendo sido herido cuando arrojadas las tropas de Nassau del jardin las reunio e hizo volver a su puesto; que durante el combate tuvo otro caballo herido, y que por su conducta anterior y por la que ha observado en este dia, es digno de que S.M. le de una prueba de su satisfaccion. Este oficial es bien conocido en la Secretaria de Guerra, y lo es tambien del General Don J. de Zayas que ha hecho mucho aprecio de su merito.
Dios guarde a V.E. muchos años.
Bruselas, 20 de Junio de 1815.
B.L.M. de V.E.,
Miguel de Alava 


BAILE EN LA RESIDENCIA DE WELLINGTON.
MINIUSSIR CONOCE A LA DUQUESA DE SAGAN.
(Todo el idilio entre Miniussir y la Sagan que se relata a continuación es fabulación del autor de las novelas sobre las que está basada esta obra. Según reconoce el propio Ildefonso Arenas, aunque ficticios, bien pudieran haber ocurrido).
París, martes 1 de agosto.
(A la recepción del) hotel Grimod, la suntuosa residencia de Wellington, asistían unos trescientos caballeros, aunque sólo cuarenta damas. Blücher que se había excusado, quizá para no verse con el gordísimo Luis XVIII, aunque también podría suceder que aquel ambiente le aburría. El que sí vino fue Gneisenau (su Jefe de Estado Mayor), que fiel a su estilo mostraba un aspecto muy sobrio. Wellington, por el contrario, mostraba buena parte de las muchísimas (condecoraciones) que tenía, empezando por las últimas con que le habían honrado los monarcas presentes. Álava, en estricto atuendo de ministro plenipotenciario, sin otra condecoración que su Toisón de Oro (otorgado por las Cortes de Cádiz).

Además de Luis (XVIII de Francia) y Federico-Guillermo (III de Prusia) pululaban por el salón: el Zar Alejandro (I de Rusia), el Kaiser Francisco (I de Austria), el Conde D’Artois (hermano de Luis XVIII), los duques de Angoulême y de Berry (hijos del Conde de Artois y sobrinos del Rey de Francia), Hardenberg (Ministro de Exteriores de Prusia), Humboldt (Asesor de Hardenberg), Castlereagh (Ministro de Exteriores Británico), Stewart (Embajador Británico), Cathcart (Ayudante de Campo de Wellington), Metternich (Ministro de Exteriores Austríaco), Gentz (Ayudante de Metternich), Kapodistrias (Ministro de Exteriores Ruso, compartido con Nesselrode), Nesselrode (Canciller Ruso), Razumovsky (Príncipe y Diplomático Ruso), Pozzo di Borgo (Embajador Ruso), Vincent (Embajador Austríaco), Von der Golz (Ministro de Guerra de los Países Bajos), Hill (Jefe del 2º Cuerpo de Ejército de Wellington), Murray (Jefe de Estado Mayor del Ejército Británico), Schwarzenberg (Jefe del Ejército Austríaco), Colloredo-Mansfeld, Wrede (Jefe del Ejército Bávaro), Zieten (Jefe del I Cuerpo de Ejército Prusiano), Grolman (Intendente General Prusiano), Müffling (reciente Gobernador de París) y el gobierno Talleyrand en pleno.


Luis XVIII de Francia. Federico Guillermo III de Prusia
Alejandro I de Rusia Francisco I de Austria

Aquello era un baile y buena parte de los invitados deseaban eso precisamente, bailar, de modo que las escasas damas en presencia se veían obligadas a dar lo mejor de sí mismas para que ninguno de los trescientos se quedara sin un vals, una mazurka o una polonesa. Las que más en forma estaban, o mejor resistían la fatiga, eran la duquesa de Sagan (Guillermina o Mina) y sus hermanas (Von Biron): la princesa Hohenzollern-Hechingen (Paulina) y la condesa de Périgord (Dorotea, sobrina, confidente y amante de Talleirand). Una excesivamente juvenil Lady Frances-Anne Vane-Tempest, rompiendo el pacto de solidaridad establecido entre las damas, no se salía de los brazos de un incómodo Lord Stewart (Embajador Británico, su futuro esposo). La única que no bailaba era Lady Frances Webster-Wedderburn (amiga de Wellington y posible amante), quien, colgada del brazo del tampoco muy cómodo Wellington, sostenía como podía su barrigón de casi nueve meses, pese a lo cual no había tenido reparo en subirse al carruaje de las atrevidas Capel y las impacientes Lennox, y hacer con ellas el alegre y prometedor camino de Bruselas a París. Álava pudo constatar que la resuelta Lady Sarah Lennox se las apañaba cada tres o cuatro bailes para enlazar un vals muy ceñido con un embobado Sir Peregrine Maitland (General del I Cuerpo de Ejército de Wellington), que Federico-Guillermo (Rey de Prusia) se mostraba sospechosamente devoto de la Marassé, que la Kielmansegge de vez en cuando le dirigía miradas dos o tres segundos más largas de lo establecido en el protocolo de condesas decentes, que Lady Lamb parecía un punto fastidiada por la obstinación de la Webster-Wedderburn (Lady Frances) en no desasirse de Wellington, que si los interesados en danzar con la Sagan (Mina) se pusieran en fila llegarían a la Plaza de Luis XV y que la reputadísima Dorotea de Périgord (hermana de Mina y sobrina, confidente y amante de Talleirand), pese a cumplir sus turnos con unos y con otros, a la que podía se amarraba con un oficial austríaco ciertamente apolíneo.

Dorothea de Talleyrand-Périgord,
Condesa de Périgord, hermana
de Mina (duquesa de Sagan),

por François Gérard.



(Miniussir) –¿Esa de ahí es la condesa de Périgord, mi general?
(Álava) –Si la memoria no me falla, sí.
(Miniussir) –Pues hoy está en coplas. ¿Las ha oído?
(Álava) –Temo que no, pero haz el favor de ilustrarme.
(Miniussir) –La gente de Grolman (Intendente General Prusiano) comentaba que hubo un duelo esta mañana. El ofendido era un coronel francés (Conde Edmond de Périgord, marido de Dorotea), de los que no se unieron a Bonaparte. El retado, un Ayudante de Campo de Schwarzenberg (Jefe del Ejército Austríaco). Condes, los dos. La razón, que al segundo se le imputa un proceder muy reprobable con la esposa del primero.
(Álava) –¿Resultado?
(Miniussir) –El segundo arreó al primero un sablazo en mitad de los cuernos, con el ancho de la hoja. Dado que los padrinos habían convenido primera sangre, ahí concluyó todo. Al francés se lo llevaron en volandas, con la cara partida, y el otro se volvió con los suyos.
(Álava) –¿Y las coplas esas que dices tienen que ver con la condesa?
(Miniussir) –Con ella, con su marido y con el que la mira como si pensara comérsela, el conde Clam-Martinitz.
(Álava) –Pues el tal Edmond es el sobrino y heredero de Talleyrand, y la señora (Dorotea), según se dice, además de su ama de llaves es algo más que su sobrina. Si lo del sablazo se confirma será un asunto divertido.
Se miraron y sonrieron, malévolos. Qué sería de los diplomáticos sin los buenos chismes. La música cesaba cada tres o cuatro piezas, para dar un descanso a las esforzadas danzarinas. Una de ellas se acababa de parar frente a los dos, tras desprenderse con escasa dulzura de un príncipe ruso.
–¡Cuánto me alegro de verle, Don Miguel!
–La alegría es mía, doña Guillermina (Mina, duquesa de Sagan, la mayor de las hermanas Von Biron).
La duquesa sonrió. Le gustaba cómo sonaban en español su nombre y su tratamiento.
–He oído por ahí que ha rescatado del Louvre ciento y pico cuadros valiosísimos, algunos del mismísimo Velázquez, y que los ha colgado en su embajada. ¿Es verdad?
–Salvo que lo hemos hecho entre los dos, así es. Por cierto, le presento a Don Nicolás de Miniussir. Además de trabajar conmigo representó al duque de Wellington en el cuartel general del Príncipe Blücher durante toda la campaña, desde Waterloo a París. Señor de Miniussir, la duquesa de Sagan.

Duquesa de Sagan Nicolás de Miniussir
y Giorgeta

El aludido doblaba la cerviz no tan adecuadamente como habría debido. Le costaba un gran esfuerzo escoger entre los bellísimos ojos de la duquesa y sus no peores pechos, sin recordar que a la hora de inclinarse ante una dama sólo deben mirársele los pies. Un error que le costó una sonrisa de las que descomponen a cualquier agraciado consejero de cuarta categoría, y también una mirada como de gataza frente a un inocente ratoncillo que al otro diplomático no le costó calibrar. Nadie podría imaginar lo que habría dado él porque Mina le hubiese mirado así.

–¿Baila usted el vals, Monsieur de Miniussir?
–Temo que no excesivamente bien, Alteza.
–Pues venga conmigo, que yo le pondré al día.

Le había cogido de la mano, remolcándole hasta el centro de la pista con la naturalidad de una grácil fragata que hiciera lo mismo con un desarbolado bergantín. Miniussir quizá no se diera cuenta, pero rara era la mujer que no se lo comía con los ojos.

Comentario sobre esta escena en la novela de Ildefonso Arenas. La Duquesa de Sagan. (Habla Hannchen, la criada de la Duquesa, en 1837: Todo comenzó en un baile. Lo daba Wellington, en el París del verano de 1815. La Sagan se fijó en un tipo guapísimo, muy joven, casi un niño, con aspecto de tímido y que no bailaba. Se hizo presentar al hermoso caballero, que resultó ser el ayudante de campo del general Álava. Le cogió de la mano, le tomó a remolque, le condujo al centro de la pista y desde ahí dejo de cubrir sus turnos con los ansiosos caballeros. La velada, para ella, no tenía otro sentido que hacerse con el alma del chaval, y vaya si se hizo con ella).

Quién hubiese nacido así, suspiraba el embajador Álava reemprendiendo su vagabundeo por el salón. Por interesante que pudiese resultar a los ojos de cierto tipo de princesas, ni su santa madre le habría descrito jamás como un hombre guapísimo. En esos tristes pensamientos se deslizaba sobre las baldosas cuando sintió que le cogían del brazo.

(Wellington) –¿Has oído lo último?
(Álava) –¿Lo del duelo?
(Wellington) –No. Hablo de La Bédoyère (General de Napoleón). Se había escondido en Riom, con Exelmans (General de Napoleón), pero le dio la locura y volvió a París a ver a su mujer y a su hijo. Lo hizo sin tomar precauciones, de modo que alguien le reconoció. Esta mañana, al amanecer, le detuvieron en su cama. Le han llevado a la prisión de l’Abbaye. Tiene los días contados.
(Álava) –¿De veras piensas que Luis (XVIII de Francia) será capaz de cargárselo?
(Wellington) –Los muertos como La Bédoyère a la vuelta de nada serán mártires, pero estos alucinados quieren dar un escarmiento y no entienden que sólo conseguirán quedarse sin corona.

General Charles de La Bedoyérè,
por Jean-Urbain Guérin.


ÁLAVA MUESTRA LOS CUADROS RECUPERADOS DEL LOUVRE.
París, viernes 11 de agosto.
Las obras en la embajada (Embajada Española en París) para devolverle el buen aspecto que reclamaba su no inminente ocupante (Don Antonio María Dameto y Crespí de Valldaura, Grande de España, marqués de Bellpuig y de Anglesola, conde de Perelada y de Savallá, y vizconde de Rocabertí)  progresaban a buena velocidad. Los días del general Álava como embajador provisional estaban contados, pero no tanto como para renunciar a tomar ciertas medidas, las cuales calculaba que no serían criticadas por el prodigioso Perelada (Nuevo Embajador) cuando se dignase aparecer, lo que, intuía, no tendría lugar en tanto no concluyeran las negociaciones por el tratado de paz.

Una de las tales fue habilitar una sala de buen tamaño y mejor luz para que trabajase allí un afamado retratista y restaurador (Ferreol Bonnemaison) que le había presentado (el Marqués de) Almenara (ex ministro español afrancesado y exiliado en París). Cinco cuadros de Rafael de los arrancados a Vivant-Denon (conservador del Louvre) estaban en tan mal estado que corrían riesgo de perderse, de modo que, sin esperar instrucciones, contrató a Bonnemaison para que los traspasase «de tabla a lienzo» y los dejara en condiciones de volver a España. Había hecho colgar los dos primeros en la biblioteca, la cual iba recuperando su pasado esplendor. Podía contemplarse una extraordinaria colección de Velázquez, Rafael, Ribera, Cano, Carreño, Coello, Mengs y los dos Herrera, el Viejo y el Mozo, así como del aún vivo Goya, dispuestos tan sabiamente que los selectos invitados (iban) a maravillarse frente a ellas (y) difícilmente sospecharían que su aparente desorden, así como el descuido en su colocación, eran el producto de un cuidadoso estudio de luces y de sombras.

El primero que levantó sus cejas en gesto de asombro fue Wellington, acompañado de Lord Castlereagh (Ministro de Exteriores Británico), Sir George Murray (Jefe de Estado Mayor Británico) y Lord Fitz-Roy Somerset (Secretario Militar de Wellington), y tras ellos los contemplaron, en diferentes visitas, Gneisenau (Jefe de Estado Mayor Prusiano), Müffling (actual Gobernador Militar de París), Thurn und Taxis (Príncipe Alemán), Von der Goltz (Ministro de Guerra de los Países Bajos), Razumovsky (Diplomático Ruso), Vincent (Embajador Austríaco) y Pozzo (Embajador Ruso). Unos se maravillaron más y otros menos, aunque todos coincidían en no haber sospechado que tras la descascarillada fachada de la embajada española se ocultaran estancias tan grandiosas y cuadros tan portentosos; resultaba muy alentador que la vieja y altiva España se alzara de las cenizas en que Bonaparte la dejó sumida y se asomase al mundo con aquella rara mezcla de grandeza y sencillez que Álava sabía imprimir a todo lo que hacía, unas palabras ciertamente sorprendentes procediendo de alguien tan sobrio como Gneisenau; igual Miniussir tenía razón cuando decía que ni de lejos era tan bárbaro como aparentaba.


MINIUSSIR INVITA A LA DUQUESA DE SAGAN A CONTEMPLAR LOS CUADROS RECUPERADOS.
París, viernes 11 de agosto.
Esa tarde recibirían dos nuevas visitas, también interesadas en apreciar los tesoros recuperados para España por el embajador (Álava) y su interesante ayudante de campo (Miniussir). Aquel dudó un poquito antes de confirmar la invitación que Miniussir había realizado por su cuenta, aunque al final capituló, y tras regañar con poca suavidad a su cabizbajo ayudante de campo ordenó que se dispusiera un servicio de té no para una duquesa y una condesa, sino para dos reinas. Era la cuarta vez que repetía la función y resultaba, por demás, natural que la duquesa de Sagan y la condesa de Périgord (dos de las hermanas Von Biron: Mina y Dorotea) permanecieran plantadas frente a una majestuosa Circuncisión de Zurbarán.

(Mina) –Con todo mi respeto por lo religioso, me parece una bestialidad. Los judíos deberían preguntarse si les merece la pena conservar estas costumbres tan atroces. Los tres se quedaron mirando a la duquesa (Mina), y en particular su hermana, que jamás dejaría de asombrarse ante su colosal desfachatez.
(Álava) –En España no quedan muchos, así que no podemos opinar.

La duquesa se desplazaba con levedad hasta detenerse frente a (un) retrato de Francisco de Goya, representaba una mujer de largo pelo negro, vestida de blanco y rojo, que para la duquesa y la condesa era una completa desconocida.

(Álava) –Es la duquesa Cayetana de Alba. Ella y su marido fueron los principales mecenas del pintor. Goya pretende captar la personalidad del retratado.
(Mina) –Pues a esta señora la pintó guapísima. Ya quisiera yo dar con alguien que me retratase así. Lo que necesito es alguien como Goya; igual me tiene que preparar un viaje a Madrid, don Miguel.

La duquesa reemprendía su recorrido, para detenerse ante una preciosa Magdalena de Ribera.
(Mina) –Alguna vez he pensado en cómo se debió sentir esta chica cuando andaba detrás de Jesucristo. Enamorarse de un dios debe ser complicado, ¿verdad?

No lo había dicho con carácter general, sino tras clavar la mirada en un descolocado Miniussir. Al embajador le parecía estar asistiendo a un concierto donde sonaba una melodía que no le llegaba. Lo que había llevado allí a la duquesa no era ver cuadros magníficos. Sólo podía ser el deseo natural de visitar la guarida de la presa. Todo lo demás, él incluido, era simple coreografía.


MINIUSSIR EN EL PALCO DE LA SAGAN.
París, viernes 11 de agosto.
En los teatros de París, decía Müffling (nuevo Gobernador de París), era imposible hallar un asiento; Álava le daba la razón mientras esperaba en el palco de Germaine de Staël (escritora), entre Juliette de Récamier (dueña del famoso salón literario) y Aurora de Marassé, que comenzara el Tartufo.
Aprovechando que las bellezas se habían enfrascado en sendas conversaciones con terceros, dejaba correr la mirada sobre los palcos contrarios. No le sorprendió ver a Wellington y Castlereagh (Ministro de Exteriores Británico) en el de Lord Stewart (Embajador Británico), ni a Talleyrand (Primer Ministro Francés) y su sobrina (Dorotea Von Biron) en el de Pasquier (Ministro de Justicia Francés), pero sí un poquito vislumbrar a Miniussir en el de la duquesa de Sagan, junto a una jovencita que debía de ser la muy comentada Emilie von Gerschau, hija en adopción de la duquesa y que muchos tenían por suya propia, fruto de alguna inoportuna enfermedad de nueve meses. Era evidente que Miniussir progresaba de un modo espectacular. A la duquesa, Wellington dixit, los hombres jóvenes y guapos le gustaban mucho, al punto que no había ganado por nada su título de «Cleopatra de Curlandia». Todo indicaba que su joven consejero (Miniussir) no tardaría en unirse a la cofradía. Una excelente oportunidad si sus gestiones, de las que no le había dicho nada, tenían éxito y le caía un buen destino, en Viena. Por mucha envidia que le diera, el chaval lo merecía. Dios quisiera que, por una vez, Cevallos (Primer Ministro Español) le hiciera caso.


CARTA DE CEVALLOS A ÁLAVA: ANUNCIA EL ASCENSO DE MINIUSSIR Y LA LLEGADA DEL PINTOR LACOMA PARA ASESORARLE SOBRE EL RESTO DE OBRAS ROBADAS.
Madrid y París, martes 15 de agosto.
Cevallos (Primer Ministro de España) se ocupaba de su correspondencia. Una de las cartas que tenía que contestar era la última de Álava. Comenzó con un amable «mi querido general». La opinión de Fernando VII sobre la persona del general era mejor que la de seis meses antes, tanto que andaba rumiando la posibilidad de concederle una recompensa que guardara relación con sus méritos por los excelentes contactos que había conseguido para España y que no dudaba tendría la generosidad de traspasar a su sucesor en París, el Excmo. Sr. conde de Perelada. El rey, añadió, estaba especialmente satisfecho con la recuperación de los noventa y seis cuadros, y él aún lo estaba más de que lo consiguiera sin más ayuda que la del joven Miniussir, a quien debería decir que, a la espera de mejores noticias, se le concedían dos ascensos: uno, al grado de teniente coronel vivo y efectivo, con percepción de sus nuevos haberes desde aquella misma fecha; otro, a la categoría de consejero de segunda categoría, también con inmediata mejora de su salario; no era, lo reconocía, lo que Don Miguel le había sugerido, pero sí lo que podía él conceder sin autorización real; cuando la tuviera ya le haría saber hasta dónde llegaban su reconocimiento y el de Su Católica Majestad.

Tras ese preámbulo venía a pedirle que hasta la llegada de Perelada se desempeñara con la misma diligencia, no sólo en relación al rey Luis (XVIII de Francia) y a su gobierno, sino con los monarcas y dignatarios presentes en París. Le avanzaba igualmente que, mientras no se alcanzara un acuerdo para el tratado de paz (II Tratado de París, se firmó el 20 de noviembre de 1815), debería mantener su cotidiano contacto con (Wellington), a fin de cooperar cuanto pudiera en el mayor beneficio para España que resultara de dicho tratado, en cuya negociación actuaría como plenipotenciario el marqués de Labrador, ya en camino. Todo ello lo debería realizar sin perder de vista sus obligaciones con respecto al rey Guillermo I (Estatúder de las Provincias Unidas entre 1813-1815 como Guillermo VI) y al gobierno del Reino Unido de los Países Bajos, a los cuales le recomendaba visitar con la frecuencia que a su juicio conviniera; era la manera más sutil que se le había ocurrido para facilitarle sacudirse al cretino de Labrador. Si encontraba preferible ocultarse tras sus obligaciones en Bruselas o en La Haya, que lo hiciera. No esperaba nada de aquel aún hipotético II Tratado de París, salvo un nuevo desastre como el de Viena, pero lo último que deseaba sería regalar al malhadado Labrador un inocente al que cargar la culpa de todo lo malo que acaeciese. De ahí que le diera esa elegante salida.

Los cuadros aún no recuperados eran el último asunto en el que deseaba extenderse, y no sólo por seguir instrucciones (del Rey), sino por ser patrón y protector de la Real Academia de San Fernando. El que aún siguieran en Francia entre mil y dos mil valiosísimas obras de arte, sumando a los cuadros la orfebrería, el mobiliario, las esculturas y los incunables que se habían saqueado, le dolía en el alma. Dudaba poder recuperar más allá de un cuarto, pero Álava sin duda sabía moverse, al punto que quizá pudiera obrar el milagro. Había confiado a un artista de confianza, Francisco Lacoma, la tarea de levantar un inventario de obras requisadas por El Francés. Le despachó a París, para que se pusiese a las órdenes de Álava y le ayudase a recuperar las más posibles de aquellas obras. Partiría de una constancia que le había extrañado, el que no se correspondieran en más de dos tercios los noventa y seis cuadros recuperados con los rapiñados por Vivant-Denon (Conservador del Museo del Louvre) cuando acompañó a (Napoleón) en su expedición de 1809. Bien, pues con Lacoma (pintor experto) junto a él eso no se repetiría, si bien aparecería otro problema: sacar del Louvre trescientos o cuatrocientos cuadros, y esta vez de los buenos, requeriría mucho más que imaginación, talento y la gran astucia de un general. Le harían falta sables, y bastantes. Muchos más que los de Miniussir y el suyo propio. Si consiguiera que le prestaran el batallón que como mínimo haría falta, quedaría demostrada la singular estupidez de un rey (Fernando VII) capaz de cambiarlo (a Álava) por un conde de Perelada (nuevo Embajador de España en París) que hasta para desabrocharse la bragueta necesitaba que le ayudasen un ujier, un mayordomo y un ayuda de cámara.


RECEPCIÓN DE WELLINGTON.
París, viernes 18 de agosto.
Wellington daba otra recepción. El motivo, la imposición de la insignia de la Orden del Baño (orden de caballería británica) al Príncipe Blücher (Jefe del Ejército Prusiano), al conde Barclay de Tolly (Jefe del Ejército Ruso), al Príncipe Wrede (Jefe del Ejército Bávaro) y al Príncipe Schwarzenberg (Jefe del Ejército Austríaco), en presencia del Rey Federico-Guillermo (III de Prusia), el Zar Alejandro (I de Rusia), el Rey Maximiliano (I de Baviera) y el Emperador  Francisco (I de Austria).

Blücher
(Jefe del Ejército de Prusia)



Hora y pico después comenzaron a llegar señoras muy distinguidas en cantidad superior a las cuarenta de la otra vez. La duquesa de Sagan era la que necesitaba más páginas en su carnet de baile. Era difícil no seguirla con la mirada mientras giraba y giraba en brazos de todo tipo de galán uniformado, incluyendo a un Wellington que la trataba con la mayor cortesía, la de un perfecto anfitrión hacia su invitada de mayor rango. Uno que debió conseguir un gran número de anotaciones en la tarjeta de baile de la duquesa era un apuesto coronel austríaco, lo que Miniussir encajaba con aparente indiferencia, quizá porque tampoco permanecía mucho en la dársena, y no sólo por poder competir con cualquiera en términos de prestancia, sino porque la combinación de su exótico uniforme con una cruz de hierro resultaba irresistible para buena parte de las damas.

(Wellington) –Es el príncipe Alfred Windisch-Grätz. Manda un regimiento de ulanos y lleva cantidad de años liado con ella, si bien de un modo intermitente, cuando Mina (Duquesa de Sagan) no tiene algo mejor que llevarse a las sábanas.
(Álava) –He oído que mañana por la tarde se cargan a La Bédoyère (General de Napoleón).
(Wellington) –Cierto. Luis (XVIII de Francia) ha rechazado con desprecio la totalidad de las peticiones de clemencia que se le han formulado, incluyendo la mía. Me ha escrito Juliette (Récamier), intercediendo por La Bédoyère, al que califica de gran amigo suyo. Hasta hoy no me había dado ninguna señal de vida en el mes y medio que llevamos aquí. Que lo haga por una cosa como ésta me parece por demás fastidioso.
El tono de Su Gracia reflejaba una considerable irritación. En lo que llevaba vivido con él le había demostrado que saber tratar a las mujeres no era una especialidad que dominase. Quizá porque a las de verdadera categoría, y Juliette lo era, no las entendía.
(Álava) –¿Y qué piensas hacer?
(Wellington) –Nada, porque no hay nada que hacer.


ÁLAVA PIDE AYUDA A WELLINGTON PARA RECUPERAR LAS OBRAS ESPAÑOLAS QUE AÚN QUEDAN EN EL LOUVRE.
París, miércoles 23 de agosto.
Wellington se asomaba sin ganas a un día muy nublado que preferiría no vivir en París. Lo había empezado explicando al embajador Álava:
–Castlereagh (Ministro de Exteriores Británico), Metternich (Ministro de Exteriores Austríaco), Nesselrode (Secretario de Estado Ruso) y Hardenberg (Primer Ministro Prusiano) hoy confirmarán que las obras de arte arrebatadas por los ejércitos franceses desde las campañas de 1791 deberán ser devueltas a sus legítimos propietarios, con independencia de quién se las llevase y de dónde estén. Luis (XVIII de Francia) lo sabe, porque se lo hemos dicho, pero se lo ha tomado como si no fuera con él. A Talleyrand (Presidente del Consejo de Ministros y Ministro de Asuntos Exteriores de Francia con Luis XVIII) también se lo dijimos, y aunque reaccionó muy educadamente, me consta que pondrá todas las dificultades imaginables. Los acontecimientos comenzarán a precipitarse dentro de pocos días, así que procura estar atento. ¿Cómo cuántas te quedan por recuperar?
–Unas dos mil, pero en el Louvre no habrá más de quinientas. Las demás se las llevaron Soult y Sébastiani (Mariscales de Napoleón), que ya las habrán hecho desaparecer. Las doy por perdidas, salvo que aprobéis la incautación de los bienes que se les puedan encontrar, a esos dos y a todos los demás generales y mariscales, lo que intuyo no sucederá; ahora, las del Louvre sí quisiera recobrarlas, pero necesitaré bayonetas. ¿Me las prestarás?
–Cuenta con ellas, pero no ahora mismo.

MINIUSSIR Y LA SAGAN VAN DE EXCURSIÓN: COMIENZA EL IDILIO.
París, miércoles 23 de agosto.
El día estaba nublado. Miniussir temía que la excursión a la Malmaison (antigua residencia de Josefina de Beauharnais, esposa de Napoleón) se suspendiese, con lo que su desbocado corazón se haría pedazos. Sería una misión para dos, a caballo, comiendo lo que su compañera trajera; siendo la mujer más acaudalada del universo, con seguridad sus cocineros harían maravillas. Él debía llevar el vino, así que una de las alforjas sujetas a su silla contenía dos botellas del champagne favorito de su jefe. La otra contenía la negra capa de los ulanos del 6º, en previsión de que lloviera y se viese obligado a cubrir a su pareja. Por lo demás vestía de impecable oficial español, con su sable, su vieja pistola y su cruz de hierro. Lo hacía por saber que buena parte del camino a la Malmaison, así como el propio castillo, estaban en un área controlada por el I Cuerpo de Ejército Prusiano. Desconfiaba del talante de sus patrullas ante un oficial extranjero y una mujer joven y guapa, por mucho que dijera ser duquesa y compatriota. Bien sabía que a la vista de la cruz negra bordeada en plata la reacción usual del infante prusiano era el primer tiempo de saludo, y más valía que así fuera, se decía con íntima inseguridad mientras enfilaba el portalón del hotel Borbón-Condé. La que sonreía encantada de verle según bajaba la escalera no parecía exactamente una duquesa. Sin maquillar, el pelo arrebujado bajo un sombrero, una chaqueta roja y una falda negra muy amplia de la que asomaban unas botas de montar, más parecía una dama rural que sale a dar una vuelta por el campo.

Hotel Borbón-Condé
(residencia en Francia de la duquesa de Sagan).


Si aquello ya le sorprendió, no fue nada comparado con verla ganar su caballo  para montar sin ayuda a horcajadas como él. La falda no era tal, sino un pantalón de perneras muy amplias. A la Sagan le daba igual que las mujeres tuvieran prohibido montar así. Estaba perfectamente claro que aquella dama extraordinaria se ponía el mundo por montera.

Miniussir jamás habría supuesto que visitar un castillo (Malmaison) fuese un asunto tan apasionante. Lo vigilaba una compañía del 24º Regimiento de Infantería, cuyo capitán pronto entendió que sólo pretendían echar un vistazo a la última casa que tuvo Napoleón, y que permitírselo, así como llamar a los guardeses para que se la mostraran, sería una medida prudente. Contra lo que había temido la duquesa, que las estancias se hallaran cerradas y los cuadros y los muebles tapados con sábanas, todo estaba como para recibir una visita, y era, explicaba la guardesa, porque cada dos por tres padecían una. Así fue como Nicolás de Miniussir, sin haberlo sospechado, se sumergió en un mundo de cuya existencia no tenía la menor idea: el de la vida privada del emperador Napoleón I y de su primera esposa, la emperatriz Josefina.

Castillo de Malmaison.

Tres horas más tarde, se detuvieron en un claro del camino, tendieron un mantel, sacaron las botellas y el picnic, y comenzaron a repostar, al tiempo que la duquesa se hacía explicar, hasta la última coma, qué había pasado en Waterloo y a qué se debía que Miniussir poseyera una condecoración capaz de poner firmes a los guapísimos capitanes prusianos.

–El día 8 daré una cena en honor de uno de mis soberanos, Federico-Guillermo (III de Prusia); también soy súbdita, se lo debo aclarar, del Zar Alejandro (I de Rusia) y del Emperador  Francisco (I de Austria); gracias a eso la vida se me complica de un modo espantoso, porque nunca consigo estar segura de si soy austríaca, prusiana, rusa o a saber qué. Usted, por cierto, ¿qué es exactamente?
–Nací en Trieste cuando era parte de Austria y desde 1810 soy español. Quizá también siga siendo austríaco, pero el caso es que no lo sé.

La duquesa sonrió; saber que había otros con sus mismos problemas de identidad le confortaba.

–Bien, a lo importante: ¿a cuáles de sus soldados podría encontrar Federico-Guillermo en mi casa sin que la cena se me volviera incómoda? Contaba con Knesebeck (General Prusiano) y con Blücher (Jefe del Ejército Prusiano), pero tras oírle sospecho que debería invitar a unos cuantos más. ¿Qué me puede usted decir del tal Gneisenau?
–Es un tipo muy culto y de conversación amena como pocas, aunque al igual que Blücher no está cómodo fuera del alemán. En cuanto a los demás, pienso que no debería olvidarse del Conde Nostitz (General Prusiano, Ayudante de Blücher), el Conde Bülow (General Prusiano, Jefe del IV Cuerpo de Ejército de Blücher) y el general Zieten (General Prusiano, Jefe del I Cuerpo de Ejército de Blücher), y por supuesto del Príncipe Guillermo, que por algo es hijo suyo. Del rey (de Prusia), quiero decir. Bueno, y el general Müffling, el gobernador de París.
–¿Al general Álava le gustaría venir?
–Sin duda, pero no habla una palabra de alemán; debería elegir muy bien dónde sentarle.
–Pues, si me hace usted ese favor, dígale que recibirá la invitación dentro de unos días. A usted no hace falta que se la envíe: ya se puede dar por invitado.

Lo había dicho con una mirada que al desorientado Miniussir le sonó a prometedora, pero no había tiempo de profundizar, pues acababa de sonar un trueno. Sólo había tiempo para recoger, montar en los caballos y emprender el regreso a un trote más que ligero. Miniussir resistió el chaparrón con la entereza propia de los Tiradores de Doyle (Regimiento de Infantería Ligera, fue una obra personal del general británico Sir Charles Doyle, al servicio de la Regencia española, y contó con el abundante equipamiento y armamento británico que entre 1811 y 1812 llegaba a Cádiz durante la Guerra de Independencia), pero al llegar al hotel, donde aún llovía más, ofrecía un aspecto lamentable.

–Usted no sigue adelante. Usted entra conmigo, se seca y se cambia, y ya veremos después si le dejo marchar o no. Mi querido Miniussir, lo último que desearía es que agarrara usted una pulmonía.

El destino empuñaba las riendas, suspiraba para sí el ilusionado Miniussir, la duquesa, por su parte, le cogía del brazo y le hacía marchar a su lado, a muy buen paso. Estaba claro, lo que para nada le disgustaba, que allí mandaba ella. En cuanto a lo que fuese a suceder a lo largo de la tarde, y pudiera ser que de la noche, Dios tenía una última oportunidad de hacer saber que no era un invento de los curas.

Comentario sobre esta escena en la novela de Ildefonso Arenas.
La Duquesa de Sagan.
(Habla la criada Hannchen en 1837: Durante dos semanas, mantuvo con él un coqueteo convencional, era tan cauto que no tomaba la iniciativa, tenía solo 21 años. A la mañana siguiente, cuando me llamó tenía un no sé qué bailoteándole por la cara que le había visto muy pocas veces. Mina se ha ido a la cama con docenas de hombres, pero que haya quedado bien, a gusto de verdad, solo con dos: Windisch-Grätz y Miniussir).

MINIUSSIR RECUERDA LA VELADA CON MINA, RECIBE PAGA EXTRA DE LOS PAÍSES BAJOS Y CARTAS DE ANTIGUAS DESEADAS PRETENDIENTES QUE AHORA DESDEÑA.
París, domingo 27 de agosto.
Era una jornada especial para la Real Academia de Música, antes Academia Imperial de Música. Se representaba una obra, El Hijo Pródigo. Todo París estaba presente, con el rey Luis en un rebosante Palco Real. A Wellington, que ocupaba su amplio proscenio, le acompañaban la recién llegada Lady Castlereagh (esposa del Ministro de Exteriores Británico), su escolta Lady Kinnaird, Lord y Lady Fitz-Roy Somerset (Secretario Militar de Wellington), Madame de Staël (Escritora, intelectual y dueña de un famoso salón literario), Sir Peregrine Maitland (General del I Cuerpo de Ejército de Wellington), Lady Sharah Lennox (hija de la Duquesa de Richmond), Sir Walter Scott (escritor) y su hijo, los embajadores Vincent (Comisionado de Austria con Wellington) y Álava, el Ayudante de Campo del segundo (Miniussir) y algunos otros personajes desconocidos del gran público.

Al otro lado de la platea se divisaba el también proscenio de la duquesa de Sagan (Mina), esa noche acompañada de la princesa Hollenzollern-Hechingen, las condesas de Périgord (Dorotea) y de Remusat (escritora francesa), la duquesa de Duras (escritora francesa) y tres o cuatro señoras más. No se divisaba caballero alguno, lo que a Miniussir le agradó comprobar. Así estaría menos nervioso cuando, al acabar la representación y tras regresar a la embajada con su jefe, montara en su caballo y enfilara el camino del (hotel) Borbón-Condé, donde había sido invitado a quedarse unos días, acompañando a la duquesa de Sagan, a su hermana Paulina, a su hija Emilia y a unos cuantos invitados más, todos ellos recién llegados de Viena y a quienes la hospitalaria duquesa daría cobijo esos mismos días, para lo cual necesitaba reforzar su intendencia, cosa que había hecho apelando al embajador español (Álava) cuando se cruzaron en el hall del teatro, el cual, y como era natural, no tuvo inconveniente alguno en prestarle cuanto tiempo fuera necesario a su encantado consejero (Miniussir). Ese requerimiento, a juicio del ilusionado Miniussir, confirmaba que la opinión de Su Alteza (Mina) sobre su persona no empeoró tras haberse deslizado en su dormitorio de invitado acatarrado y con sus ropas por secar, pretextando que se había quedado preocupada tras oírle toser y estornudar mientras cenaban con la Señorita Gerschau (la divertida y perspicaz hija de la duquesa). Tras marchar, ya despuntando el día, le dejó una inexpresable sensación de que la vida para él jamás sería la misma que hasta entonces, pero el caso era que desde aquel mágico amanecer no se habían vuelto a ver. Miniussir, en suma, pensaba que todo le sonreía. No veía el momento de volver a ver a la duquesa, solos en su dormitorio, a la luz de un par de velas y sin más atavío que una fina cadena de oro que, según le dijo, jamás se sacaba del pescuezo.


* * *

(Miniussir) Recreaba en su memoria los acontecimientos del día, los cuales comenzaron al verse con el general (Álava) para desayunar los dos juntos; ahí le hizo saber que, según anunciaba el secretario de Estado (Cevallos), había sido ascendido a la categoría de consejero de segunda y al empleo de teniente coronel vivo y efectivo, con antigüedad del 15 de agosto en ambos casos (Vivo: paga entera. Efectivo: teniente coronel a todos los efectos salvo al de quedar inscrito en la escalilla de jefes), cosa que, para los años que tienes, no está mal del todo.

No era la única buena noticia, supo acto seguido. La primera venía en una carta de Sir Henry Dunmore (tesorero del Ejército de los Países Bajos), explicando al general (Álava) que le correspondían los haberes de un General durante un período de tres meses, más los complementos relacionados con su exposición al fuego enemigo y su dedicación a tareas de alta responsabilidad, lo que totalizaba una suma espectacular, la cual podría retirar cuando quisiera; de paso le agradecería que hiciese saber al Mayor Miniussir que (el Rey) había resuelto lo mismo para él –con acuerdo a su graduación–, añadiendo un complemento especial por haber actuado en calidad de comisionado interino en el ejército del Príncipe Blücher (Prusiano), lo que representaba una cantidad prodigiosa. La segunda también se la transmitió el general (Álava): la tarde anterior, cenando con Wellington, éste comentó que Lord Liverpool (Primer Ministro del Reino Unido) había llevado a la Cámara de los Comunes su propuesta de que la mitad de los cincuenta millones librados por el gobierno francés fuera repartida entre los hombres del Ejército de los Países Bajos. Aquellos premios los recibirían todos los que combatieron en Waterloo, con independencia de su nacionalidad. Según eso, explicaba el embajador (Álava) a un consejero (Miniussir) al que resultaba difícil no ponerse a dar saltos, a él le correspondían 30.589 francos y a Miniussir 10.394. A la vista de todo aquello sólo era posible una cosa: pedir al solemne mayordomo que descorchase la mejor botella de champagne que hubiera en la casa.


* * *

No eran las únicas cartas del día. Justo antes de salir disparado hacia Leger & Michel (la primera medida de su recién estrenada riqueza sería encargarse ropa; pese a las dos guerras que cargaba sobre sus espaldas seguía siendo un soltero de veintiún años), el mayordomo le había tendido un par de sobres en los que su nombre aparecía escrito en caligrafías femeninas. Se detuvo un par de minutos para leerlas de un tirón, sin pararse a reflexionar. Comenzó por el de la señorita Cabal (María Teresa, señorita madrileña de la que se enamoró antes de salir de España y cuyo padre, Don Antonio, rechazó), que así firmaba. Era todo un festival de admiración por sus hazañas y de ilusión por la extraordinaria carrera que llevaba, de la cual decía su padre que no las había mejor encarriladas, ya que ser teniente coronel a su edad, estando como estaban las cosas en el país, era para sentir el mayor de los orgullos, el mismo que sentía ella, cuyo pecho, no se lo podía ocultar, se le había inflamado al leer en la Gaceta de Madrid el relato de la gran gesta que firmaba el general Álava. Eso significaba, teniendo la carta fecha 13 de agosto, que Don Antonio (padre de la señorita Cabal) poseía información privilegiada. No tardó en componer en su memoria un breve texto donde alabaría la sabiduría de Don Antonio, que tanta razón tenía cuando le advirtió de que a sus respectivas edades el corazón suele traicionar a la cabeza. En realidad, advertía con sorpresa, el rostro de Maite se había diluido en su memoria de un modo total, pudiera ser porque aquella noche la Sagan se había hecho con todo lo que había en su alma. La otra carta era de Lady Jane (Lennox, hija de la duquesa de Richmond). Le agradecía su caballerosidad al describirle con palabras tan hermosas la muerte de su común amigo Lord Hay, le transmitía su alegría por saberle indemne, seguía con la gran admiración que sintió al tener noticias de su valentía y arrojo, así como de la estima en que le tenía Lord Wellington, y para terminar le indicaba que a la vuelta de unos días saldría para París y que confiaba en verle allí, para reanudar una gran amistad que significaba mucho para ella y cuyo recuerdo tanto le reconfortó durante las últimas y penosas semanas. Si, como intuía (Miniussir), la carta se alumbró en una maquiavélica mente maternal deseosa de dar con un hijo político, apañada iba. Lo cierto, admitía con cinismo diplomático, era que un mes antes habría sentido un gran júbilo de recibir una carta como ésa. Al teniente coronel vivo y efectivo (Miniussir) que se levantaba de su silla, soñando con el momento de montar en su caballo y emprender el camino del hotel Borbón-Condé, lo último que le apetecería en este mundo sería coincidir en un mismo sofá con la tontísima Lady Jane.


EL INÚTIL DEL MARQUÉS DE LABRADOR SE INSTALA EN LA EMBAJADA ESPAÑOLA EN PARÍS.
París, viernes 8 de septiembre.
Álava no tenía ganas de volver a la embajada; su ambiente se había vuelto irrespirable, al punto de haber lanzado a Zurraspas (su asistente) a la búsqueda de unas habitaciones donde los dos, y Miniussir si se apuntase, pudieran vivir en paz. Hasta la llegada del marqués de Labrador (inútil representante de España en el Congreso de Viena y nuevo plenipotenciario para el próximo Tratado de París) la vida en la gran casa era plácida y agradable. La presencia del agreste señor, sin embargo, había quebrantado la paz ambiental. Él debía residir en «la noble», y el razonamiento del mayordomo, que aquellas piezas eran para el uso exclusivo de Su Excelencia el Embajador (el nuevo Embajador, conde de Perelada, aún no había tomado posesión del cargo), le daba igual. Sostenía, deberían ponerse a sus órdenes por ser el de mayor rango, y seguir sus instrucciones a efectos de conseguir el objetivo que le había marcado (Fernando VII): conseguir las mejores ventajas para España en el recién comenzado a discutir II Tratado de París. También había dejado caer la lista de lo que pensaba reclamar, aquello estaba tan fuera de la sensatez que más valía dejarle que se diera de bruces con la realidad. (Álava) No se reprochaba su decisión de inhibirse, pues no sólo Cevallos (Primer Ministro) le había dejado fuera de aquello, sino porque hacerse ver con aquel asno acabaría en dos días con su reputación de hombre inteligente y agradable con el que siempre se puede contar, al que se debe invitar a todas partes y por el que siempre se pregunta cuando no está presente.

En cuanto a su pretensión de hacerse con Miniussir, por necesitar un ayudante, ya le disuadiría; la función oficial de su joven consejero mientras no retornasen a Bruselas, que así lo había establecido con Cevallos, era ser su segundo en la recuperación de las obras de arte a las que pudieran echar mano, a lo cual se dedicaba en jornada completa.

Labrador Perelada


PARADA MILITAR Y BANQUETE OFRECIDO POR EL ZAR.
Vertus, domingo 10 de septiembre.
Comenzaban los tres días más temidos del calendario: Alejandro (I de Rusia), resuelto a festejar el santo de su nombre a mayor gloria de Dios, había organizado un programa que llenaba de horror a los invitados al contemplarlo, sin que tuvieran forma de rehuirlo, pues si bien el Zar no peleaba por demasiadas compensaciones, su apoyo era necesario para triunfar sobre la oposición, de modo que ninguno de los jefes de legación, plenipotenciarios o embajadores se planteaba la posibilidad de presentar otra excusa que la de haberse muerto, única que (el Zar) aceptaría. El pavoroso acontecimiento tendría lugar en el llano de Vertus, a unos cien kilómetros de París. A su alrededor se concentraba el ejército ruso desde varios días antes. El acto consistiría en una parada militar sin precedentes, donde ciento sesenta mil soldados desfilarían ante Alejandro y sus invitados. De lo que no se había preocupado el Zar era de construir unas gradas desde las que se contemplara el espectáculo con razonable comodidad. Las víctimas lo presenciaban desplegadas en las faldas de la colina, la mayoría sobre sus caballos (las damas bajo sus sombrillas), y los que no montaban el rey Luis (XVIII de Francia) y algunos otros más, en su mayoría damas de cierta edad, lo hacían retrepados en sus sillas de manos o a cubierto del sol bajo una carpa de regular tamaño. Destacaban, por la calidad de sus bestias y por la elegancia de sus atavíos (además de por su belleza natural)  las hermanas Von Biron (Mina, Dorotea y Paulina), invitadas por el Zar cuando atendió la cena que la mayor dio en honor de Federico-Guillermo (III de Prusia). Sentadas a mujeriegas sobre sus preciosos animales, observaban sin la menor gana el estúpido ballet para hombres, bestias y testas coronadas.

El teniente general Álava y el teniente coronel Miniussir, impecablemente uniformados y sobre sus caballos, hacían lo mismo que sus tres elegantes vecinas. Aquello, a juicio (de Álava), demostraba que la fuerza mandada por Barclay de Tolly (Jefe del Ejército Ruso) estaba lejos de ser la horda de pordioseros que describía Wellington. Él veía un ejército bien organizado que maniobraba y desfilaba con elogiable precisión, pese a la desmesura de su número. Era una fuerza valiosa y sin duda temible, y por si fuera poco instalada tan cerca de París que se podría reunir en un chascar los dedos con su aliado de los últimos veinticinco años, el demostradamente salvaje Ejército Prusiano. Aquello, más que un festejo, le parecía un mensaje sutil para soberanos y plenipotenciarios, un aviso en toda regla de que para nada se deberían despreciar los puntos de vista (del Zar) en las azarosas conversaciones que, según se hizo público dos días antes, comenzarían el miércoles 20 de septiembre.

Tras la parada militar el Zar ofreció una cena para sus trescientos invitados en los jardines del cercano castillo. Se servía en veinticinco mesas circulares dispuestas sobre planchas de teca y bajo una colosal pérgola. El banquete propiamente dicho era responsabilidad del gran Carême, que pese a su fidelidad a Talleyrand (aún Presidente del Consejo de Ministros del rey Luis), con el que volvería cuando el Zar regresase a su país, desde hacía seis meses era el principal activo diplomático de Alejandro. Pantagruel se habría sentido desafiado ante todo aquello, al punto que no pocos asistentes, empezando por las señoras, capitularon antes de llegar a los platos principales. Miniussir, al que habían sentado entre Sir John Fremantle (miembro de la Cámara de los Comunes Británica) y el Coronel Reiche, fue de los que resistieron hasta el final, pues su juvenil estómago podía con todo aquello aunque no con mucho más, pero Álava fue de los que más pronto desertaron.


MINIUSSIR, ENAMORADO DE LA SAGAN, SUFRE SU PRIMER DESENGAÑO.
París, viernes 15 de septiembre.
El Canciller Metternich (Austria), esa noche, daba en Véry una cena en honor del Príncipe de Reuss-Greiz, un joven y agraciado caballero que pronto heredaría el estratégico principado de Reuss y que era la última conquista de la insaciable duquesa de Sagan. Estarían presentes la propia duquesa, la condesa de Périgord (su hermana Dorotea), el conde Clam-Martinitz (amante de Dorotea), Lady Lamb (esposa del futuro primer ministro británico lord Melbourne), el barón Gentz, la Señorita Mars (la más famosa de las actrices parisinas del momento), el conde Ferdinand Palffy (notorio empresario de teatro que según se decía buscaba en París nuevos espectáculos, empezando por el de la Señorita Mars, para llevárselos a los tres locales que poseía en Viena) y la princesa Lieven, que acudiría como sustituta de la baronesa Staël-Holstein (madame Staël), la cual declinó asistir cuando supo que la invitación no era extensible a su joven, guapísimo y tuberculoso marido (Albert Jean Michel de Rocca), al que amaba tiernamente quizá pensando en lo poco que le duraría.

Miniussir no había vuelto a saber de la duquesa desde que se despidieran en Vertus, y aunque no fuera mucho el tiempo transcurrido no dejaba de sorprenderle, pues su proximidad había llegado a ser tal que ya ni se anunciaba cuando se dejaba caer por el (hotel) Borbón-Condé, cosa que repitió aquella mañana, bastante mosqueado y deseoso de salir de dudas, para encontrarse con una Hannchen (doncella de la Sagan) un punto nerviosa y que decía de su jefa que no se levantaría de la cama porque tenía una migraña espantosa. Desde ahí no había hecho más que rumiar y rumiar, para terminar paseando por los alrededores del Véry, en el insano ánimo de comprobar si la tal migraña era tan colosal como Hannchen afirmara, o si, por el contrario, la duquesa ya estaba en plena forma. Serían las cinco cuando vio acercarse un alegre grupo, cinco señoras por demás elegantes y otros tantos caballeros a juego, seguidos a cierta distancia por dos docenas de infantes en el blanco inmaculado del ejército austríaco. Si bien su vista no era tan prodigiosa como la de su jefe le bastaba para distinguir facciones. Así pudo comprobar que Mina (duquesa de Sagan) mostraba un aspecto excelente, colgada del brazo de un jovencito exquisitamente vestido y al que no recordaba de cena o recepción, si el tal era el Príncipe de Reuss-Greiz, lo que parecía probable, respondía bastante bien al modelo de varón robusto y apolíneo que la dueña de su alma encontraba preferible, como sin ir más lejos era él mismo, con la grave diferencia de que todo en su persona indicaba ser un príncipe de verdad y con el riñón muy bien cubierto, mientras que él sólo contaba con un par de salarios que se le antojaban ridículos. Era lo peor de ser tan realista, suspiraba dando media vuelta para enfilar la dirección opuesta, sin esperar a que Véry se tragase a la encantada pandilla y sin reparar en que la duquesa, que también tenía muy buena vista, se había retrasado un par de pasos con la mirada vuelta en su dirección.


MINIUSSIR RUMIA SU DESAMOR HASTA QUE APARECE MINA EN SU CUARTO.
París, miércoles 20 de septiembre.
Miniussir no estaba, esa mañana en estado de revista. Llevaba unos días muy malos. Se había escondido en el Louvre, donde con el debido disimulo, camuflado de visitante austríaco y acompañado del recién llegado Lacoma (pintor Francisco Lacoma, 1778-1849), recorría con detenimiento las incontables salas del lugar, identificando y situando las pinturas pertenecientes a colecciones saqueadas en España, muchas de las cuales habían emergido de las profundidades del museo para reemplazar a las recobradas por los prusianos, los austríacos, el general Álava y él mismo. Aunque no era un trabajo fascinante le mantenía entretenido, lo único a que por entonces aspiraba. Después daba largos paseos, con el pretexto de mostrar al provinciano Lacoma las maravillas de la ciudad, aunque con el secreto propósito de caer en su cama tan reventado como fuera posible. No cejaba en su obstinación de sacar de su corazón a (la Duquesa de Sagan). La manera que tenía Miniussir de hacer frente a los desengaños amorosos no era la usual en la ola de romanticismo que hacía estragos entre la desventurada juventud. Se lo tragaba como en su opinión debían hacer los hombres, y ni en sueños consideraba la posibilidad de postrarse ante la dama cruel que le había dejado sin alma al estilo de cualquier joven desesperado de su tiempo.

Pintor Francisco Lacoma.

Todo aquello conspiraba tan en su contra que aquella mañana se había quedado en su cuarto, tras informar a Lacoma de un modo algo destemplado que aquel día no tendría escolta militar. Tumbado en su catre, contemplaba el techo sumido en una perezosa desesperación cuando escuchó un toc-toc en su puerta. Descorrió el cerrojo y abrió la puerta. Frente a él, la Sagan. Se miraron unos largos segundos. La expresión de la duquesa era seria, incluso un punto severa, pero no parecía hostil, ni enojada. De la de Miniussir sólo se podría decir que la turbamulta de pasiones salvajes que atravesaban su cerebro, todas a la vez (ira, rencor, celos, furor y algunas otras de tipo menor), hacía ver que los demonios se lo iban a llevar de un momento a otro.

–Está usted que da pena verle. ¿No le da vergüenza?
–Nadie tiene por qué verme, y usted menos que nadie.
–Se va usted a sentar, después le afeitaré, luego le lavaré y le vestiré, y a continuación se vendrá conmigo. Quiero ir a Fontainebleau y necesito acompañante, porque me da miedo ir sola.
–¿Y qué le hace pensar que voy a querer ir con usted?
–¿Y por qué piensa usted que debería creer lo contrario?

MINIUSSIR Y SAGAN SALEN A CABALLO ENTRE RISAS ANTE EL ESTUPEFACTO MARQUÉS DE LABRADOR.
París, miércoles 20 de septiembre.
El marqués de Labrador (nuevo plenipotenciario español nombrado para asistir a las negociaciones tras Waterloo) estaba de mal humor. La primera noticia de haber llegado a la embajada la tuvo cuando el carruaje se detuvo. Con alguna pesadez, y tan enfrascado en sus pensamientos como había venido todo el camino, descendió para llevarse la mayúscula sorpresa de ver salir de la residencia de transeúntes a la duquesa de Sagan. Don Pedro (Labrador) tenía cuarenta y tres años y una excelente opinión de su prestancia física, la cual le había llevado en sus primeros tiempos vieneses a tantear sus oportunidades con la famosísima Cleopatra de Curlandia (Sagan) (su apodo policial era del dominio público), para conseguir, todo lo más, alguna sonrisa entre protocolaria y desdeñosa. Verla salir destocada de aquella casa, la melena suelta, las facciones encendidas y muerta de risa, remolcando de la mano a un teniente coronel Miniussir (iba de tal, aunque con una condecoración no reglamentaria colgada del cuello y una disparatada calavera de metal cosida en un lado del bicornio, junto a las escarapelas española, británica y prusiana) que tampoco parecía disgustado, para subirse a sus caballos, los dos sin ayuda y de sendos saltos, y la duquesa, por si fuera poco, a horcajadas, le llevó a preguntarse si el mundo no se habría vuelto loco.

ÁLAVA SOLICITA AYUDA MILITAR A LOS PRUSIANOS PARA RESCATAR LAS OBRAS DEL LOUVRE.
París, miércoles 20 de septiembre.
El embajador Álava regresaba también. Había tenido una mañana muy movida, con demasiadas cosas delicadas que hacer. La primera gestión fue con (Luis XVIII de Francia), a quien acompañaba el secretario de Estado que canalizaba sus relaciones con el gobierno, el Duque de Richelieu. Era una reunión-audiencia pedida semanas antes, en la que sólo pretendía exponer al rey Luis que, ante la próxima llegada del embajador titular (Conde de Perelada), él cesaba en sus cometidos como representante de Don Fernando (VII de España) y que pronto dejaría París para regresar al Reino Unido de los Países Bajos, pero siguiendo instrucciones de Cevallos (Secretario de Estado Español) añadió, eligiendo con cuidado las palabras, que se le había pedido procurara el retorno de una cantidad indeterminada de obras de arte rapiñadas por Bonaparte y sus detestables mariscales, de las cuales buena parte se apilaba en los sótanos del Louvre sin que nadie les hiciera el menor caso, y que desearía saber si por parte de Su Católica Majestad habría mayor obstáculo en que gestionase con el conservador (del Louvre) Vivant-Denon la mejor forma de recuperarlas, a lo cual el rey Luis respondió encogiéndose de hombros y con vago gesto de su real mano, que Álava prefirió interpretar como «haga Su Excelencia lo que le dé la gana». Tras eso el rey le deseó la mejor de las suertes en sus nuevos cometidos y le dio a besar su mano, lo que significaba que ya no había más audiencia. Él la besó con su mejor reverencia y tras eso dejó Las Tullerías para enfilar el largo camino al castillo de Saint-Cloud.

La razón de visitar a Gneisenau (Jefe del Estado Mayor Prusiano) era el haberse quedado sin bayonetas. Lo cierto fue que mostró simpatía por sus problemas, aunque sin dejarse arrancar un compromiso. Alegaba necesitar que Blücher (Jefe del Ejército Prusiano) lo aprobara, pues desplazar una fuerza militar en la ribera derecha podría ser delicado. Se despedía con la promesa de que lo estudiaría cuando apareció Blücher, que avisado por Nostitz (Ayudante de Blücher) de la presencia del general Álava deseaba saludarle. Ahí vio el cielo abierto, y con razón: bastó con que aquel héroe resacoso recordara una mágica velada en el castillo de Chimay (Teresa, la Princesa de Chimay, amiga y casera de Álava, agasajó a Blücher con creces) para que susurrara un «Vuestra Excelencia, no podemos dejar tirados a nuestros amigos españoles» (se lo tradujo, después, el propio Gneisenau); tras eso todo fue un simple coordinarse con el Teniente Coronel Lützow, comandante del 6º Regimiento de Ulanos, y con el Mayor Leslie, jefe accidental del 25º Regimiento de Infantería.


MINIUSSIR ES NOMBRADO PLENIPOTENCIARIO DE CUARTA CATEGORÍA Y AGREGADO MILITAR EN LA EMBAJADA DE VIENA.
París, miércoles 20 de septiembre.
Álava aprovechaba el interminable camino de Saint-Cloud a la calle de la Chaussé d’Antin para leer su correo. Comenzó por la carta de Cevallos. La buena noticia de aquélla era que Don Fernando (VII de España), satisfecho con el trabajo de Miniussir, aprobaba su ascenso a ministro plenipotenciario de cuarta categoría, y además le otorgaba el cargo de agregado militar en la embajada de Viena, en apoyo de la misión del duque de San Carlos. Tomaría posesión una vez hubieran recuperado los 406 cuadros y los 283 objetos artísticos diversos que figuraban en el inventario del pintor Lacoma, y los hubiese acompañado hasta Madrid, donde a Su Católica Majestad le agradaría concederle audiencia para escuchar el relato de sus hazañas. Lo que le gustaba era el puesto que daban al chaval. Lo suyo con la duquesa jamás sería otra cosa que un capricho de verano, pero si Wellington tenía razón y la Sagan jamás licenciaba del todo a sus amantes, para Miniussir sería la mejor de las ayudas, pues no le costaría nada que se le abriesen todas las puertas de Viena, si no del Imperio Austríaco. Más allá, él vería.


WELLINGTON Y ÁLAVA HABLAN DE MINIUSSIR.
París, miércoles 20 de septiembre.
–¿Qué tal sigue Miniussir?
Álava se sorprendió de que Wellington le preguntara por su recién ascendido ministro de cuarta categoría, pero no por eso dejó de contestar.
–Está encantado de la vida. Fernando (VII de España) le ascendió a teniente coronel y plenipotenciario de cuarta, y por si fuera poco le nombró agregado militar en Viena, lo cual, para sólo veintiún añitos, es toda una carrera. Tomará posesión en cuanto lleve a Madrid lo que podamos sacar del Louvre; desde ahí cobrará tres sueldos con casa, comida y servicio gratis, de modo que, si se sabe administrar, vivirá como un gran señor, con lo cual aumentarán sus posibilidades. Ya ves, un hombre feliz: todo le sonríe.
–Me sorprende que haya prosperado tanto. ¿Piensas que lo merece?
–Tal y como se hacen las cosas en España, pues tanto como el que más. Piensa en Labrador (Plenipotenciario en el II Tratado de París), y en Perelada (nuevo Embajador en París), y en sus méritos para desempeñar sus cargos. Miniussir, cuando menos, se jugó la vida cuando había que jugársela, y sólo por un miserable salario de consejero de cuarta y la media paga de un capitán. Lo suyo no es una injusticia.
–(Y de amores), ¿ tiene algo a la vista?
–Pues no sabría decir en qué condiciones ni con qué rango de oportunidades, pero justo antes de salir de la embajada Labrador se me quejó de haberle visto salir de allí esta mañana, correctamente uniformado aunque luciendo insignias no reglamentarias, y en una muy alegre compañía.

Duquesa de Sagan


–Eso no significa nada, salvo que fuera una dama de categoría.
–Es lo que más irritó a Labrador, que fuera la Sagan. Desde que la conoció en Viena es para él una especie de obsesión imposible.
–¿De veras están juntos?
–Según mis noticias, desde hace mes y pico.
–Pues será mejor para él que no se haga ilusiones. Mina (Sagan) cambia de amante jovencito varias veces al mes, y eso cuando solamente tiene uno. Por cierto, ¿Miniussir sabe que le saca trece años?
–Le supongo consciente de todo eso, pero dado que la duquesa rara vez tira sus amantes a la basura, para él será estupendo que, una vez en Viena, le abra puertas y le ayude a identificar algún buen partido. No creo, la verdad, que haya pensado en nada que vaya más allá.


MINIUSSIR RESCATA DEL LOUVRE LAS OBRAS SUSTRAÍDAS A ESPAÑA.
París, sábado 23 de septiembre.
Vivant-Denon (responsable del Museo Real del Louvre) sabía que Talleyrand (que ya había dimitido del cargo de Presidente del Consejo de Ministros de Luis XVIII) ya no empuñaba el timón y que se reiniciaba el inquietante proceso de ver a cuál nuevo canalla debería presentar sus respetos, rezando para que no le considerara bonapartista y le pusiera en la calle de una patada en las asentaderas.

Vivant Denon
por Robert Lefèvre.


Faltaban minutos para que dieran las dos, hora en que las puertas se cerraban. Esa tarde pensaba inventariar las piezas no reclamadas por los bárbaros invasores, tan ignorantes que ninguno habría sido capaz de distinguir un Tintoretto de un Pinturicchio. Gracias a eso se habían llevado un gran número de obras mediocres, si no penosas, dejándose muchas excelentes gracias al sencillo expediente de cambiar los títulos y los nombres de los autores en sus rótulos explicativos. En otros casos, como el de los españoles, su propia desorganización les había llevado a dejarse allí el noventa por ciento de lo que, repartido en varias remesas, le llegara entre 1809 y 1813. El hecho era que septiembre terminaba, y con él, o eso creía, el plazo que Talleyrand había dado a las potencias que se sintieran con derecho a sacar de allí obras de su propiedad, si pudieran demostrar que habían salido por la fuerza de sus palacios y sus pinacotecas. En esas reflexiones andaba sumido cuando se abrió la puerta con alguna violencia y el jefe de sus ordenanzas se plantó frente a él bastante congestionado.

–¡Los Prusianos! ¡Los Prusianos!

Palacio del Louvre (París)

No tuvo tiempo ni de levantarse. Tras el pobre hombre aparecían un sujeto uniformado y otro que vestía de un modo indefinible, aunque desde luego muy mal. El uniformado le tendía unos papeles al tiempo que le miraba de un modo intranquilizador.

(Miniussir)Barón Denon, vamos a llevarnos estas obras. Usted decidirá cómo lo hacemos.

El sujeto era tan ineducado que ni se había quitado el bicornio. Ahí el conservador reparó en una calavera de plata similar a la que adornaban los chacós de los condenados granaderos prusianos. Por si fuera poco, llevaba colgada del cuello la condecoración que distinguía de los demás animales a los prusianos más salvajes. Eso no era consistente con que fueran españoles, y deberían serlo pues un solo vistazo le había bastado para identificar, a grandes rasgos, qué pretendían llevarse, así que no se resistió a inquirir la naturaleza del misterio.

(Miniussir) –Soy el teniente coronel Nicolás de Miniussir, y este señor es Don Francisco Lacoma, gran conocedor de nuestras obras de arte y que no se dejará confundir por ningún rótulo falsificado. Ahora, señor, le ruego que nos diga si está dispuesto a colaborar o si antes prefiere ver mis credenciales.

Lo decía echando mano a la empuñadura de su sable. Al llegar ahí reconoció que más valía contestar.

(Denon) –¡Esto es un atropello! ¡Ahora mismo informaré a Su Majestad de lo que pretenden ustedes hacer!
(Miniussir) –Pues deberá dejarlo para más tarde, porque mientras no acabemos, de aquí no sale nadie. La casa está tomada por un regimiento de infantería y los accesos los vigila nuestra caballería, de modo que mejor hará si nos conduce, por las buenas, adonde se hallan nuestros cuadros. ¿Qué decide?

Su mano tiraba de la empuñadura del arma, de la cual asomaba una cuarta de acero refulgente. Aquello ya fue demasiado para el petrificado conservador. Con el gesto fruncido gruñó algo que sonó a «síganme» y salió al corredor, donde veinte soldados en uniforme azul oscuro escoltaban a otros tantos mozos de cuerda y carretilla. En qué desgraciada hora se le ocurrió quedarse, aquel sábado.


ÁLAVA DETALLA EN SU INFORME A CEVALLOS EL ÉXITO DE LA OPERACIÓN RESCATE DE MINIUSSIR.
París, martes 26 de septiembre.
Álava pensaba cenar en Meot con su equipo recuperador de cuadros, Miniussir y Lacoma (pintor y experto, enviado por el Primer Ministro Cevallos). Con el que no contaba era con el cada día más insufrible Labrador (Plenipotenciario español para el II Tratado de París y residente en la Embajada de España con Álava), cuya última genialidad era imputar a la violenta operación (de Miniussir) que (el Rey de Francia) no le quisiera recibir. Mientras llegaba el momento de salir con (el pintor) Lacoma (Miniussir iría por su cuenta, o en eso quedaron cuando le vio marchar la tarde antes hacia el hotel Borbón-Condé) terminaba una carta para Cevallos (Primer Ministro de España) donde le daba detalles de la recuperación, comenzando por alabar el trabajo, en especial el de Miniussir, que fue quien la dirigió; él (Álava), por insistente consejo del duque de Wellington, optó por no dejarse ver. El inventario señalaba la recuperación de 108 piezas escultóricas y de mobiliario, así como 284 cuadros, todo lo cual ocupaba trece cajones muy pesados y de grandes dimensiones; tanto, que fue necesario llevarlos a la embajada, donde quedaron depositados, a razón de dos por carro, a su vez tirado por dos percherones. El valor de lo recuperado era tan incalculable que había reforzado la seguridad con un pelotón de la Guardia Nacional aportado por el general Müffling (Gobernador Militar de París), aunque dudaba de su eficacia si el edificio fuese asaltado, por lo que había convenido con Wellington que, cuando regresaran al Reino Unido de los Países Bajos las primeras unidades del su Ejército, se les uniría un convoy español que contendría los trece cajones, más los que se necesitasen para estibar los que ya estuvieran en condiciones de viajar de los noventa y seis cuadros recuperados el 15 de julio. Las obras recobradas llegarían a Bruselas, por tanto, escoltadas por la caballería británica. Una vez almacenadas en la embajada sugería que se gestionase un transporte marítimo que las llevara desde Amberes hasta un puerto español. Del resto de las obras detalladas en la lista de Lacoma (no recuperadas), entre las que figuraban piezas valiosísimas de Velázquez, Tiziano, Ribera, Murillo y Van Dyck, sólo sabía que se hallaban dispersas en colecciones privadas cuyo paradero Vivant-Denon afirmaba desconocer. Su recuperación sería dificultosa si no imposible, y en cualquier caso necesitaría que se iniciase un proceso judicial por los servicios legales de la embajada, cuyo coste y resultado no estaba en condiciones de aventurar. Con aquello entregaba una patata muy caliente al conde de Perelada (nuevo Embajador de España en Francia), cuando llegara, pero ni Cevallos ni Fernando (VII de España) le podrían criticar por no comérsela, pues él, en realidad, ni siquiera debería estar en París.


MINIUSSIR SE DESPIDE DE LA DUQUESA DE SAGAN.
París, martes 26 de septiembre.
Miniussir no cabalgaba en la mejor de las formas, ni con ganas de celebrar nada, pero hacía tiempo que Álava le había enseñado que los diplomáticos deben comportarse como si carecieran de alma. Esa noche debían festejar el éxito de una misión que bajo cualquier perspectiva de realismo habría debido acabar en fracaso, y de ningún modo debía permitir que su corazón destrozado desluciese lo que para Lacoma era el acontecimiento más excitante de su anodina vida. Se había despedido de Mina (duquesa de Sagan) frente al portalón de su hotel. Al día siguiente lo dejaría junto con Emilie, Hannchen y el resto de su nutrida servidumbre, rumbo a Milán, desde donde pensaba recorrer la Toscana en compañía de unos cuantos amigos, para después seguir a Venecia y reunirse con Dorotea (su hermana); allí se quedarían unos meses, para regresar a Viena una vez disfrutaran el carnaval de 1816. Para entonces, quizá, su dulce caballero andante, pues a ese rango había promovido a Miniussir, habría terminado de llevar a España sus cuadros y estaría listo para que le abriera las puertas de Viena. La despedida, en realidad, tuvo lugar en el (hotel) Borbón-Condé. Desde que se refugiaron ahí al filo de la medianoche, hasta que la duquesa se marchara como un duende poco antes de amanecer, se habían dicho adiós una ciertamente asombrosa cantidad de veces, aunque también tuvieron tiempo para charlar. Gracias a eso Miniussir se llevaba la certeza de que allí dejaba la mejor amiga que podría tener jamás. Pero haría bien si aceptase la vida como era, pese a lo bien que se llevaban y lo mucho que disfrutaban, no estaban hechos el uno para la otra. Mina no le había dicho nada que no tuviera él más que pensado, pero aun así le devoraba la tristeza, la de tener la seguridad de que jamás en su vida podría dar con una mujer tan excepcional.

Comentario sobre esta escena en la novela de Ildefonso Arenas. La Duquesa de Sagan. (Mina se enamoró de tal forma que se asustó por el hecho de quedarse sin su libertad. Por su parte, él perdió la cabeza por ella. Miniussir era un tipo guapísimo pero sin título, sin fortuna y doce años menor que ella. Un posible matrimonio estaba fuera de consideración, como lo estaba quedárselo en calidad de amante formal. Le partió el corazón. A mediados de septiembre (1815) huyó a Italia, llevándose como sustituto al Príncipe Reuss de Greiz).


LLEGA A PARÍS EL NUEVO EMBAJADOR.
París, sábado 7 de octubre.
El conde de Perelada (nuevo Embajador) ya estaba presente. Llegó la tarde anterior. Propuso al embajador Álava que eligiese un restaurante de los que aquellos días estuvieran más de moda, sin preocuparse de los precios, ya que, según explicaba, un día era un día y no todos ellos se tomaba posesión de una embajada como la de París. Cuando Álava propuso Beauvilliers no sólo no descompuso el gesto, sino que le pareció una elección muy acertada. Así, en la imponente carroza del nuevo embajador salieron él, Álava y Miniussir hacia el famoso restaurante, donde siempre había una mesa reservada para las personalidades de última hora y donde jamás dejarían de hacer sitio al embajador Álava y a sus acompañantes. Tras una larga sobremesa, (el nuevo Embajador) estaba bien al día de lo que sucedía en París, de qué contenían las cocheras y de cómo habían llegado allí todos aquellos cajones, de quiénes eran los hombres fuertes del momento y de cuáles eran los acontecimientos inminentes en que debería personarse, aceptando que una excelente oportunidad de comenzar a establecer sus propios contactos sería la del día siguiente.

A eso se debía que a las diez de la mañana, (acompañado) por Miniussir, asistiera en la embajada del Reino Unido de los Países Bajos a la imposición en el pecho del general Álava de la Cruz de Comendador de la Orden Militar de Guillermo (la más importante de los Países Bajos), en una ceremonia más sentida que pomposa y más entre amigos que solemne; la presidía el Rey Guillermo, reforzado por el todavía comandante supremo de sus ejércitos, Duque de Wellington, el heredero de la corona, Príncipe de Orange, el gobernador de La Haya, Leopoldo de Limburg-Stirum, el canciller de la Orden de Guillermo, general Jan-Willem Janssens, y el nuevo presidente de su consejo de guerra, el Conde Friedrich-Adrian van der Goltz.


ÁLAVA Y MINIUSSIR DEJAN LA EMBAJADA.
París, lunes 9 de octubre.
Álava había tomado habitaciones para él, Miniussir y Zurraspas en un edificio, próximo a la embajada española, el 4 de la Carretera de Antin. Perelada (nuevo Embajador) le había dicho que por él no tenía que marchar (de la embajada), pero entendía que seguir allí podría serle incómodo, aludiendo de un modo elíptico a que también lo era para él soportar la presencia del tercer embajador, un marqués (Labrador) al que apenas le costó dos días convencerle de que lo último en que se debería mezclar era en la negociación del tratado. Perelada prefería esperar las pocas semanas que faltaban para que aquello concluyera y pudiera él comenzar su propia misión. Sabía, porque así se lo dijo Cevallos, que Álava, pese a que saldría para Bruselas en cuanto liquidara el asunto de los cuadros, tenía un segundo deber, el de permanecer muy cerca de su gran amigo Wellington. A fin de ayudarle cuanto pudiera en esa misión le brindaba los servicios de la embajada, lo que agradeció de corazón. En lo que a Miniussir se refería, Perelada opinaba que como personal diplomático en tránsito debería servirse de la residencia, pero si prefería marchar con el general, con quien era evidente que sostenía la clase de relación que sólo se forja en una guerra, él no tenía nada que decir. Por lo demás, los cajones (con las obras rescatadas) podrían seguir allí tanto tiempo como fuera necesario, y en cuanto a los noventa y seis cuadros de la primera oleada le parecía bien que se restauraran en la embajada. El conde de Perelada, pese a sus sospechas, estaba resultando ser no sólo un perfecto caballero, sino un diplomático en toda regla.

Aquella era la segunda vez en el día que (Álava) salía en su carruaje. La primera, con Miniussir, fue para presenciar el enlace de Sir Peregrine Maitland (General del Ejército de Wellington) con Lady Sarah Lennox (hermana de Lady Jane). Fue una boda breve y sencilla, para profunda pena de la duquesa de Richmond, que habría preferido para la primera en casarse de sus hijas una ceremonia más notoria en lo social, pero era claro que la situación no admitía demoras.

Tras aquello se fueron a cenar los dos juntos. Así supo que la duquesa de Sagan había marchado días antes hacia Milán y Florencia, y que allá por diciembre se reuniría en Venecia con la condesa de Périgord (su hermana Dorotea). Según los datos de Miniussir, en apariencia muy exactos, las dos habrían dejado París un par de días antes, dejando muy desconsolado al príncipe de Talleyrand (tío, confidente y probable amante de Dorotea).

(Álava) –Pues anoche cené con él y con unos cuantos más, y estaba como siempre.
(Miniussir) –Llevaría la procesión por dentro. El hombre anda, según creo, como alma en pena. Si renunció al cargo (de Primer Ministro de Francia) no fue por fatiga o hartazgo, ni porque se lo dijera el rey (Luis XVIII). Fue porque la idea de quedarse sin la condesa (Dorotea) no le dejaba vivir. De ahí que haya dejado de salir por ahí. No quiere ver a nadie, ni tampoco que le vean. Incluso se dice que planea volverse a Valençay.

Un buen punto a favor de Miniussir: había desarrollado una considerable maestría en el arte de administrar los tonos y los tiempos del cotilleo, un don que no bastaba para ser un gran diplomático, pero que sin el que resultaba imposible serlo. Tras eso regresaron a su nuevo domicilio, para cambiarse y seguir cada uno su camino. Miniussir estaba invitado a una timba que organizaba el hospitalario Percy (Ayudante de Campo de Wellington en Waterloo), la cual acabaría en alguno de los magníficos burdeles del Palais-Royal.


DESPEDIDA DEL PRÍNCIPE BLÜCHER.
París, domingo 22 de octubre.
(Wellington) –¿Vendrás con Perelada, esta noche?

Wellington hablaba de la recepción que daba Blücher (Jefe del Ejército Prusiano) en su castillo de Saint-Cloud. El motivo era decir adiós a París con carácter oficial. Asistiría todo el mundo, Federico-Guillermo (III de Prusia), Alejandro (I de Rusia) y Francisco (I de Austria) a la cabeza, pero en la vertiente militar, de forma que sólo sus Ayudantes de Campo irían con ellos. A eso se debía que Castlereagh (Ministro de Exteriores Británico) ni por un momento pensase asistir. Wellington iría con Murray, Hill, Percy, Lord March y Fremantle (Ayudantes de Campo de Wellington), lo que a su juicio era una composición equilibrada y suficiente. Álava pensaba llevarse a Miniussir, pero no había dicho nada de su embajador.

(Álava) –Se lo dije, pero no me hizo falta explicarle que allí no pintaría nada.
Wellington asintió; Perelada también le parecía un tipo sorprendentemente profesional.
(Wellington) –Nuestro viejo Blücher está bastante ñoño, me han dicho. Debe de ser por la tristeza de saber que jamás mandará otro ejército. Fíjate como estará de alicaído que ha dejado de salir a jugar.
(Álava) –Según Miniussir, que tiene allí, en Saint-Cloud, muy buenas orejas, la racha le cambió a raíz de que Fouché nos abandonase (se le permitía ganar en el juego). Dejó de ganar siempre para sólo hacerlo de vez en cuando. Al cesar Talleyrand la suerte le abandonó definitivamente. Se lo tomó a mal, tanto que una noche armó una de categoría en el Círculo de Extranjeros, el del Palacio-Real, tras perder más de cien mil francos al treinta y uno. Tras eso se lo pensó y ya no volvió a salir.
(Wellington) –Es natural. Entre mediados de julio y finales de septiembre ha debido de ganar más de un millón, si no el doble. Si ha sabido conservarlos le vendrán la mar de bien. ¿Sabes que aún está empeñado en pagar a Federico-Guillermo el préstamo que le hizo para comprar Krieblowitz?

Blücher, ciertamente, poseía un sentido de la honestidad muy difícil de catalogar. No podía ser tan burro como para no darse cuenta de que dejarle ganar era la sutil forma que tenía Talleyrand de sobornarle para que no hiciese más barbaridades, pero al mismo tiempo era incapaz de aceptar un regalo real si no se le otorgaba de forma pública. Definitivamente, la vida sin él en Saint-Cloud sería más sencilla, pero aun así le añorarían. Era un animal, tan noble como terrible y tan tierno como salvaje, pero en ningún caso un peligro.


HOMENAJE DE PERELADA A ÁLAVA.
París, lunes 13 de noviembre.
De nuevo Perelada (nuevo Embajador) demostraba ser un gran señor pese a ser un conde. Ofrecía una cena en el cavernoso La Tour d’Argent, siendo el motivo la despedida de Don Miguel (Álava) como embajador interino ante la corte de Su Majestad el rey Luis, lo que no significaba que fuese a desaparecer, pues aún seguiría por allí unas cuantas semanas y, creía él, les visitaría de vez en cuando, desde Bruselas. Tras eso, como perfecto anfitrión que sabía ser, cedió la palabra en modo circular, de manera que cada uno de los presentes pudiera formular su laudatio personal, comenzando por Talleyrand, que desmintiendo los rumores sobre su corazón destrozado se mostraba en plena forma; tras él, una exquisita representación de lo más granado de París, transeúnte o estable: Duque de Angulema (hijo del Conde de Artois, hermano del Rey), Wellington (Jefe del Ejército de los Países Bajos), Castlereagh (Ministro de Exteriores Británico), Feltre (Mariscal de Francia), Müffling (Gobernador Militar de París), Gneisenau (Jefe de Estado Mayor del Ejército Prusiano), Murray (Jefe de Estado Mayor del Ejército Británico), Pasquier (Barón Pasquier, Ministro de Justicia), Somerset (lord Fitz-Roy, Secretario Militar de Wellington), Gentz (Friedrich von Gentz, Secretario del Congreso de Viena y Ayudante de Metternich), Stewart (Embajador Británico en Viena), Vincent (Embajador del Emperador Austríaco), Von der Goltz (Conde Friedrich-Adriaan van der Goltz, Presidente del Cosejo de Guerra de los Países Bajos), Nesselrode (Secretario de Estado y Canciller ruso), Pozzo di Borgo (Embajador del Zar) y un Miniussir sinceramente conmovido por haber sido invitado.


FIRMA DEL II TRATADO DE PARÍS.
París, lunes 20 de noviembre.
Álava desayunaba en sus habitaciones de la Carretera de Antin; en realidad eran algo más, ya que había contratado la tercera planta de un edificio no pequeño. Él contaba con un gran dormitorio, un salón lo bastante amplio para dar una recepción, un comedor para una docena de comensales y el despacho donde ingería su té mientras planificaba sus obligaciones para ese día. Miniussir disponía de un dormitorio espacioso y su propio despacho. Poseían, además, dos cuartos de invitados, y tras una puerta entelada en verde, a la británica, se ocultaba el cubil de Zurraspas (asistente de Álava), en el que Don Miguel (Álava) no había puesto los pies pero donde le constaba que su leal servidor no sólo administraba su cocina, su lavadero, su pañol de costura y planchado, sus alacenas, su despensa, su armero y su dormitorio, sino algún tipo de compañía probablemente apasionada de la que algún día le hablaría, o eso esperaba.

A mediodía se firmaría el II Tratado de París. Sería un acto de soberanos en el que su rey (Fernando VII) estaría representado por Perelada, quien se había negado a ceder protagonismo al cada día más insufrible Labrador, del que gracias a Dios se libraría dos días después. A la presencia del último se debía que Álava hubiera renunciado a ir, ya que de ningún modo quería ser visto en las proximidades de aquel idiota.

II Tratado de París
(20 de noviembre de 1815).


METTERNICH DEJA PARÍS.
París, miércoles 22 de noviembre.
Faltaban minutos para la medianoche cuando el Príncipe Metternich (Ministro de Exteriores Austríaco) se acercó a su carruaje, donde le aguardaba Gentz (Secretario del Congreso de Viena y Ayudante de Metternich), para volver a Viena. Con la puerta del vehículo entreabierta se volvió hacia la casa, para despedirse de donde vivió cuatro meses nada fascinantes, ni tampoco divertidos. Lo habrían sido si Mina (Duquesa de Sagan, antigua amante de Metternich) hubiese vuelto al redil, pero lo cierto fue que no le hizo maldito caso. El que se cruzara por en medio el Ayudante de Campo de Álava (Miniussir) no habría debido ser un obstáculo que superara la semana (rara vez Mina soportaba sus «consuelos» por más tiempo), pero el que se hubiera vuelto loca por él habría podido destrozarle de no haber recurrido a toda su fuerza de voluntad. Aun así seguía sin comprender qué habría visto en él, además de una prestancia física innegable. Hasta entonces Mina no se había rendido tanto a un hombre como para renunciar a su papel de anfitriona perfecta y musa de las grandes ideas. Algo cambiaba en la que debería volver a considerar como una gran amiga, y no el amor imposible de los últimos dos años. Igual ya no le divertía ser la mujer más influyente de dondequiera que residiese, fuera Viena, París o Praga. Igual, si había degenerado lo bastante, sólo quería ser una mujer feliz.

 Los tiempos se avecinaban duros para las Von Biron (Mina, Dorotea, Paulina y Juana), pues los años, implacables, se les echaban encima. Lo mejor para su paz anímica, se decía conteniendo una mueca de dolor, sería sacarlas cuanto antes de su vida. Pensándolo bien, el que Mina se largase a su adorada Italia cabalgando en su garañón español, como según sus informes podría suceder, sería lo mejor que podría pasarle. A él.
Había ocupado su asiento (y), tras un suspiro, dejó caer una frase ridícula.
–Mi querido Federico, la comedia ha terminado.


MINIUSSIR PARTE DE PARÍS CON LAS OBRAS RESCATADAS.
París, jueves 7 de diciembre.
Los Cuerpos de Ejército Prusiano I y IV no eran los únicos en dejar París aquella mañana. También lo hacían casi todas las unidades del Ejército de los Países Bajos (Ejército de Wellington) estacionadas en el Bosque de Boulogne. Un tercio se quedaría en Cambrai, pero el resto seguiría en dirección a Mons, donde pensaban arribar entre los días 11 y 14. Una de las que llegaría más pronto era la reserva de artillería de la IV División, a la cual daría escolta el 2º Regimiento KGL de la 5ª Brigada de caballería (Legión Alemana del Rey (KGL), fue una unidad del ejército británico compuesta por expatriados alemanes). Su jefe, Teniente Coronel Linsingen, había destacado el 3º de sus escuadrones para que se adentrara en la ciudad y se uniera en la embajada española, Calle de la Carretera de Antin, a un convoy mandado por el Teniente Coronel Miniussir, para desde ahí reunirse con el resto de la columna y marchar todos juntos hacia Mons. Una vez allí sería de nuevo el 3º escuadrón el que seguiría con los españoles hasta una Bruselas que no echaban de menos. En algo, después de todo, los franceses no perdieron la guerra: su capital se había quedado con el alma de todos los invasores; la de los endurecidos mercenarios KGL, también.


LA SAGAN REMEMORA A MINIUSSIR.
París y Venecia, lunes 11 de diciembre.
(Condesa Dorotea de Périgord, hermana de Mina) –¿Y tu soldadito español (Miniussir)? ¿Tienes alguna noticia?
(Duquesa Mina de Sagan) –Ayer tuve carta. No escribe mucho. Me decía que salía para Bruselas, con sus cuadros. Más allá no tenía idea de qué sería de su vida. Su jefe (Álava) le había dicho que un barco le recogería en Amberes sabría Dios cuándo y que volvería en él a España, con su botín. Después saldría para Viena por el camino más corto. Esperaba que para entonces aún le recordase y cumpliera mi promesa, presentarle a todo el mundo. Más allá, y en lo profesional, ya se las apañaría. Nada más. Muy sobrio, ya lo ves.
(Dorotea) –Sí que lo es, cierto.
(Sagan) –Es eso, muy sobrio. Y muy poco hablador, aunque cuando quiere puede ser encantador, y divertidísimo. Y no aburre. A mí no, al menos. Me di cuenta cuando le obligué a contarme qué hizo en la guerra, esa que Wellington presume de haber ganado.
(Dorotea) –Ah, ¿es que no lo hizo?
(Sagan) –Pues no, según Nicolás. La ganó ese Gneisenau (2º Jefe Prusiano) que nos presentaron en el primer baile de Wellington. Cuando lo dijo me sonó a cuento chino, pero cuando empezó a dar detalles me dejó de piedra. Siempre pensé que Arthur (Wellington) es un punto fantoche, aunque nunca imaginé que lo fuera tanto. Gneisenau debe ser un tipo interesante. Y es vecino tuyo, además; tiene una gran propiedad en el Hirschberger Tal, cerca de Günthersdorf.


MINIUSSIR LLEGA A BRUSELAS CON SU CARGAMENTO.
París, jueves 14 de diciembre.
Álava revisaba su correo al tiempo de ingerir el primer té de la jornada.
La primera carta era de Miniussir. No era larga. El chico (al escribir, aún era más parco en palabras que al natural) llegó sin novedad, los cajones se apilaban en un salón del primer piso hasta entonces vacío, siguiendo sus instrucciones había contratado un servicio de vigilancia y eso era todo, salvo, en todo caso, que hacía un frío espantoso. Le respondió sobre la marcha, explicándole que sus planes habían cambiado, que ya no iría por Vitoria, que pensaba pasar las fiestas en Bruselas y que se reuniría con él a lo largo del día 23, para cenar juntos el 24. Zurraspas (asistente de Álava) llevaría todo lo necesario para una cena de Nochebuena como Dios mandaba, de modo que no debería preocuparse por la intendencia, salvo en materia de chocolate, pues en París no lo había tan exquisito como en Bruselas.

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La Colina del León.
Monumento conmemorativo de la Batalla de Waterloo.
(Realza el lugar en el que resultó herido el príncipe de Orange).


La Colina del León.
En la escalera:
César Saiz Artigas (chozno de Miniussir).
Foto de César Saiz Giorgeta (tataranieto de Miniussir).

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EPÍLOGO

NUEVOS DATOS BIOGRÁFICOS AUTÉNTICOS Y FABULADOS DE MINIUSSIR ENTRE LOS AÑOS 1816-1839.

  • Absolutismo y Trienio Liberal (1816-1823)
Comentario extraído de la novela de Ildefonso Arenas: Álava en Waterloo.
Miniussir permaneció en Bruselas hasta marzo de 1816. Una fragata le trajo a España, junto a sus preciados cajones. A Madrid no llegó hasta junio (1816). El 30 de tal mes, y en un acto celebrado en la Real Academia de San Fernando, el secretario de Estado Pedro Cevallos, el pintor Vicente López, el arquitecto Julián Barcenilla y el interventor Manuel Castor dieron las obras por recuperadas, designando una comisión formada por el conde de Sástago, el pintor Maella, Pablo Recio y Francisco Ramos para que las hicieran llegar a sus propietarios.

(En 1815 Álava y Miniussir rescataron del Louvre cerca de 400 obras, pero el resto, hasta casi 2000, se perdieron. Están repartidas en multitud de colecciones particulares).

Comentario extraído de la novela de Ildefonso Arenas: Álava en Waterloo.
El teniente coronel (Miniussir) partió hacia París (1816) para entregar valijas muy reservadas a los embajadores Perelada y Álava. (Permaneció en París hasta agosto de 1819, época en que los ejércitos aliados desocuparon definitivamente Francia. Durante esta época realizó la labor de intermediario en el traslado de pliegues del servicio en constantes viajes por las capitales europeas).

Comentario extraído de la novela de Ildefonso Arenas: La Duquesa de Sagan.
(Desde 1816-1820 las cartas entre Álava y Sagan se las cruzaban por medio de Miniussir que iba y venía entre París y Viena). De ahí siguió a Viena (el 13 de abril de 1820 pasó de agregado militar a la embajada).

Comentario extraído de la novela de Ildefonso Arenas: La Duquesa de Sagan.
(Habla la criada Hannchen en 1837: A finales del verano siguiente (septiembre 1816) me lo encontré en el Palm. Le habían nombrado agregado militar de la embajada española, compartiendo función con la de ayudante de campo de Álava, por lo que durante un tiempo indefinido se pasaría la vida yendo y viniendo de Bruselas a Viena. Ella (Sagan) no le dejó salir de su cuarto en tres o cuatro días. Así siguieron 3 años (1816-1819), hasta cuando empezaron a soplar en España vientos revolucionarios. Él volvió a su país con 26 años).

Comentario extraído de la novela de Ildefonso Arenas: Álava en Waterloo.
El embajador (en Viena), que ya no era San Carlos, le recibió con frialdad, pues no necesitaba un agregado militar. No podía devolverle a España, pero sí abandonarle a su suerte hasta que se aburriera y renunciase. Para su asombro, el joven agregado (Miniussir) pronto mostró un nivel de interlocución muy superior al suyo; nunca supo explicarse a qué se debería su amistosa relación con Metternich (Ministro de Exteriores), a quien veía en un lugar tan exclusivo que por su parte no lograba visitarlo, el salón literario de la duquesa de Sagan. La situación del Estado Español se había vuelto para entonces tan explosiva que Fernando VII acabó jurando, el 10 de marzo de 1820, la constitución de 1812. Tras aquello, un buen número de liberales, que habían preferido el exilio a la prisión, regresaron ávidos de tomar posiciones.

Comentario extraído de la novela de Ildefonso Arenas: La Duquesa de Sagan.
(Habla la criada Hannchen en 1837: Mina se casó con Schulemburg en 1820. Lo hizo saber a todo el mundo por carta, cuando volvió a Viena. Miniussir le contestó, muy correcto. Le deseaba lo mejor y, de paso, le confirmaba que difícilmente se volverían a ver, porque le habían dado un cargo muy importante y durante mucho tiempo no se movería de su país. Luego supimos por Álava, que al poco se casó (diciembre de 1820), con una señorita tan liberal como él, una tal Carmen Torrijos).

Duquesa de Sagan

Comentario extraído de la novela de Ildefonso Arenas: Álava en Waterloo.
El buen teniente coronel (Miniussir) creyó haber dado con la mujer de su vida, la señorita María del Carmen de Torrijos y Uriarte, la cual, nacida en 1796 (entonces 24 años), era la hermana menor del glorioso brigadier José María de Torrijos, perseguido por sus convicciones liberales y que tras ser excarcelado era la luminaria del momento. Se casaron el 15 de diciembre de 1820, fecha desde la cual Torrijos sustituyó al general Álava como mentor del que a todas luces llevaba una carrera excepcional. (Nicolás permaneció en Viena hasta el mes de abril de 1821, regresando a España). Miniussir consiguió la fiscalía de la Capitanía General de Castilla la Nueva, en Toledo (nombramiento de 21 de mayo de 1821), un puesto en apariencia menor pero donde podía observar, en su conjunto, no ya qué cosas sucedían, sino cuáles tenían mayor aspecto de ir a suceder. El convulso período comprendido entre 1820 y 1823 (Trienio Liberal) concluyó con la invasión de un ejército francés (Los Cien Mil Hijos de San Luis) conducido por el Duque de Angulema.

  • Exilio de Miniussir (1824-1834)
Comentario extraído de la novela de Ildefonso Arenas: Álava en Waterloo.
(Con el comienzo de la Década Ominosa, Miniussir) inició un exilio que terminaría diez años después (desde principio de 1824 hasta el mes de octubre de 1834), tras morir Don Fernando (VII) y decidir la reina regente (María Cristina) que sería bueno recuperar los miles y miles de cerebros excelentes, la mayor riqueza de cualquier país, que su difunto marido había regalado a la competencia.

Comentario extraído de la novela de Ildefonso Arenas: La Duquesa de Sagan.
(Habla la criada Hannchen en 1837: Tras eso desapareció de la vida de la duquesa, aunque a primeros de 1824 le llegó una carta suya. Le contaba que la revolución acabó fatal, que se había exiliado y que no tenía claro dónde quedarse. Mina, muy formal, le invitó a pasar el verano (1824) en Ratiborschitz.

Comentario extraído de la novela de Ildefonso Arenas: La Duquesa de Sagan.
En 1827 Miniussir, a petición de la Sagan, exhumó y trasladó los restos del cadáver de Clara Bresslerová (1801-1818), hija de la Sagan desde Livorno hasta Florencia).

Comentario extraído de la novela de Ildefonso Arenas: La Duquesa de Sagan.
(Habla la criada Hannchen en 1837: Desde aquel verano (1824) y hasta 1834, el año en que le autorizaron a regresar para incorporarse al ejército de la Reina Regente, se vieron al menos una vez cada diez o doce meses, algunas en Florencia pero las más aquí, en Venecia. Ahora, rara vez estaban juntos más de dos semanas).

Duquesa de Sagan.

  • Relación de Miniussir con la Duquesa de Sagan entre 1834-1839
Comentario extraído de la novela de Ildefonso Arenas: La Duquesa de Sagan.
(Habla la criada Hannchen en 1837: Nicolás de Miniussir es y pienso que sigue siendo, aunque jamás lo confesará la Sagan, el hombre de su vida. Desde 1815 se buscan y se separan, se reúnen y se dicen adiós, aunque sin sangre, sin lágrimas, sin desesperanza y sin rencor. Los dos saben que lo suyo es imposible, aunque no por eso lo dejan.

Comentario extraído de la novela de Ildefonso Arenas: La Duquesa de Sagan.
(Primavera de 1838. Carta de Miniussir a Sagan: Dice que a finales de mayo pasado (29 de mayo de 1837) por poco se ahoga en un río según lo vadeaba y que se rompió no sabe cuántos huesos, que se pasó el resto del año convaleciendo en Alhama de Aragón. Que hace unos meses (17 de diciembre de 1837) le nombraron Comandante General de la provincia de Ciudad Real. El 14 de marzo de 1838, le pegaron un tiro en el pie. Como llevaba camino de quedarse inútil, le dieron permiso para seguir un tratamiento en una clínica de Bad Gastein, cerca de Salzburgo. Lleva tres semanas allí; está bastante mejor, dentro de dos días le darán el alta y acto seguido pensaba visitarla (aproximadamente el 6 de abril de 1838), y estar aquí unos días para recuperar fuerzas antes de regresar a España.

Comentario extraído de la novela de Ildefonso Arenas: La Duquesa de Sagan.Cena con Sagan (miércoles, 23 de abril de 1838). La duquesa, a pesar de sus 57 años, estaba radiante. Su invitado de honor: el general español don Nicolás de Miniussir. Su facha no desmerecía; fornido y de aire severo, aunque le cambiaba cuando sonreía, pues le asomaba un gesto muy simpático, un punto travieso, quizás incluso juvenil. Le sabía de 44, pero los llevaba bien, ya que conservaba todo su pelo, el cual, y salvo unas sienes plateadas que le sentaban de maravilla, seguía siendo admirablemente negro. La mejilla izquierda mostraba una cicatriz con aspecto de lejanísima que le daba un toque aún más interesante, y aunque se apoyaba en un bastón su cojeo era discreto. Vestía de impecable general de los ejércitos españoles).

Comentario extraído de la novela de Ildefonso Arenas: La Duquesa de Sagan.
(Miniussir acompaña a la duquesa a París en junio 1838, para asistir al funeral de Talleyrand (8 de junio), antes de regresar a España. La duquesa menciona que se despedirá de Miniussir cenando en el café Procope de París. Comenta que siempre que se despide de él en París lo hace allí. Nos decimos adiós como si fuese a ser para siempre, aunque hasta hoy no ha sido para siempre. Me gustaría que tampoco lo fuera esta vez, aunque no me hago ilusiones).


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Entre 1839 (muerte de la Duquesa de Sagan) y 1840, comienza el idilio auténtico de Miniussir con Sofía Kermaschii y George.


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FUENTES

1.Álava en Waterloo.
Ildefonso Arenas (2012).
(Edhasa,2012 ISBN 978-84-350-6260-2).


2.La Duquesa de Sagan.
Ildefonso Arenas (2014).
(Edhasa, 2014 ISBN 978-84-350-6275-6)


3.Mariscal de Campo Nicolás de Miniussir y Giorgeta, origen de los Giorgeta de Valencia.  (blogcoloma.blogspot.com) Isabel Saiz Giorgeta y Francisco Coloma Colomer.

4.Biografía del Mariscal de Campo don Nicolás de Miniussir. Colección del Archivo Militar: “Estado Mayor del Ejército Español” (1855).

5.Hoja de Servicios de don Nicolás de Miniussir y Giorgeta.
Archivo General Militar. Segovia (1863).





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